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Obra de Michael Carson |
Hasta hace muy poco tiempo la palabra procrastinar era desconocida. Ya pertenece al vocabulario de términos extraídos de la psicología que son recurrentes en la conversación pública: procrastinación, resiliencia, inteligencia emocional, autorrealización, FOMO, proactividad. En sus orígenes se consideraba que procrastinar era lo que durante muchos siglos se había connotado como pereza o falta de voluntad, estados del ánimo que propiciaban que el sujeto pospusiera sus deberes pendientes. Ahora también es usual confundir procrastinación con postergación, cuando son acontecimientos muy dispares de la experiencia humana. El estudio de la procrastinación permite desvelar características que le son propias y singulares. Frente a no dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy, la procrastinación propone dejar intencionalmente para mañana aquello que impida hacer muchas de las cosas que mágicamente apetece hacer hoy. La procrastinación declina una actividad en favor de emprender otras, lo que la hace distinta de la inacción; se aferra al placer de desempeñarlas, delectación que la separa por completo del desdén y su pegajosa anhedonia; inventa, concatena y dilata tareas, lo que la hace creativa y la escinde por completo de la vaguedad inherente a la abulia. Procrastinar permite encontrar gratificación en labores donde hasta ese momento solo se contemplaba desapacible insipidez. Una especie de alquimia cognitiva.
Se suele asociar la acción de procrastinar con irresponsabilidad (incapacidad de responder sensatamente por nuestros actos), falta de autoeficacia (creencia de que no poseemos las competencias óptimas para afrontar exitosamente la situación interpeladora), exceso de perfeccionismo (aspiramos a confeccionar la tarea de un modo sublime, motivo que nos paraliza y nos petrifica, o enmascara un miedo cerval al fracaso), déficit motivacional (ausencia de elementos apetecibles que insten a que la voluntad movilice energía en la dirección de la tarea), o la creencia de disponer de tiempo suficiente para llevarla a cabo más adelante. A estas dimensiones le podemos sumar la búsqueda del momento ideal (rastreamos el lance más idóneo posible que obviamente nunca sobreviene, lo que valida nuevos aplazamientos en pro de dar con ocasiones más propicias), y la dispersión de la atención (que se desplaza hacia lugares desconectados por completo de la tarea a realizar, y encuentra una suave fruición en ese movimiento). Cualquiera que sea su origen, la persona procrastinadora se consagra a una tarea o a un conjunto de ellas que encuentra placenteras con tal de no iniciar la que le inflige algún tipo de contrariedad.
Cuando procrastinamos no nos volvemos irresolutos, sino que nos apresuramos a acometer tareas para no dedicarnos a aquella que sin embargo es la que deberíamos estar realizando. La función instrumental de procrastinar es mantener sosegada la conciencia, para lo cual necesita hacer acopio de actividades sustitutas que actúan como gratificación y bálsamo. Procrastinar por tanto es una estrategia operativa cargada de acción. Aquí radica la utilidad de procrastinar de un modo deliberado. Convertir en apetecible lo que hasta el mismo instante de la procrastinación era desdeñado. Se trata de un asombroso ardid de la cognición que sin embargo trae adherido un riesgo. Al aliviarnos momentáneamente y concedernos recompensas en el corto plazo, la procrastinación puede acarrear consecuencias dañosas en el largo recorrido. Si no somos capaces de abandonar la placidez adictiva de las recompensas inmediatas, podemos cronificar la procrastinación y centrifugarnos en un bucle de difícil escapatoria y consecuencias devastadoras sobre nuestro futuro. Aquí conviene recordar que no solo procrastinan las personas, también las sociedades. Un ejemplo de libro es cómo se está afrontando la crisis climática y por extensión la crisis sistémica desatada por la lógica acumulativa del capital. Pura práctica procrastinadora.