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Obra de Tim Etiel |
En el nuevo ensayo de Joan-Carles Mèlich, El escenario de la existencia, se cita un precioso aforismo del filósofo y escritor Rafael Argullol, muy ducho en este arte literario y con varias obras fantásticas que lo refrendan. La sentencia de Argullol está extraída de su libro Danza Humana y revela lo siguiente: «El aprendizaje del idioma del azar es el más decisivo de los aprendizajes. Y el más duro». Aceptar lo azaroso y lo impredecible como elementos fundamentales de nuestra existencia constituye el magisterio más elevado al que podemos aspirar en esta fugacidad donde rara vez vivimos varias veces treinta años. Admitir la intervención troncal del azar en el decurso de la vida humana es dotarla de liviandad, asumir la insignificancia de nuestra voluntad a la hora de sobrellevar el ingente volumen de acontecimientos que se ciernen sobre ella. Hay algo liberador en esta asunción, aunque quizá en las primeras revelaciones se experimente desasosiego y rechazo. La náusea abordada por Sartre aparece en su novela cuando su protagonista Antoine Roquentin se percata con extrañeza e incomodidad de la contingencia del mundo. Lo que ocurre podía no haber ocurrido, y a la inversa, lo que ha ocurrido podría haber tomado otra dirección y haber acabado en el limbo de lo inexistente, y en ninguno de los dos casos lo sucedido o lo dejado de suceder sería relevante para la continuidad del mundo. El mundo deviene así en lugar absurdo e indolente con esos propósitos humanos que tanto nos descorazonan a las personas.
Me viene a la memoria un relato, de cuyo autor ahora no logro acordarme, en el que fallece el padre del protagonista, y al día siguiente comprueba cómo el mundo prosigue su andadura ajeno e indiferente al doloroso deceso de su progenitor. Mèlich explica esto mismo de un modo lacónico pero poéticamente nítido: «La existencia, como la rosa, acontece sin porqué». Esta certeza atemoriza a muchas personas porque despoja de sentido a la vida, pero reconforta a quienes saben que precisamente el hecho de que la vida no disponga de ningún sentido insta a la tarea de adjudicárselo. La sabiduría estoica enseña que no se trata de domeñar las apariciones con las que la absurdidad y la aleatoriedad hacen impredecible la vida, sino aceptar de forma serena nuestra imposibilidad de docilizarlas plenamente. Ortega y Gasset sostenía que no podemos domesticar las circunstancias ni zafarnos de ellas, pero sí al menos intentar con la elección de nuestras acciones y nuestros modos de previsión que sean lo más afables posible. Cada vez que felicito un cumpleaños a personas próximas mi felicitación persigue este mismo propósito: «Que la nueva edad que desprecintas hoy te trate bien y te traiga un año bueno y amable».
Que no tengamos control absoluto sobre lo que ocurre y que seamos seres condicionados no significa que no podamos autodeterminarnos parcialmente. La personal lucha contra las contrariedades que se ciñen sobre nuestra biografía y los resortes de protección colectiva que hemos levantado políticamente pretenden oponer resistencia al despotismo del azar en la experiencia humana. Sin embargo, nos narramos con ficciones un tanto engreídas en las que lo contingente goza de un papel periférico para atribuirnos un desmesurado poder autoral sobre nuestra vida. Nuestro imaginario está infectado de la ilusión de control y del sesgo de intencionalidad, relaciona con suma celeridad lo que acontece con cursos intencionales, mayoritariamente emanados de nuestra capacidad de agencia, y para ello es capaz de construir sofismas impropios de una inteligencia empleada con sensatez. Y cuando no es así, fabulamos deidades a las que imploramos su intercesión benevolente, dando por hecho su interés en inmiscuirse en los transuntos humanos.
Siendo extremadamente generosos cabe plantear que somos autores de nuestros propósitos, pero coautores de nuestros logros, aunque si nos detenemos a pensarnos despacio no resultaría difícil constatar que incluso nuestros propósitos están mediados por muchos imponderables que nos instan a admitir que somos algo de lo que nos propusimos, pero sobre todo la resultante de lo que no pudimos esquivar. El papel estelar del azar suele estar minusvalorado en las sociedades meritocráticas, pero su radio de influencia es colosal. Desde el hecho de nacer, acto impositivo y por tanto no electivo, hasta en qué sitio y en qué tiempo se nace, son hitos en los que ninguna persona afectada tiene la posibilidad no ya de controlar, sino tan si quiera de intervenir. Mèlich sintetiza este postulado afirmando que «se es mucho más representación (lo que sucede y lo que se hereda) que acción (lo que se hace y lo que se decide)». En la difusa intersección de lo impredecible y lo elegido se halla el resultado de lo que somos, sea lo que sea lo que seamos. Tengo un amigo con el que comparto una consigna de ánimo y aliento que resume lo que he querido documentar en este texto: «Que la suerte no te resulte muy desfavorable, de todo lo demás estás perfectamente preparado para encargarte tú».
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