Existe una
tristeza muy concreta que merece ser analizada con detenimiento. Se trata de la decepción
derivada de las distintas severidades de la competición social, la tristeza que
nace del incumplimiento de una expectativa enmarcada en el segmento público. Es
el malestar de una pretensión con perspectivas prometedoras que no ha podido
incursionar en la realidad. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity
la presenta como «una contrariedad que establece un hiato entre las acciones,
que no es una mera pausa sino una interiorización que permite volver a ponderar
lo querido y lo logrado». La muerte de
los macrorrelatos, que limitaban los deseos como una balaustrada, y la pregonada
versatilidad de la existencia, que permite ser trazada al antojo de la voluntad
personal, han hecho que las expectativas construidas sobre nosotros mismos y nuestra
cotización grupal se hayan disparado. También el aprieto de satisfacerlas. El
hedonismo consumista que instiga las necesidades ficticias, y el discurso
positivo que otorga a nuestra voluntad poderes omnímodos, favorecen que los
deseos se liberen peligrosamente y con ellos también las mortificaciones que
supone no colmarlos. Durkheim bautizó a esta dilatación inacabable del deseo
como «la enfermedad del infinito». Guilles Lipovetsky lo explica muy bien en La sociedad de la decepción: «Cuanto más
aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan
las arterias de la frustración. Los valores hedonistas, la superoferta, los
ideales psicológicos, los ríos de información, todo esto ha dado lugar a un
individuo más reflexivo, más exigente, pero también más propenso a sufrir
decepciones». Bajo el patrocinio de la decepción experimentamos que
no somos del todo. Un dolor que solo se erradica domesticando los deseos.
Todavía
hay que adicionar un elemento tremendamente mórbido que agudiza el sentimiento
de tristeza y lo mezcla con el de la culpa y la vergüenza.. El cada vez más arraigado lenguaje primario personaliza el fracaso
que supone incumplir las expectativas, limpia de sus cogitaciones toda cuestión de interdependencia y le atribuye al yo la integral responsabilidad de
todo lo que le acontece en la textura social. El pensamiento positivo postula que una expectativa se
puede alcanzar esgrimiendo la actitud adecuada. Apela a la ley de atracción, a
que atraemos lo que estamos pensando continuamente. Este credo y por
extensión la literatura de autoayuda pregonan una divisa aparentemente inocua y
muy tentadora para todo aquel que es abofeteado por la realidad: «Si te
esfuerzas, conseguirás lo que te propones». Basta con darle la vuelta a este
tópico indiscutido socialmente y releerlo en sentido negativo para comprobar el
sufrimiento que trae en germen: «Si no lo has conseguido, es porque no te has
esforzado lo suficiente». Cuando el
pensamiento positivo insiste en que si nos esforzamos seremos recompensados,
simultáneamente individualiza la culpa y exonera de todo compromiso a los
mecanismos sociales. Imputa toda la responsabilidad a cada uno de nosotros y
exime de ella al orden político y económico, los dos grandes quicios que
sostienen la estructura en la que convivimos como sujetos trabados a otros
sujetos. Todo lo negativo que le ocurra a uno se
debe a una actitud voluntaria de escasez de motivación y no a la forma de
articular el cuerpo social, un argumento propicio para inhibir la empatía
social y la reivindicación de justicia. Normal que multitud de personas autocensuren su tristeza. O censuren la de los demás.
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