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Obra de Thomas Ehretsmann |
En el artículo del pasado martes
escribía que la vulnerabilidad desarticula las tesis del
yo todopoderoso, insular y autárquico que tanto insiste en predicar ilusoriamente el neoliberalismo
sentimental. Basta con tener una dolencia estacionaria, o un contratiempo del cuerpo que nos aprisione en una convalecencia, o que el azar nos
sea ligeramente esquivo, para que ese yo alérgico a dependencias se muestre lábil e inoperante. Acaso este sea el motivo por el que la vulnerabilidad ha
sido expoliada de la imaginería hegemónica. Ocurre exactamente lo mismo con
la finitud, con nuestra indefectible condición de seres mortales, seres sujetos a un acontecimiento concluyente con el que un día clausuraremos nuestra adherencia a la vida. La finitud no solo
señala una vulnerabilidad exacerbada, sino que anuncia su eclosión, el instante en que el cuerpo capitula y acepta la rendición que lo deportará del reino de los vivos. Salvo que el poshumanismo
demuestre lo contrario, somos criaturas senescentes, caducas, finitas. Sin embargo,
todos los relatos mercantiles, publicitarios, recreativos, en los que habitamos parece que no admiten la decrepitud y el final de nuestros cuerpos, o la presencia súbita y abrupta de nuestra genealogía mortal patrocinada por un episodio de fatalidad. Es muy significativo que estos días de pandemia se confirme esta deriva...
* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel
Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020). Se puede adquirir
aquí.
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