Obra de Felipe Achondo |
La acepción popular asegura que
la cara es el espejo del alma, pero a mí
me gusta objetar que la cara no es espejo de nada, es el escaparate de toda
la economía de ese sistema que llamamos persona. Una persona es un sistema intrincadísimo compuesto de instrumentos emocionales,
cognitivos y sentimentales sobresaturado de combinaciones inacabables que hacen que la
organización egocéntrica de cada uno de nosotros obtenga un resultado distinto
a la organización urdida por cualquier otro. Este es el
sencillo motivo por el que no existen dos personas idénticas en un lugar habitado por siete mil trescientos cuarenta y nueve millones de ellas. Hace tiempo le leí al psiquiatra Carlos
Castilla del Pino que no es lo mismo el rostro que la cara. Podemos decir que
el rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza. Ese
diminuto espacio de la parte más elevada de nuestro cuerpo se convierte en el asentamiento de nuestra vida
afectiva. Allí se acuna todo lo que nos
ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que hicimos y las
cosas que acontecieron, las construcciones deliberadas y la colisión con lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la imponderabilidad.
La
cara es la única parte que siempre llevamos descubierta, la única extensión con la que colisionarán los ojos de la mirada que me objetiva, la mirada que hace que yo
deje de ser nadie. Del mismo modo que los buenos cantantes logran la proeza de acurrucar
en su voz las vicisitudes con las que se han ido tropezando a lo largo de su
vida, la cara es el anuncio publicitario de nuestra biografía. En este espacio reducido
afloran los resultados que han ido cosechando las diferentes funciones de nuestros sentimientos.
En la cara se solidifica la vinculación del sujeto con el mundo, la jerarquización
de los valores personales y éticos que orientan sus decisiones, la ordenación de la realidad para construir
su realidad. A medida que transcurre el tiempo la cara se metamorfosea en un
mapa en el que quedan claramente localizados los episodios de mayor significación
emocional por los que hemos pasado. La cara no habla, pero en su peculiar orografía se pueden leer muchos textos autobiográficos.
El padre de la microsociología Irving Goffman acuñó una expresión maravillosa que yo empleo frecuentemente en los cursos y que considero nuclear en el ámbito de las interacciones humanas: «salvar la cara al otro». Salvar la cara al otro es respetar la dignidad de nuestro interlocutor, mantener incólumne la consideración, no restregarle su terquedad en el error, sobre todo cuando finalmente ha capitulado y ha convenido que la evidencia que se le muestra es mejor que la que él defendió hasta este instante. Salvar la cara al otro es afirmar que el nuevo escenario nos mejora a ambos. Nada que ver con el hiriente «te lo dije», o el humillante «¿ves cómo yo tenía razón?». La cara es el escaparate del alma y lanzar allí metafóricas piedras es una profanación. Tenemos que obligarnos a salvar la cara al otro, pero también tenemos que asumir el deber de salvar la nuestra, que es el símil corpóreo del autorrespeto. Más allá de consideraciones cosméticas (cosmética deriva de cosmos, orden, así que significa aquello que ordena nuestra cara), el cuidado de la cara se erige en metáfora de nuestra dignidad. Porque la cara no es ningún espejo. Junto a las palabras que pronunciamos es el balcón al que se asoma lo que somos.
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¿Un silencio vale más que mil palabras?
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