martes, diciembre 17, 2024

La atrofia narrativa

Obra de John Wentz

He comenzado a leer el ensayo Sin relato de la psicoanalista y escritora Lola López Mondéjar. Se trata del libro con el que ha obtenido el prestigioso premio Anagrama de Ensayo de 2024. Mondéjar aborda el estudio de lo que ella denomina atrofia narrativa, una carencia analítica y lingüística para que las personas traduzcan sus experiencias en lenguaje, vertebren sus vidas a través de un relato y, gracias a él, sostengan en el tiempo procesos de subjetivación. La autora explicita esta atrofia como «dificultades del sujeto mismo para enunciarse», o bien que «lo hace mediante una descripción anecdótica y despojada de sentido, sin impronta subjetiva y temporal»En su anterior trabajo, Invulnerables e invertebrados, Mondéjar ya problematizó este tema. El individuo posmoderno encuentra agudizadas trabas para devenir sujeto, puesto que no alberga las suficientes competencias narrativas en las que sujetarse (ni su vida las faculta). Hay incapacidades exacerbadas por la ecología digital y el mundo pantallizado. Ahí están la degradación cognitiva, la fragilización atencional, el empeoramiento analítico, el debilitamiento de la memoria, la desactivación de la capacidad crítica y la pérdida de interacción con el pensamiento abstracto. Se puede sintetizar que la pixelización de la vida atenta contra aquello que propicia entender la vida. Sin embargo, el análisis quedaría escamoteado si no se agrega que la forma de organizar la existencia en torno a una producción capitalista que aspira a extender la ganancia infinitamente favorece el florecimiento de condiciones para vidas sin relato y relatos sin vida. Convertir la perpetua ampliación de beneficio lucrativo en mandato incuestionado acarrea profundas consecuencias en la agencia humana y en el propio planeta Tierra. 

Una de las más visibles es la proliferación de un precariado en el que la inestabilidad, la fragmentariedad y la provisionalidad de todo aquello en lo que se sustancia una vida (empleo, ingresos, tiempo, proyectos, tejido vincular, autonomía, dignidad) entorpece la narración sólida y el relato prospectivo, y a la par promociona un pensamiento cada vez más escuálido y menos autorreflexivo en su pronunciamiento. La discontinuidad salteada de la vida se alza enemiga frontal de un hilo narrativo cuya génesis requiere tránsito reflexivo, concatenaciones discursivas, dotación de sentido. Las intermitencias volatizan la capacidad de historiar y textualizar lo vivido, pero también de propulsarlo orientativamente al futuro en forma de expectativa y orquestación de planes. Se desintegran así las identidades (laborales, geográficas, culturales, vinculares, filiativas), lo que interfiere de forma protagónica en la construcción de la subjetividad. Sin el concurso de la lentitud, la atención demorada y un ritmo de tiempo reposado languidece  el análisis subjetivado de una persona sobre sí misma, y se clausura la opción de que que los acontecimientos devengan experiencia y la experiencia aprendizaje. La celeridad frenética por un lado y la exasperante sobresaturación de estímulos por otro no dejan apenas inscripción mnémica. Obturan la labranza de un patrimonio argumental y memorativo fecundo.

De la confluencia de todos estos factores se colige la condición invertebrada del sujeto, a la que habría que yuxtaponer una invulnerabilidad ficticia alentada por el régimen neoliberal para fomentar el individualismo y desmantelar todos los puntos en los que los seres humanos podríamos pensarnos en común. Lo apócrifo de esta invulnerabilidad (o «la fantasía de la individualidad», utilizando el incisivo título del ensayo de Almudena Hernando) no ha impedido que goce de un predicamento mayúsculo en los imaginarios. Frente a quienes no cejamos de repetir que somos vulnerables, afectivos y mortales, la cultura neoliberal persiste en denegar nuestra idiosincrática vulnerabilidad y por lo tanto nuestra fragilidad constituyente; desdeña lo afectivo y por lo tanto el cuidado y la dignidad como elementos troncales para poder aspirar a una vida buena; silencia en los discursos públicos toda referencia a la muerte, como si fuéramos inmortales y pudiéramos postergar sin sufrir aquello que entronca con lo más profundo de nuestro ser, pero que ahora no podemos llevar a cabo por las coerciones inherentes a la vida-trabajo, que al rutinizarse y naturalizarse ni impugnamos ni nos resultan atroces. Margaret Thatcher hizo célebre una sentencia en la que condensaba esta agenda política: «La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma humana». Si una definición acientífica de alma nos enuncia que el alma es la conversación en la que una persona se va narrando a cada segundo lo que hace a cada instante para dotarse de sentido y orientación, expropiarla de discurso vertebral es dejarla sin alma. Sin estructura. Sin persona dentro de la persona. 

 

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martes, diciembre 10, 2024

Derechos Humanos para garantizar lo necesario

Obra de Bo Bartlett

Hace unos días preguntaba en clase qué es lo contrario de la libertad. Era una pregunta pertinente porque llevamos un tiempo en el que el discurso hegemónico le ha atribuido un discutible significado a esta palabra tan totémica. Casi todas las respuestas que recibí señalaban términos como opresión, sumisión, servidumbre, coerción, coacción, violencia, subordinación, dependencia. Nadie citó el miedo, la ignorancia, la codicia, la pobreza, y por supuesto, quedaba del todo desatendido su antónimo por antonomasia, la necesidad. Con tono sugerente les enuncié que donde hay necesidad no hay libertad. La posibilidad de elegir comienza allí donde termina la jurisdicción de lo necesario, aquello de lo que una persona no puede prescindir sin que peligre la continuidad de su propia existencia. La necesidad se inscribe en todo lo asociado al sostenimiento de la vida, de ahí que su privación malograría o directamente abatiría a una persona. Quien no dispone de lo necesario tiene coartada su capacidad de elección, puesto que requiere dedicar todo su tiempo y todas sus fuerzas vitales en satisfacerlo con el propósito angustioso de no deteriorar todavía más sus condiciones materiales y las huellas bastante transparentes que la necesidad no satisfecha apresura a cincelar en el cuerpo.

Aunque los seres humanos también alojamos necesidades inmateriales (arraigo, pertenencia, coherencia interna, afecto, sentido), consideramos básicas las que comprometen la subsistencia del cuerpo, y por lo tanto priorizamos su articulación a las propias del ser afectivo en el que estamos constituidos (sentimentales, desiderativas, volitivas). Cuando las necesidades basales  están superadas, entonces las personas se pueden autodeterminar en las especificidades con significación humana, brindar fines a la aventura en marcha de existir, tomar decisiones y seleccionar valores para vivir conforme a lo que esperan de sí mismas. La derrota de la necesidad es la conquista de la autonomía, la celebración vivificante de la dignidad humana. Precisamente los Derechos Humanos, cuya Declaración Universal conmemoramos hoy 10 de diciembre, se redactaron con el propósito de que toda persona por el hecho de ser persona tuviera garantizados unos recursos mínimos que le permitieran acceder a una vida en la que las necesidades materiales e inmateriales estuvieran colmadas para así poder elegir libremente cómo acomodarse en los ámbitos de la acción humana. Sin la garantía de unos mínimos (renta, vivienda, salud, educación), es imposible que nadie pueda aspirar a unos máximos. Estos mínimos fundamentales  y comunes a cualquier persona son los treinta artículos de los Derechos Humanos redactados, no es gratuito enfatizarlo, en un momento de penumbra anímica tras la monstruosidad de la Segunda Guerra Mundial. Los máximos son los contenidos individuales con los que cada persona rellena el contenido con el que va configurándose en una mismidad disímil a todas las demás. La libertad estribaría por tanto en la creación política de un contexto donde lo necesario se protege para que ninguna persona tenga obturada la capacidad emancipadora de elegir fines para su vida. A cambio esa misma persona asume un repertorio copioso de deberes. Conviene recalcarlo. 

Hace unos días observaba un distendido experimento social en el que se interrogaba a diferentes transeúntes de qué derecho prescindirían en el supuesto de tener que optar. A un lado habían colocado unos carteles que anunciaban derechos cívicos y políticos, y al lado opuesto otros carteles que pormenorizaban derechos económicos y sociales. Nadie se atrevía a decantarse por unos en desmedro de los otros. La lección era cristalina. Los derechos civiles y políticos se convierten en papel mojado si no disponemos de derechos sociales y económicos, y viceversa, los derechos sociales y económicos devienen  escleróticos allí donde no hay libertades civiles y políticas. Ambos derechos se necesitan recíprocamente. Si no hay concordancia, todo el entramado de derechos y deberes se torna inservible para el propósito democrático y cívico de que todas las personas vivamos bien juntas. De disfrutar del obsequio de la vida y plenificarlo según las preferencias de cada persona.


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martes, diciembre 03, 2024

«Pienso, luego existes»

Obra de Richard Learoyd

La mayor corrosión a la que se expone un ser humano es a la ausencia de otro ser humano con el que poder interaccionar. Las tribus ancestrales lo sabían muy bien y punían con el aislamiento a quien vulneraba las normas más esenciales. Habían aprendido que nada ulcera más al alma que la privación de seres cercanos, la indisponibilidad de no tener a nadie con quien hablar y con quien sentirse apreciado y escuchado. La soledad es la desapacible situación en la que una persona encuentra severas dificultades para compartirse con otra persona, cuando sin embargo ese es su deseo. La narración en la que se configura nuestra interioridad no se entrelaza con las narraciones en las que se configura la interioridad de los demás. Entonces la soledad arraiga con fiereza. Queda cancelada la opción de relatar las historias que entretejen nuestra biografía y nos permiten pasar de ser nadie a ser alguien. Se complica franquear la esfera íntima para alcanzar la esfera común.   

Hablar de soledad es controvertido porque la soledad encierra aporías sorprendentes. Puede ocurrir que el lance en que estemos más acompañados sea cuando no nos acompañe nadie, del mismo modo que estar solos puede devenir en el instante en que menos solos nos encontremos. Se puede estar rodeado por todas partes de personas que sin embargo estén a miles de kilómetros de las afinidades que demanda la nuestra, y al revés, se puede estar sin nadie alrededor y sentir la reconfortante compañía de nuestra interioridad (la introspección es el premio con el que obsequia la soledad cuando es bienvenida). A la primera soledad la denominamos soledad impuesta, y a la segunda, soledad deseada. En la iniciativa voluntaria de estar a solas la intimidad que somos dialoga consigo misma con el propósito de brindar sentido y dar orientación a la existencia con la que nos encontramos al nacer y con la que desde entonces no nos ha quedado más remedio que hacer algo. No se trata de asociabilidad o retraimiento, sino de un repliegue de la persona sobre sí misma como prerrequisito propulsor para sopesar y tender lazos amorosos al vivencial universo interior que nos constituye como seres autorreflexivos. 

En la soledad impuesta despunta un exceso de observaciones de adentro que no se puede compartir con nadie de afuera. La soledad indeseada lo derrama todo de abatimiento, autorreproches y subestimación. Este aislamiento marchita a las personas, pone óxido encima de sus corazones, en sus ejercicios de indagación deja a la existencia sin asideros que protejan de caer en el sinsentido. Cuando una persona pasa mucho tiempo sola, es fácil que acabe mal acompañada. Machado explicó y resolvió este extrañamiento con un verso imbatible: «En mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad». Aunque la soledad no intencionada es lacerante, simultáneamente es muy pedagógica porque enuncia con descarnada locuacidad la pequeñez de la persona que somos, la insignificancia que nos envuelve y que propendemos a olvidar con asombrosa facilidad. La soledad nos informa de que sin la convivencia y la alianza con los demás nuestra vida quedaría acotada a un número tan diminuto de posibilidades que perdería la condición de vida humana. 

En su soledad analítica Descartes llegó a la lúcida y célebre conclusión «pienso, luego existo». La soledad no nos desvela quiénes somos, sino quiénes nos constituyen, quiénes conforman las relaciones de interdependencia que nos abocan a la subjetividad en la que late nuestra existencia. En la soledad es fácil desembocar en la otredad con la que construimos nuestra mismidad: «pienso, luego existes». El ser humano no es necesariamente un lobo para el ser humano, como escribió lapidariamente Hobbes para legitimar conductas absolutistas, más bien sucede al contrario, la ausencia de seres humanos despoja a cualquier ser humano de aquello que lo hace humano.  ¿Y qué es lo que hace humano a un ser humano? Hegel escribió que se necesitan dos para ser un ser humano, así que si un ser humano no tiene a otro ser humano perdería aquello que lo hace humano: el vínculo. Curiosamente el vínculo que proporciona la soledad elegida, el mismo que arrebata la soledad no deseada. 


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