Obra de Nick Lepard |
Existe una inflación de alusiones a la felicidad en las narrativas de la
gestión del yo. Hay una fijación por su vindicación que correlaciona
proporcionalmente con la invisibilidad o minusvaloración de la alegría. Se
habla mucho de la relevancia de ser feliz en el itinerario biográfico y muy
poco del protagonismo que abriga la alegría en ese tránsito. Supuestamente la
alegría es un gradiente mucho más modesto que la felicidad y esta condición la
ha condenado a ser citada tangencialmente, o tratada como saldo. Se concede
poco crédito a esa alegría que germina en los microacontecimientos del día a
día, que paradójicamente es con mucha diferencia el lugar donde nuestra vida
pasa más tiempo. En los grandes tratados la han castigado con la inatención por
su frugalidad. Sin embargo, ha arraigado un sinfín de clichés en torno a la
felicidad. Los que se dedican a escribir eslóganes para la gerencia del
desarrollo personal promocionan desde hace tiempo una orden que prescinde de la
alegría porque la subsume, pero que de puro abarcativa es huera: «sé feliz». Es
un mandato tan vago como sorprendente porque las órdenes tienen como fin
señalar la conveniencia de una dirección cuando es muy tentador tomar la
contraria. Todavía no me he encontrado a nadie que titubee a la hora de elegir
entre la felicidad o su ausencia. Con lo que sí me he topado es con gente muy
extraviada para determinar conceptualmente de qué estamos hablando cuando hablamos
de felicidad. Como es muy fácil detectar cuándo está uno alegre, pero no tanto
cuándo uno es feliz (los verbos ser y estar son muy útiles para deslindar ambas
magnitudes), resulta mucho más eficiente y sencillo promulgar la alegría y ser
más precavidos en la insistencia de la felicidad. A favor de este argumento
juega el hecho de que la alegría es el sentimiento que dimana a medida que se
coronan los fines de la autonomía en los que se despliega la felicidad. La
alegría y su imbricación con la acción y la actividad son indicadores fiables
de la felicidad. A veces incluso son expresiones pleonásticas.
Reivindicar el vigor de la alegría es necesario en un momento en el que es
inusual ver a la gente sonreír, pero es muy frecuente divisar en sus rostros cómo
se amotinan la amargura, la abulia, el pesar, el estrés, el distrés, el agobio,
el miedo, el cansancio. Recuerdo una sublime portada de una revista de
psicología. En ella aparecían dos enormes fotos colocadas a cada lado. En la
foto de la izquierda aparecía un grupo de niños jugando en el patio del
colegio. Todo era bullicio, júbilo, energía, sonrisas, movimiento. En la foto
de la derecha aparecía un vagón de metro de gente hacinada camino del trabajo.
Todo era lóbrego y estático. Rostros serios, adustos, con las comisuras de los
labios indicando tediosamente el suelo y desenmascarando una vida esclavizada y
abostezada. El titular de la página era antológico: «¿Qué ha pasado para llegar
hasta aquí?». Las posibles respuestas a esta interrogación conexan con el
sentido de la vida humana, la civilización del trabajo, el tamaño de las
plusvalías, la distribución de la riqueza, la inercia del mercado.
Al hablar de alegría me refiero al epítome de todas esas disposiciones en las
que aparecen el entusiasmo, la pasión, la efervescencia, el optimismo, el
júbilo, la fruición, el gozo, la diversión, la vocación, la levedad, el buen
humor, el carácter risueño, la tendencia creativa, o la embriagadora sencillez
de estar contentos. Estos dinamismos recuerdan al estado de flujo autopsiado
por Mihály Csikszentmihalyi, aquellas actividades que nos abducen tanto que
desaparecen la sensación de esfuerzo y la usura del tiempo. La alegría hace
ligero el vivir porque nos quita de encima el peso que adquieren las cosas.
Etimológicamente el término proviene del latín alacer, alacris, que
significa rápido, ágil, vivaz. En nuestro idioma se mantiene la palabra
alacridad, que el diccionario de la Real Academia define como alegría y
presteza del ánimo para hacer algo. A pesar de que la expresión «caerse el alma
a los pies» indica lo contrario, es muy descriptiva para entender la alegría.
La caída del alma no se debe a nuestra torpeza, sino a la carga excesiva que no
ha podido sujetar, es decir, a la pesadumbre, aquello que pesa y guarda mucha
gravedad. Entonces la vida ya no es ligera. Nos cuesta movernos. Nos cuesta
hacer las cosas. Ya no hay alegría.
El contrapeso de la alegría es la tristeza. Frente a la aparente inanidad
de la alegría, aparece la indiscutida sacralidad de la tristeza. Si la alegría
se activa ante una situación favorable para nuestros propósitos, la tristeza es
el resultado de lo contrario, cuando algo o alguien nos desposee de algo
sustancial para nosotros, disloca nuestra meta, interfiere en el cumplimiento
de nuestras expectativas, nos obliga a abdicar de nuestros deseos o a
reemplazarlos. Pero la tristeza alberga funciones adaptativas de primerísimo
nivel. Como escribí en La razón también tiene sentimientos (ver), «la
tristeza todo lo que toca lo convierte en alma». Es una pedagogía nada
desdeñable para conocer la territorialidad en la que confluyen emociones,
cognición, sentimientos, deseos, valores, creencias, experiencias. En el ínterin
de la tristeza se activan imprescindibles mecanismos autorreflexivos. Todo lo
ligado a la hiel de la tristeza nos retrae y nos exhorta a la interiorización,
a la atracción por las preguntas rutilantes, nos hace retractarnos de ideas que
considerábamos inobjetables, nos acerca a todo lo que el fragor diario de
tareas mecánicas e inaplazables ha convertido en desuso. A pesar de mi
vindicación de la alegría, recelo de los que muestran insensibilidad a la
tristeza, se avergüenzan de poder padecerla, o la vilipendian patologizándola
como inconsistencia psicológica. Ahora bien, una cosa es la utilización
profesoral de la tristeza y otra muy distinta es mortificarse con ella.
Sentir alegría cada vez que inauguramos un nuevo amanecer debería ser un hábito
contraído con nosotros mismos. Parece una hipérbole, pero no lo es. Basta con
que algo fracture la confortable cotidianidad en la que la vida se acurruca
para advertir que esa misma cotidianidad es un gozo milagroso. En su reciente
libro de aforismos, Tazas de caldo, Vicente Verdú señala algo análogo al
afirmar que «cuando uno se lamenta de que en su vida no pasa nada no sabe de
cuánto mal se libra». No habla bien de nosotros que solo valoremos las cosas
cuando la corriente las arrastra y nos aleja de ellas. Para docilizar la
alegría hace falta disciplinar la mirada, que es una manera poética de señalar
la importancia de jerarquizar axiológicamente la vida para después estratificar
las acciones y escalonar los propósitos. Hace unos años escribí que no hay ni un
solo ejemplo en toda la historia de la humanidad en el que alguien haya creado
algo valioso mientras bostezaba. Esta afirmación se puede parafrasear. Es
complicado hacer existir algo valioso si la alegría no comparece en el proceso.
Feliz verano a todos. Gracias por vuestros paseos lectores por este espacio.
Nos veremos a mediados de septiembre. Hasta entonces. Un abrazo.
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