martes, diciembre 23, 2025

A las personas nos gusta ayudar

 

A las personas nos gusta ayudar a quien nos lo solicita. El binomio formado por quien necesita ayuda y por quien está en disposición de poder ofrecerla suele maximizarse en entornos presididos por los afectos, pero también en ecosistemas en los que las personas interactúan de forma iterada. Se da la curiosísima paradoja de que las personas tendemos a desconfiar del ser humano en general, pero confiamos en quienes conocemos y con quienes compartimos la cotidianidad. Esta imantación hacia la desconfianza del prójimo se alimenta del funesto sesgo de negatividad: prestamos mucha más atención a los paralizantes aspectos negativos que a los vivificantes aspectos positivos. Los medios de comunicación lo saben muy bien y, como empresas gestadas para la extracción de beneficio y regladas por su mandato, se plagan unidimensionalmente de noticias truculentas y horribles enfatizadas además por campos semánticos fatalistas, pero altamente atrayentes para captar y fidelizar audiencia. A través del mundo pantallizado se pone de relieve un marasmo de muertes, asesinatos, guerras, espanto, indignidades (tanto reales como apócrifas), pero es infrecuente que alguna vez se reconozca alguna buena acción de las infinitas que hacen posible y apetecible la vida humana. He aquí la nutrición de nuestro imaginario personal y colectivo. Ideal para instituir profecías autocumplidas.

Este tropismo informativo y ficcional silencia e invisibiliza las acciones loables e incita a creer que en su mayoría las personas son merecedoras de recelo y desconfianza, aunque luego en nuestro círculo de proximidad o en estructuras familiares desdecimos esta creencia al confiar en las personas que los integran. Es una conclusión tan contradictoria como esa otra en que creemos que los demás son  malévolos y nosotros la encarnación de la bondad, olvidándonos de que nosotros también somos los demás. Es muy inusual que a las personas más cercanas les podemos imputar algo de lo abominable que los altavoces mediáticos suelen informar del ser humano, pero esta evidencia en vez de colaborar a que pensemos en que la confianza y la ayuda se fortalecen si hay afectividad, y que los prejuicios se disipan cuando interactuamos presencialmente con las personas desconocidas, queda enturbiada por el ubicuo sesgo de negatividad. De este modo ocurre lo que sostiene el neurocientífico Jamil Zaki en Esperanza para cínicos: «Las buenas personas nos rodean, pero no las vemos». 

En entornos de civilidad somos muy receptivos a quien necesita ayuda, y nos sentimos gratificados solo con extenderla, con la delectación que emana al ayudar y percibir la eficacia de nuestra asistencia. En la ayuda genuina no hay transacción, ni cálculo de intereses capitalizables, ni afán de ulterior devolución. El dicho popular afirma que favor con favor se paga, pero ayudar es ofrecer algo a alguien que lo requiere y no un registro de valor que se tendrá en cuenta para traerlo a colación en un próximo futuro. Ayudamos porque consideramos que la persona necesitaba aquello que podíamos ofrecerle, y esa ayuda está dispensada de las estratagemas financieras que operan en el mercado. De lo contrario no sería ayuda, sería débito. Apelando a una reciprocidad indirecta se implanta una lógica que embellece el mundo. Quién sabe si la poderosa reverberación de esa ayuda que hemos ofrecido desintrumentalizadamente hará que en un futuro podamos ser los beneficiarios de esta misma lógica sostenida por otra persona que acaso sin conocernos se erija en benefactora y nos preste su ayuda en un momento en que la precisemos.

Se puede ayudar de muchas maneras, y no todas se realizan en nuestro exiguo campo de acción. Cuando comparto clases de valores éticos con alumnado de doce y trece años y pregunto por ideas para ayudar a los demás, rara vez las niñas y niños advierten que una forma de ayudar, proteger y cuidar a quien lo más lo necesita se lleva a cabo defendiendo los servicios públicos y su justa dotación, la provisión de  prestaciones sociales, la fiscalidad progresiva, la redistribución equitativa de la riqueza a la que toda persona colabora en un gigantesco ejercicio de construcción social, la atenuación de la desigualdad material que tanto deshilacha los lazos cívicos y quiebra el sentido de pertenencia a un devenir común. Conforta pensar que las personas que se saben vívidamente interdependientes, esto es, que la mayoría de sus propósitos no los pueden colmar de manera unilateral, reflexionan en plural e invocan dinámicas de cooperación y apoyo mutuo porque saben que es el comportamiento más inteligente de todos los posibles. Cuando somos los perceptores de una ayuda y nuestro entramado afectivo está bien configurado concurren el sentimiento de gratitud, la virtud de ser agradecido y el gesto cívico de dar las gracias. Ojalá que a lo largo de la vida tengamos ocasión de dar las gracias muchas veces. O nos las tengan que dar. 

 

* Este es el último artículo de 2025. Que paséis unos días bonitos y entrañables y que el nuevo año sea amable con vuestros propósitos. Un abrazo. 

martes, diciembre 16, 2025

Que la alegría y el sentido tengan la última palabra

Obra de Maria Svarbova

La profesora y ensayista Remedios Zafra sostiene en El bucle invisible que «el pesimismo rompe el nosotros». Acaso convenga agregar que la fuerza destructiva de la claudicación pesimista además de despolitizar el pensamiento también devasta la invención de un futuro mancomunado concordante con lo admirable y la vida digna. La irresolución en la que se complacen los partícipes del pesimismo perenniza lo existente y sabotea la provisión de alternativas. Que el pesimismo sea colaborador de lo establecido no significa que el optimismo nos inste a lo mejor. En la conversación pública es recurrente que las personas se decanten por una u otra disposición, y más habitual aún resulta que se pregunten qué hacer para aminorar un pesimismo que la realidad consolida con un aluvión de noticias infaustas. En la última mesa redonda que he participado un asistente lo formuló con voz lánguida en el turno de preguntas: «¿Qué podemos hacer para no caer en el pesimismo o para salir de él?». Mi respuesta fue que el optimismo y el pesimismo son categorías inservibles para articular el cometido de una vida buena para todas las personas que conforman comunidad política. Quien ama una vida digna y construye su entramado afectivo bajo ese amor se sitúa fuera de la inoperancia del binomio que conforman el pesimismo y el optimismo (el primero propende a la inacción con sus enmiendas a la totalidad, el segundo también es irresoluto al no focalizarse en nada concreto). 

La energía política para confeccionar una vida en común admirable no nace del resultado que se espera al final, sino de la convicción que brota al principio. Es un empuje ético que performa y da firmeza a la esfera afectiva, aunque esa energía no rima con los cálculos de eficiencia y rentabilidad con los que la concepción mercantilista tasa la realidad. Amador Fernández-Savater lo explica con su habitual maestría en su ensayo La fuerza de los débiles: «Los fuertes nos invitan a imitar su idea de eficacia: ser fuerte como ellos lo son, copiar e imitar sus secretos. Nos tientan al juego de todo o nada, ahora o nunca, victoria o muerte, mediante la desesperación con respecto a los tiempos dilatados de la construcción de mundos y fuerzas propias. Es una invitación a la impaciencia. El débil es derrotado cuando empieza a pensar con las categorías del fuerte. No importa con qué propósito o bajo qué ideología, porque es una cuestión de efectos. Pensar con las categorías del fuerte produce efectos de delegación y despotenciación, aislamiento y atomización. La eficacia del fuerte reproduce el mundo del fuerte». Quien albergue un mundo de deseos y expectativas similar al que promocionan las estructuras que lo oprimen ya ha sido colonizado y derrotado por ellas.  Quien piense con las premisas del fuerte ya ha sido esclavizado por él.

Hace unos días el profesor Fernando Broncano argumentaba en una de sus inspiradas entradas en el mundo pantallizado que «la fuerza de la historia, lo que impulsa la resistencia, es la consciencia de los daños inmerecidos, la constatación diaria de que el sufrimiento humano es un muelle que empuja la imaginación de que las cosas pueden ser de otro modo». Hay que recordar que la indignación es un sentimiento que emerge ante la contemplación de la injusticia, pero la injusticia solo puede abrirse camino si disponemos de imaginación para prefigurar una noción de lo justo, un ejercicio de creación deliberativa que lleva inserto en su propio despliegue un ímpetu transformador. Frente a la oposición a lo que hay, la movilización hacia lo que nos gustaría que hubiese. Frente a la contestación reactiva, la iniciativa de la imaginación que otea y sopesa la vida buena y configura deseos alternativos: garantía de condiciones materiales para sostener la vida sin necesidad de inmolarla en un empleo totalizador, disponibilidad de tiempo propio, cultivo de los vínculos afectivos y de reciprocidad, encuentro con las otredades, descanso de los cuerpos para afrontar la creación y el devaneo con la calidad que se merecen. Esta instigación de cariz ético desborda los límites de la dialéctica pesimismo-optimismo. Juan Evaristo Valls lo resume poéticamente en El derecho a las cosas bellas«Nuestra fuerza proviene del mismo lugar que nuestras heridas». Digámoslo de una manera cariñosa. Nuestra fuerza proviene de nuestro amor a una vida en la que es posible que la alegría y el sentido tengan la última palabra. 


Artículos relacionados:
Pensar fuera del binomio optimismo-pesimismo.
Memoria para impugnar el presente, imaginación para crear el futuro.
Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos.  

 

martes, diciembre 09, 2025

Elogio de esa pequeña afirmación del amor que es el cariño

Obra de Marcos Beccari

Resulta muy frustrante investigar en torno a las distintas definiciones de «cariño». Es fácil tropezar con la circularidad esquiva de las palabras, significados que apelan a otros significados, términos imprecisos que se sujetan en otros términos también imprecisos a través de una urdimbre que se sostiene a sí misma sin ofrecer nada clarividente. Pongo un ejemplo con mis propias definiciones. El cariño es una miscelánea sentimental de afinidad y conectividad hacia alguien. Un cariño es una atención destinada a mostrar afecto. El afecto es la manifestación de que se quiere a una persona y por la que una persona se siente querida. Queremos a alguien cuando nos afectan su alegría y su tristeza y colaboramos para multiplicar la primera y aminorar la segunda. Nos encariñamos con aquellas personas que nos muestran afecto, pero también por enseres que encarnan al ser que los utiliza, o los utilizó, y desde su deceso han quedado como evocaciones de su existencia. Nos afectan las personas que queremos. Las queremos porque nos une el cariño que nos profesamos. El cariño delata el efecto de los afectos. Los afectos anudan a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas, y que se materializa con la demostración iterada de cariño. Así podríamos proseguir eternamente.

Me apresuro a compartir una definición elogiosa del cariño. Matizo que es panegírica porque el cariño suele relegarse a esos vínculos infraordinarios que sin embargo son los que pueblan y hacen apetecible el día a día donde radica la vida. No es extemporáneo recordar que los hábitos hacen habitable la vida, así que habituarnos a la afirmación del cariño nos encariña con lo habitual. El cariño es el homenaje que el amor le rinde a la textura de lo cotidiano. Es la delicadeza sobre aquello que despierta en nuestra persona deseos de cuidado y ternura, esmero y miramiento. Cuando decimos que alguien nos ha tratado sin miramientos estamos protestando por haber sido los perceptores de un trato áspero, sin cariño alguno, lo que significa que el cariño es una forma de mirar que asigna ternura e importancia a lo mirado. Frente a la indiscutida respetabilidad del amor, el cariño está injustamente minusvalorado. Si el amor es una inagotable fuente poética de belleza e insondabilidad, el cariño es literatura menor, una disposición sin aparataje conceptual en la filosofía y sin apenas indagación creadora en las artes. Abundan las teorizaciones acerca del amor, pero no sobre el cariño. En una taxonomía de la esfera afectiva, el cariño quedaría investido como una simpática irrupción en la que se mezclan los afectos y el buen trato, pero nada más. Algo pequeño carente de aura.

Rebelémonos a esta injusta subestimación. El cariño es el acto reflejo de la inclinación amorosa, la praxis con la que el amor se hace atención y cuidado. Si ese cariño se torna muy intenso puede acarrear amor, un sistema de motivación que desencadena la proeza de que las personas hagan que los fines propios y ajenos terminen ensamblándose hasta ser exactamente los mismos. Cuando sentimos este afecto en nuestra interioridad una voz nos susurra: «esta persona te importa y por lo tanto hay que cuidarla más incluso que a todas las demás». Se suele decir que el roce hace este cariño, pero creo que no es exactamente así. El roce gesta un vínculo que puede tomar direcciones tan dispares y antagonistas como el amor, la fricción, la simpatía, la animadversión, la placidez, el odio, la hospitalidad, el interés, la apatía, el sosiego, la incertidumbre, la preocupación, la indolencia, la generosidad, la envidia, o cualquiera de las muchas trayectorias y gradaciones de estas disposiciones impresas en mezcolanzas difíciles de delimitar. Hace ya tiempo comprendimos con Borges que el verbo amar no admite el imperativo, y al cariño le ocurre lo mismo. Tener un cariño desatiende cualquier precepto salvo los del corazón. Tener un cariño es una expresión de una preciosa llaneza y a la vez fascinantemente contradictoria. Tenemos un cariño cuando damos afecto. La aporía emerge porque cuando lo damos es cuando lo tenemos. Algo incomprensible para la lógica expansiva del capital. Una obviedad para la lógica de los afectos. 

martes, diciembre 02, 2025

La moderación como sinónimo de educación

Obra de Eva Navarro 

En el ensayo Moderaditos, el filósofo y profesor Diego S. Garrocho sostiene que la moderación es un acto de valentía. Este coraje se debe al momento epocal en el que la palabra pública está polarizada y el lenguaje propende a la insolencia y la malsonancia. El autor aduce que desde posicionamientos de izquierdas la moderación se califica de impureza ideológica, y desde la derecha se tilda de debilidad. En ambos espectros se denuncia que es un modo de conceder ventaja al partido rival. De ahí que a quienes practican la moderación se les señale con ese diminutivo claramente despectivo para indicar tibieza, equidistancia, cobardía o neutralidad maquiavélica. Creo que la moderación es una disposición deliberativa que alberga repercusiones más sustantivas que la de la valentía cívica. Quizá en vez de referirnos a la peyorativa moderación sea más prudente hablar de una deliberación esgrimida con el concurso de la palabra educada, ponderada y predispuesta a poner su atención al servicio de quien piensa de un modo distinto. Podemos definir moderación como la práctica de deliberar con una amistad cívica sin la cual no es posible construir ciudadanía.

La deliberación expresada a su vez con un paralenguaje amable es un ejercicio de atrevimiento democrático, que es la tesis medular del ensayo de Garrocho, pero sobre todo es la condición de posibilidad para que el diálogo pueda desplegarse como proyecto cooperativo en el que los argumentos provenientes de perspectivas distintas e incluso agonales puedan confluir y polinizarse para ofrecer un argumento mejor. Dicho con palabras de Garrocho, la concurrencia del diálogo solo es posible al «conceder cierta probabilidad al error propio y al acierto ajeno». El pluralismo solo emerge en espacios políticos sosegados en los que la exaltación, la belicosidad verbal y la mendacidad sean reprendidas socialmente. El disenso se degrada en animosidad cuando no está preludiado de civismo ni buenos sentimientos de apertura al otro. Quizá en vez de vindicar moderación bastaría con reclamar educación. 

En el recomendable ensayo El fin del mundo común, su autora, Mariam Martínez-Bascuñán, postula con cristalina evidencia que «cuando el lenguaje político ya no sirve para compartir, sino para generar resonancias; cuando las palabras dejan de ser puentes entre perspectivas para convertirse en tambores que marcan el ritmo de las tribus enfrentadas, tenemos un problema». En conflictología el criterio regulativo más sagaz pauta que todo conflicto se puede solucionar cuando los actores se fijan en aquello en donde sus intereses convergen y desplazan a un lugar más secundario los intereses que divergen. Las personas dialogamos precisamente para que nuestros argumentos admitan matices gracias a la participación de otros argumentos. Esta inercia deliberativa solo es posible si partimos de que todo argumento es susceptible de ser refutado o mejorado, y de que el dogma, la afirmación monolítica y fanatizada o «discutir por puro reflejo defensivo» (como señala atinadamente Garrocho) invalidan la construcción de buenos juicios deliberativos. Admitir que los argumentos albergan la capacidad de crear argumentos mejor confeccionados cuando los argumentos se encuentran, nos hace personas más cívicas, más educadas, con una mayor sensibilidad relacional. El argumento granítico e impermeable no es solo un error discursivo, es una forma de empeorar nuestra condición ciudadana. 

El mundo está tan plagado de personas faltosas y proclives a la vehemencia maleducada que, cuando compartamos pareceres y argumentos, deberíamos exigirnos una ritualidad enteramente opuesta. Ser personas respetuosas, atentas, afables, asertivas y cariñosas. Ser veraces, diligentes, mesuradas, solícitas y conciliadoras. Frente a la dejadez ética, que debilita el nexo político con los demás, proponer cuidado cívico, que considera a la otredad un correlato de nuestra propia vida. Sólo con hábitos afectivos cordiales podemos levantar espacios deliberativos en donde se festeje lo mejor de la argumentación y el diálogo. La base de cualquier sociedad próspera. 


Artículos relacionados:
Hacer un buen uso público de la razón. 
Que se peleen las palabras para que no se peleen las personas.
Opinión, hecho y derecho a opinar.

 

 

martes, noviembre 25, 2025

Erradicar la violencia contra las mujeres

Obra de Ali Cavanaugh

Se sufre violencia cuando no se puede decir no a algo injusto. También cuando, si se osa señalar esa situación como inicua o se muestra desacuerdo revolviéndose contra ella, hacerlo supondría recibir un daño, o incluso la propia muerte si el contexto está infectado de odio enmohecido e insujetable agresividad. En la violencia el sujeto agente pierde esa condición y se le degrada a sujeto paciente de las decisiones de su agresor. Lo contrario de la violencia sería por tanto la posibilidad de dar respuesta a la injusticia, y que esa contestación no trajera adjunto ningún daño al considerarse una opción legítima de quien posee agencia. Toda violencia es un abuso de poder que desestima el concurso de la persuasión y se abraza a la coerción y la fuerza para doblegar la voluntad ajena. Disponemos de libertad cuando podemos liberarnos de quien trata de sojuzgarnos, pero la violencia más horrible ocurre cuando quien la perpetra sabe de antemano que su víctima no podrá esquivarla, o su oposición le acarrearía consecuencias muy gravosas. La violencia (tanto la física, como la psíquica, la modal y la estructural) persigue impedir el despliegue de esa autonomía en la que una persona se decanta por una opción en menoscabo de todas las demás opciones. La violencia expropia a su víctima la capacidad de poder elegir por sí misma.    

Cuando se impide que una persona pueda optar según su arbitrio se está desintegrando su dignidad. La dignidad es el valor común que nos hemos atribuido los seres humanos porque somos seres que podemos elegir. Somos personas autónomas, es decir, auto (sí mismo) y nomos (ley), nos podemos dar leyes a nosotras mismas para conducirnos de la manera que estimemos más idónea para brindar sentido a nuestra existencia. Somos entidades autodeterminadas. A pesar de las cortapisas biológicas y de la innegable centralidad de las fuerzas restrictivas socioculturales y económicas, poseemos el don de elegir qué fines queremos para nuestra vida, podemos decidir en qué lugar exacto colocar nuestra atención y nuestros intereses para nutrir nuestro proyecto vital, o «perseguir en cada momento lo que uno cree que es su camino», como bien resume el añorado José Luis Sampedro. En su sentido más execrable la detentación de poder es cosificar a una persona invalidando su capacidad de elegir. El abuso de poder rebaja al sujeto a objeto. Es exactamente lo que ocurre con la violencia de género, cuando un hombre no concibe que una mujer por el hecho de ser mujer pueda administrar argumentos propios que contravengan los planes que él tenía asignados para ella. No suscribe que su pareja o expareja disponga de agencia y pueda decantarse por preferencias que no coincidan con las suyas, y emplea la fuerza o conmina con emplearla para disolver el disenso e imponer unilateralmente las pautas de la relación. El amor es justo lo contrario. Admitir sin sentirse víctima que una persona puede elegir lo que ella considere más adecuado para sus intereses, y ayudarla a ese cometido, a pesar de que esa decisión pueda colisionar con nuestros propósitos. Estaría bien insistir en este punto el día (25N) que se vindica la eliminación de la violencia contra las mujeres. 

En el Discurso sobre la dignidad del hombre, el renacentista Pico della Mirandola coligió que el ser humano no es ni ángel ni demonio, pero puede aproximarse a una u otra categoría ética según qué conducta elija para relacionarse con el resto de existencias con las que se afirma la suya. No está de más recordar aquí a Nietzsche y su certeza de que los humanos somos una especie aún no fijada en busca de definición. La irrevocabilidad de esta búsqueda nos encierra en el cautiverio de elegir. Sartre llegó a la misma conclusión, pero desde una óptica terriblemente sombría: «Estamos condenados a ser libres». Este encadenamiento a la elegibilidad se puede resignificar desde otro angular mucho más enorgullecedor y hermoso: «Estamos obligados al acto poético de inventarnos a cada instante». Si hurtamos a la otredad la capacidad de elegir, le estamos arrebatando la posibilidad de inventarse según su propio dictado. Lo que tendría que ser un acto poético de invención se degrada en un acto de sumisión o alienación. En algo tan envilecedor que como comunidad política estamos obligados a erradicarlo categóricamente. 


Artículos relacionados:
Lo tentáculos del poder.
La derrota de la imaginación.
El abuso de debilidad y otras manipulaciones.