Obra de Christophe Hohler |
La
polarización política consiste en la existencia de dos polos diametralmente opuestos,
cada uno de los cuales se considera en posesión de la opinión correcta en torno a un tema en disputa y cataloga como disparatada
la de su opositor. La disyunción es categórica y los aspectos de convergencia no existen puesto que entre los extremos no se levanta ningún campo de intersección. Al
volatizarse cualquier aspecto común no hay posibilidad para la
negociación y el acuerdo. Es una imprudente degradación de la calidad de la democracia. Los agentes
políticos compiten por el voto y esa competición ininterrumpida les obliga a hiperbolizar
sus diferencias y a teatralizar descarnadamente sus desprecios, incluso en menoscabo de una convivencia democrática con la que sus cargos contraen una elevadísimada responsabilidad. Aunque creamos que esta polarización solo afecta a la arena
política, su tribalismo discursivo permea subsiguientemente en la manera de procesar la información y formar la opinión de la ciudadanía. Cada vez es más usual detectar en las personas
gigantescas devaluaciones retrospectivas. La devaluación retrospectiva es un
sesgo consistente en aprobar o desaprobar una idea en función de quién la disemina. Un argumento que considerábamos encomiable deviene
despreciable al enterarnos de que proviene de una persona o grupo con el que no compartimos
ni simpatía política ni afinidades electivas. Y al revés, una ocurrencia que nos parecía errática la releemos como perspicua al advertir que la postula alguien de nuestro signo político. Resulta irrelevante el contenido de la idea, lo cardinal es quién la trae a colación y la defiende. Juzgamos en función de la ideología, no a
través de una evaluación deliberativa. Los que azuzan la polarización como estrategia electoral lo saben muy bien.
La
polarización perpetúa el sistema de creencias de tal modo que es sencillo
imaginar lo que pensará una persona con una creencia concreta con respeto a
otra creencia sin relación argumentativa alguna. La polarización alista en
las filas de unas ideas que jamás permitirán la más mínima concesión a las
ideas provenientes del bando contrario. Esta dicotomización de la realidad imanta las posturas
hacia una rigidez que insurge contra el pluralismo, el cambio, la ambivalencia, los clarosocuros deliberativos, la variedad de ideas, el poder
transformador de los argumentos, la
capacidad del conocimiento de falsarse a sí mismo, la admisión de opiniones nuevas y diferentes que mejoran a las que se albergaban. Dicho de otro modo, la polarización
contradice lo que quienquiera puede verificar en su vida
y en la de las personas con las que se relacione. A veces se
habla de radicalización entendida como polarización y no como un ir a la raíz
de las cosas. Aunque parezca contraintuitivo, en esta segunda acepción la agenda política cada vez está menos
radicalizada, porque en vez de acudir a la genealogía de los
asuntos se complace en construir eslóganes superficiales, descontextualizados y polarizantes. Quienes los enarbolan saben que
ir al tuétano de los asuntos conllevaría la deserción de esos votantes que se movilizan con soflamas viscerales y propenden al bostezo y la desafección cuando se les presentan argumentos detallados. Los mensajes emocionales no aportan
nada al pensamiento crítico, pero son perfectos para reforzar las ideas preconcebidas y activar los sesgos de confirmación de quienes en vez de como ciudadanía actúan como miembros de un club de
fans.
En el esclarecedor ensayo Pensar la polarización, el profesor Gonzalo Velasco Arias sostiene que «la
mediación digital ha modificado la forma de relacionarnos con el conocimiento y
con nuestra identidad». Su tesis es que la
polarización se nutre no de la incapacidad epistémica de las personas, sino de las
estructuras en las que se comparte la información y la interacción con esa
misma información. Las redes
sociales son lugares que facilitan la expresión emocional, pero no la
cavilación reposada y tranquila que requiere el conocimiento y la mirada analítica. En el ágora pantallizado no anida el saber experto, sino el de quienes ignoran el tamaño de su ignorancia, lo que les hace sobreestimar su conocimiento y atreverse a participar activamente con comentarios simplistas cargados de animosidad. De este modo las redes se pueblan de las opiniones de agentes epistémicos que adolecen de falta de saberes contrastados (efecto Dunning-Kruger). Pero es que incluso quien posee saber experto y se embarca en redes se ve obligado por la estructura de la intermediación digital a exponerlo de una manera que lo devalúa. Es
fácil volverse un hooligan en la cosmópolis digital porque la mayoría de la información y la opinión es acelerada, sucinta y superficial, aunque verse sobre temas profundos, sofisticados y de lenta deliberación. Son reductos ideales para a través
de un lenguaje moral y beligerante inducir emociones animosas e inculcar sentimientos
de aversión al otro. La ausencia de evaluación crítica, el enojo y una manera sencilla de responder reactivamente con la misma beligerancia recibida pivotan estos lugares en donde el diálogo se antoja una entelequia. Todo
se reduce a aceptar o rechazar ideas. Nunca a matizarlas, pormenorizarlas, contemplarlas
desde otras perspectivas. O sea, pensarlas.
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