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Pintura de Alex Katz |
Una de las reglas de oro en la
resolución de un conflicto consiste en evitar juzgar de antemano. Es una
prescripción muy útil, pero muy difícil de llevar a cabo, porque todos nos dejamos conducir por impresiones rápidas y por la tendencia a padecer acto seguido la
afección del sesgo de confirmación. Como repiten los neurólogos, a nuestro
cerebro no le interesa conocer la verdad, sino garantizarse la supervivencia, y
para sobrevivir necesita establecer predicciones, saber a qué atenerse,
avizorar el futuro desde el presente utilizando conocimiento del pasado a través
de la memoria. A nuestro cerebro le encanta comprobar que las piezas predichas encajan,
efectúa inferencias para combatir la incertidumbre, opera con argumentos que le
ayuden a contrarrestar la ocurrencia de disonancias. Nuestro cerebro
confecciona una historia para que los acontecimientos presenten un hilo
conductor con la menor cantidad de lagunas posibles, y lo hace eligiendo atajos
simplificadores del pensamiento. Para edificar esta narración necesita combinar
ideas, creencias e información que sin embargo en muchas ocasiones no puede demostrar. Inventa,
ficciona, sustituye, interpreta, supone, calcula, intuye, sospecha. Aquí es
donde se activa el sesgo de confirmación, la curiosa tendencia de nuestro
cerebro a confirmar sus ideas iniciales aunque sean espurias.
De repente, y sin ser muy conscientes de ello, se produce una contorsión intelectual de una elasticidad descomunal: vemos lo que pensamos. La realidad se convierte en materia evaluable que verifica nuestros juicios. Anclamos nuestra
atención en aquella información que corrobora nuestros pensamientos y
se torna invisible aquella otra que pudiera objetarlos, o que nos obligue a
repasar racionalmente la elaboración de nuestros juicios. La diferencia entre lo que uno piensa antes y
lo que piensa después es ninguna porque la información reclutada es aquella que
rehúsa que pensemos. Sólo nos apropiamos de aquella que da crédito a nuestras
elecciones previas. Evitamos así la discordancia, un estado con el que nuestro
cerebro mantiene una cultivada enemistad. De este modo damos primacía a nuestras
creencias y ninguneamos todo lo que pudiera refutarlas. Hace unos años yo
bauticé este sesgo con el más poético nombre de
Efecto Richelieu. El famoso cardenal francés entregó a la posteridad
una frase rotunda que compendia todo lo expuesto aquí: «
Dadme seis líneas escritas por el hombre más
honrado del mundo y encontraré en ellas motivos más que suficientes para hacerlo
ahorcar». Dicho de otro modo. Nuestro protagonista seleccionará la información
y la interpretará de tal forma que le permita enviar a la horca al autor de la misiva, que es exactamente lo que tenía decidido
mucho antes de leer su carta. Hete aquí el rudimentario mecanismo de los
prejuicios.
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