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Hace unos años compartía públicamente la consigna «que se peleen las palabras
para que no se peleen las personas». Erróneamente creía que las palabras podían
pugnar por la defensa de una idea dispensando de daño tanto a quien las
pronunciaba como a quien las recibía. La
ecuación se asentaba en que quien esgrime
palabras se aparta voluntariamente de la utilización de la violencia. Sin embargo, hay palabras horriblemente dañinas que nada más ser
emitidas
laceran a las personas destinatarias (por eso precisamente se emiten). Esta laceración puede darse en los
círculos
de parentesco, en los de proximidad, o en la esfera pública donde interseccionan las vidas compartidas. Hay palabras que no solo
inducen a la
violencia, sino que en sí mismas son violentas. Palabras que cuando se
pelean zahieren, desavienen y ajan todo lo que señalan, palabras que más que excusar la
futura aparición de la violencia la prologan. Si las palabras se pelean en vez de abrazarse y bailar al compás de la ética, es cuestión de tiempo que las personas se acaben agrediendo. Hablando se entiende la gente, apunta el topos
coloquial, pero hablando la gente también se enciende, que es una situación contextual inspiradora para pretextar cualquier acción lamentable. Lo contrario de la violencia no es la palabra. Lo contrario de la violencia es la convivencia. Y la convivencia requiere del concurso de muchas palabras, pero sobre todo del afinamiento de los sentimientos buenos, de una ciudadanía cuidadosa con los intereses vitales de todas las personas que comparten ese espacio cívico, y a la vez crítica con los procesos y los entornos que lesionan esos sentimientos y la conformación de planes de vida dignos.
La violencia consiste en sabotear la capacidad autónoma de una
persona o un grupo de personas. Se puede compendiar en toda acción encaminada a doblegar
la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de
perjudicarlo. Su manifestación más brutal se produce a través del uso de la
fuerza o de la industrialización de la violencia encarnada en armamento
destinado a eliminar seres humanos. Legitimar la violencia es muy sencillo, de hecho, es muy inusual encontrar personas o unidades políticas que no la justifiquen
cada vez que la emplean. Legitimar la violencia
propia y desacreditar la ajena son las dos caras de una misma moneda. Sin embargo, quien valida una violencia está validando la que probablemente le devolverán bajo la rúbrica de la defensa, la represalia, la humillación, la justicia, etc., etc. La humanidad dispone de una biografía lo suficientemente copiosa para encontrar en ella millares de pruebas que refrendan que los seres humanos tendemos a comportarnos así. Y que cuando se instaura la violencia lo primero que se asesina es el razonamiento civilizatorio.
Desde la confortabilidad de la lejanía resulta descorazonador contemplar cómo se desencadena cualquier guerra cuando se sabe anticipadamente que toda la racionalidad científica al servicio de la destrucción y la muerte no va a solucionar el conflicto que la origina. Nadie resuelve una fricción empleando violencia, en todo caso termina la fricción sin resolverla. Mahatma Gandhi apuntó que lo que se obtiene con violencia solo se puede mantener en el tiempo con violencia, y se puede agregar que ese mantenimiento será a su vez contestado con algún estallido de violencia, que a su vez será reprimido con una cantidad de violencia mayor que la vez anterior, que legitimará más violencia reactiva, así en un virulento círculo de letalidad que a la vez que se extiende contrae cualquier vestigio de empatía y cordura. He aquí una cadena esquismogenética, un bucle del horror, la cancelación de cualquier posibilidad de convivencia. La solución de las fricciones humanas, que siempre florecen en el interior narrativo de nuestros cerebros, es monopolio exclusivo de la palabra educada. Recuerdo que en las charlas que pronuncié con motivo de la publicación del ensayo El triunfo de la inteligencia sobre fuerza solía afirmar que sabía perfectamente en qué lugar del mundo estallarían las futuras guerras. Era un enunciado provocador para desperezar la curiosidad: «Las futuras guerras se desencadenarán allí donde el conflicto ha terminado, pero no se ha solucionado». Y añadía: «Los conflictos solo se solucionan cuando comparece la palabra dialogada que escucha y atiende los intereses de las partes implicadas».
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Hace unos años solía vindicar «que se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Es un signo civilizatorio que las personas desestimen el uso de la fuerza y se acojan a la jurisdicción de las palabras para tratar de arreglar sus desavenencias. Cuando soltaba esta frase en cursos, talleres o conferencias veía que la gente asentía con la cabeza mostrando su conformidad. Sin embargo, las cosas no son tan simples. Cualquiera dispone de bagaje vital suficiente para admitir que cuando las palabras se pelean es cuestión de un breve lapso que las personas que las pronuncian se acaben peleando también o, si no se pelean, lastimen la relación o directamente la cancelen. Hay palabras tan violentas como la propia violencia física. Lo contrario de la violencia no es la palabra, como se nos repite con gastada frecuencia, lo contrario de la violencia es la convivencia. Si alguien nos suelta una precipitada retahíla de palabras hirientes, palabras que quebrantan nuestro autoconcepto y nuestra dignidad, el corazón humano está programado para bombear irascibilidad, para que los sentimientos de apertura al otro se replieguen y dejen apresurado paso a los de clausura y su enorme atracción por el desenvolvimiento animoso y combativo en aras de restituir el equilibrio perdido. Una palabra inapropiadamente beligerante puede ser motivo más que suficiente para que dos personas se acaben haciendo mucho daño. Por culpa de una palabra fuera de lugar se puede matar a un ser humano, pero también por culpa de una palabra oprobiosa se puede declarar una guerra en la que acaben muriendo miles de personas. Todo este marasmo reflexivo irrumpe en mi cabeza al encontrarme la siguiente reflexión en el precioso libro, un regalo de reyes, Otra vida por vivir de Theodor Kallifatides. El escritor griego afincado en Suecia pone en boca de su madre la siguiente luminosa sentencia: «Las palabras no tienen huesos, pero pueden romperlos».
Se le atribuye
a Voltaire la aseveración «no estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi
vida su derecho a decirlo». Que uno tenga derecho a opinar no significa que pueda tomarse la licencia de elegir palabras animosas o lesivas cuando opte por emitir su opinión. La libertad de expresión que enarbola la
sentencia de Voltaire vincula con el derecho a ser críticos, con tolerar el cuestionamiento de los discursos hegemónicos para no caer ni en el dogmatismo ni en la momificación de las ideas, pero no con el uso de la humillación, el
desprecio, la vejación, la ridiculización, la palabra que destila deliberada hiel, la palabra con vocación de provocar gratuito dolor. No se
trata de limitar la libertad de expresión, se trata de que bajo la prerrogativa
de ese derecho no nos volvamos groseros, zafios o crueles. Theodor Kallifatides
nos dice unas páginas más adelante que «una cultura no puede ser juzgada solo por las libertades que se
toma, también se juzga por las que no se toma». A las personas les ocurre lo mismo. No solo se nos puede juzgar por las palabras que decimos, también por aquello que podemos decir pero que omitimos por considerarlo irrespetuoso. Quienquiera es libre de ser maleducado, pero habla muy mal de una persona que pudiendo ser educada no lo sea. El sociólogo Erving Goffman llamaba deferencia negativa justo al comportamiento contrario, al de quienes pudiendo emplear palabras graves y duras para reprobar conductas deplorables, sin embargo optaban por palabras atentas y fraternales. Ser deferente en su dimensión negativa es tener motivos para zaherir con palabras terroríficas y no hacerlo, porque ninguna reprobación está por encima del respeto que toda persona merece por el hecho de ser una persona.
Las cosas se pueden decir de muchas maneras, pero aquella por la que finalmente nos decantemos será la que nos ornamente por fuera y nos instituya por dentro. A veces nos camuflamos en las palabras, pero a veces son las propias palabras las que nos desenmascaran y muestran con descarnada transparencia quiénes estamos siendo en el momento en que las hacemos fonación. Un insulto o una imprecación es inmundicia verbal que ensucia a quien la pone en su boca, no al que la recibe en sus tímpanos. Se puede caer muy bajo pronunciado una palabra, pero también se puede ser muy elegante eligiendo una formulación de palabras que afirmen lo mismo sin necesidad de ensuciar ni encanallar la interacción. Cualquier persona tiene libertad para sentir y usar palabras que pueden hacer mucho daño, y, precisamente porque cualquiera tiene esa libertad de sentirlas y elegirlas, la persona bien educada no las utiliza, porque sabe muy bien que «las palabras no tienen huesos, pero pueden romperlos». Disponemos de excedente de capital empírico para anticipar que si elegimos palabras con significados lacerantes estropearemos indefectiblemente la convivencia sin la cual la vida humana no puede ser humana. ¿Cuál es el limite que le debemos poner a las palabras? Theodor Kallifatides lo tiene muy claro: el Otro. Y unas líneas más abajo apostilla: «Naturalmente puedes ignorarlo, pero eso tiene consecuencias. Una de las más comunes es la hostilidad, el odio y, en algún momento, incluso la guerra».