Obra de Jorge Rubert |
La paz puede definirse como el cese
de un conflicto, el fin de una guerra, o la ausencia de dilemas desgarradores en el alma de un sujeto. El diccionario de la RAE la define en su primera acepción como una «situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países». La segunda acepción nos recuerda que la paz es una «relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni confictos». Y la tercera la vincula con
un «acuerdo alcanzado entre las naciones por el que se pone fin a una guerra». En su ensayo El problema de la guerra y las vías de la paz, el filósofo político Noberto
Bobbio resalta que la paz se define siempre orbitando en torno a la guerra, idea que como acabamos de ver refrenda el diccionario de la Real Academia. Sin embargo, esto no ocurre en la dirección contraria. La guerra no necesita indefectiblemente apelar a su antagonismo para que podamos desentrañar en qué consiste. Todos conocemos el célebre adagio en el
que se nos aconseja que si quieres la paz, prepara la guerra. Se
puede afirmar también que si quieres definir la paz tendrás que citar inexorablemente la guerra. Esta relación asimétrica que vive
la definición de la paz con respecto a la de la guerra testimonia que la confrontación bélica es un hecho acreedor de mucha más centralidad
en nuestro argumentario. Es triste, pero alberga más preeminencia a la hora de evaluarnos como
especie.
Hace unas semanas le leí a un antropólogo
que no existe constatación de guerras tremebundas en los periodos anteriores al
neolítico. Pudieron existir conflictos puntuales en el paleolítico y en el mesolítico, pero no matanzas multitudinarias. Nuestros ancestros trashumantes no padecían excesivos contratiempos para sobrevivir, la dadivosa naturaleza les regalaba abundante alimento y por tanto amortiguaba sobremanera el riesgo de que otros desearan arrebatárselo. Más allá de esa subsistencia fácilmente garantizada, no había motivos para forcejeos mortales. La guerra y la agresión, tal y como el estándar las reconoce hoy, brotaron con el
descubrimiento de la agricultura y la ganadería. Este nuevo decorado trajo
conexada la necesaria organización de unos asentamientos inéditos para el ser humano
en su anterior condición de nómada cazador/recolector. Inopinadamente hubo que articular el tiempo y las tareas, imponer normas colectivas, diseñar el reparto
vinculante de recursos, distribuir propiedades, repartir responsabilidades. Surgieron las
jerarquías verticales, los liderazgos, el despotismo, las órdenes, las sanciones, los castigos, las
disidencias, la fricción, la subyugación, el servilismo, el hostigamiento, la depredación, la feudalización de los espacios, el poder en su sentido más abyecto. Bienvenidos al mundo del conflicto
social. Bienvenidos al nacimiento del ego que necesita reafirmarse sojuzgando a otros egos. Cualquiera que haya leído
la didáctica novela El señor de las moscas se hará una rápida idea de qué problemas afloran cuando a dos o más egos les da por competir.
El despliegue de la fuerza física
siempre persigue fines muy similares, ya sea por parte de un estado o de un
individuo: satisfacer intereses, posesión de bienes, afán de dominio,
contestación de una ofensa, demostración de jerarquía, obtención de obediencia,
imposición de un valor incompatible con otro valor, castigar la violación de una norma. Hace ya unos años se publicó un pequeño libro
del historiador Ernst Gombrich que compendiaba la historia de la humanidad en pocas páginas. Se titulaba Breve historia del mundo, y estaba redactado en un lenguaje llano que te cogía de la mano y no te soltaba. Era
fantástico porque su brevedad permitía contemplar con una mirada sinóptica y cronológica cómo
hemos ido desplegándonos como civilización. La conclusión de cualquier lector debió de ser tan desoladora como la mía. La
historia de la humanidad es la historia de una matanza, el mundo es un lugar ensangrentado, es imposible hacer balance sin contar millones de cadáveres poblando las tierras y las cunetas. Nos pasamos
la vida matándonos. La civilización humana es una guerra continua solo
interrumpida por armisticios, moratorias y paréntesis. Cualquier orden nuevo que ha mejorado al anterior ha emanado tras espantosos episodios de violencia. Para no sentirnos ni miserables ni decepcionados hablamos de guerras justas, o de violencia lícita (todo el que la emplea lo hace aludiendo a su licitud), y hasta se han inventado convenciones para protocolizar cómo comportarnos cuando se declara abierta la veda para matarnos unos a otros. Además los libros de historia no ayudan a que sintamos con exactitud en qué consisten estas carnicerías de sanguinolenta crudeza. Se suelen enredar en análisis geopolíticos tan macroscópicos como asépticos que solapan burdamente la brutalidad y el daño que somos capaces de infligir a nuestros semejantes. Recuerdo una viñeta de El Roto expresada con toda su abrasiva lucidez: «Los historiadores se dedican a potabilizar la sangre humana derramada».
La existencia de cualquier guerra en cualquier lugar del mundo es la respuesta exacta a esa pregunta que se hace la gente decepcionada por la organización social: ¿Pero hasta dónde podemos llegar? Quizá la guerra sea un mal menor, como muchos predican, pero en su anverso trae adscritas dos paradojas insolubles. Responder con violencia a la violencia no necesariamente elimina la violencia del otro, aunque sí facilita que se desprecinte un bucle de violencia en el que los contendientes considerarán licita su violencia e ilícita la de su adversario. El empleo de la fuerza no dictamina quién es el que se comporta de un modo justo o injusto, sino quién es más fuerte, o quién ha industrializado más sofisticadametente la violencia. No hay ni una sola evidencia argumentativa que nos indique que el que gana una guerra es más justo que el que la pierde. Se da otro contrasentido que a veces se nos olvida. Las guerras pueden terminar un conflicto, pero no lo solucionan. La solución estriba en convencer al otro para que se aliste junto a tu idea, o al lado de una idea mejor que la que ocasiona la confrontación, y esa convicción es patrimonio exclusivo de la palabra educada y pacífica. Sé que es una perogrullada señalarlo, pero nadie se convence de nada mientras le están agrediendo. Probablemente a cada golpe recibido esté urdiendo cómo podrá devolverlo, pero amplificado. La imposición es un antónimo de la convicción. Hay una buena noticia entre tantas malas. El ser humano nunca ha enarbolado la guerra como un ideal de la humanidad, pero sí la paz. Como todo ideal, no nos queda más remedio que ponernos a la tarea de ir a por él.
Artículos relacionados:
Violencia, hablemos de ti.
Que se peleen las personas para que no se peleen las personas.
La exhumación de agravios.
La existencia de cualquier guerra en cualquier lugar del mundo es la respuesta exacta a esa pregunta que se hace la gente decepcionada por la organización social: ¿Pero hasta dónde podemos llegar? Quizá la guerra sea un mal menor, como muchos predican, pero en su anverso trae adscritas dos paradojas insolubles. Responder con violencia a la violencia no necesariamente elimina la violencia del otro, aunque sí facilita que se desprecinte un bucle de violencia en el que los contendientes considerarán licita su violencia e ilícita la de su adversario. El empleo de la fuerza no dictamina quién es el que se comporta de un modo justo o injusto, sino quién es más fuerte, o quién ha industrializado más sofisticadametente la violencia. No hay ni una sola evidencia argumentativa que nos indique que el que gana una guerra es más justo que el que la pierde. Se da otro contrasentido que a veces se nos olvida. Las guerras pueden terminar un conflicto, pero no lo solucionan. La solución estriba en convencer al otro para que se aliste junto a tu idea, o al lado de una idea mejor que la que ocasiona la confrontación, y esa convicción es patrimonio exclusivo de la palabra educada y pacífica. Sé que es una perogrullada señalarlo, pero nadie se convence de nada mientras le están agrediendo. Probablemente a cada golpe recibido esté urdiendo cómo podrá devolverlo, pero amplificado. La imposición es un antónimo de la convicción. Hay una buena noticia entre tantas malas. El ser humano nunca ha enarbolado la guerra como un ideal de la humanidad, pero sí la paz. Como todo ideal, no nos queda más remedio que ponernos a la tarea de ir a por él.
Artículos relacionados:
Violencia, hablemos de ti.
Que se peleen las personas para que no se peleen las personas.
La exhumación de agravios.