Obra de Javier Arizabalo |
El primer axioma de la teoría de
la comunicación humana de Paul Watzlawick señala que es imposible no comunicar. Creo que
la afirmación es más exacta sin canjeamos el verbo comunicar por el de
informar. En la comunicación hay intención de trasvasar información, pero en
muchas ocasiones transmitimos información de nosotros mismos a los demás sin
necesidad de comunicar nada. Al tener valor como mensaje, cualquier minúscula interacción informa de algo
de nosotros, aunque si
fuéramos más precisos tendríamos que matizar que más
que informarles se informan ellos. En esta trashumancia de información el observador mediatiza lo observado y sesga ineluctablemente cualquier conclusión. En su ensayo sobre conducción de disputas y comunicación Marines Suares cita al psicoterapia Bradfor
Keenay para explicar que en vez de datos deberíamos hablar de captos por la sencilla razón de que
estamos captando la realidad y construyéndola. En esa construcción interviene
el dispositivo emocional, la cognición, todo el aparataje sentimental, la rutinización del sistema de creencias, el
capital empírico, la irradiación axiológica, la estratificación de valores éticos y personales, la
constelación de deseos, la fuerza palpitante de las expectativas, el componente
nada desdeñable de la irracionalidad. Kant ya advirtió la diferencia entre la
realidad (el incognoscible noúmeno) y lo observado en ella (el fenómeno). Humberto Maturana expresa parecida bifurcación epistemológica cuando habla de
realidad entre paréntesis y realidad sin paréntesis. Por mucha distancia analítica que tomemos, cualquiera de nosotros solo percibe
la realidad entre paréntesis. La explicación es muy fácil. El paréntesis somos nosotros.
Si aplicamos esta constatación al
proceso comunicativo, tenemos que anunciar que los demás, más que escuchar lo que
encapsulamos en nuestras palabras, se dedican a interpretarlas. Nuestra realidad
es captada por nuestro interlocutor, pero al captarla, la desedimenta y la amolda
a sus esquemas autorreferenciales. En este automatizado proceso, el sujeto convierte en objeto nuestras palabras y las poluciona inconscientemente, las sesga, las evalúa con el mismo criterio que instala su existencia en el mundo de la vida. Aquí radica la explicación de que
cualquier crítica revela más del crítico que de lo criticado. Lo cardinal
por tanto en la acción comunicativa no es solo lo que decimos, es sobre todo lo que
interpretan quienes nos escuchan. Existen dos tesis de alta nocividad que se
propagan alegremente en cursos de comunicación y habilidades sociales que
entroncan con lo que yo intento explicar aquí. En la primera se pregona que «no es verdadero
lo que dice A, sino lo que entiende B». Es una frase muy llamativa, pero es muy
difícil aceptarla como cierta. Hacerlo sería admitir el papel periférico del
que habla frente al papel estelar del que escucha. Lo que dice A puede ser un
enunciado cuya verdad o falsedad se puede demostrar y, sin embargo, lo que
entienda B sea algo por completo desconectado de lo que dijo A. Otra cosa muy
distinta es defender que «en una acción
comunicativa es importante lo que dice A, pero es muchísimo más importante saber lo
que entiende B».
La segunda tesis postula que «cuando B interpreta erróneamente
un mensaje de A, la responsabilidad es siempre de A». Es una sentencia inicua que condena al hablante por la acción de alguien que no es
él. Aun partiendo de la buena voluntad de B a la hora de interpretar el mensaje
de A, si el mensaje se distorsiona en su recepción, la responsabilidad siempre es del
distorsionador, no del que emite el mensaje. El principio rector de la acción comunicativa ha de responsabilizar a uno del control de lo que afirma, pero no de lo que entiende el otro cuando la idea migra a sus tímpanos. Somos propietarios exclusivos de nuestras
palabras, pero no de las conclusiones que alcancen quienes absorben nuestros argumentos. Dándole la vuelta al célebre aforismo de Shakespeare, prefiero ser esclavo de mis
palabras que rey de las interpretaciones que hagan los demás de ellas. Aunque se
podría añadir una puntualización. Somos responsables de lo que decimos, pero también de lo que el otro entiende, cuando, pudiéndolo llevar a cabo, desatendemos voluntariamente el necesario hábito discursivo de averiguar si existen unos mínimos de concordancia entre lo afirmado y lo interpretado. A pesar de esta saludable prescripción, resulta ineludible aceptar la existencia de un hiato entre nuestras afirmaciones y el significado que tienen para nuestro interlocutor. Nuestra realidad observada o comunicada es, en su pura totalidad,
inextricable para el que la observa o para el que la oye. Solo puede acceder a una estimación. Solo puede captar el
fenómeno, pero no el noúmeno del que nos hablaba Kant hace doscientos años.
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