martes, noviembre 07, 2023

Las nuevas soledades y el deseo de desaparecer

Obra de Karin Jurick

Hegel sostenía que es necesario ser dos para ser humano. Esta puede ser una de las razones por las que la soledad no deseada opera como un agente patógeno que hostiga a quienes la padecen recordándoles dolorosamente su incompletud. En nuestros días la soledad atenta contra la congénita sociabilidad humana sin ningún atisbo de oposición. Al contrario, su expansión no da tregua. En algunos países la situación es tan grave que se está contemplando la posibilidad de crear un Ministerio de la Soledad. Cada vez estamos más conectados, pero cada vez nos sentimos más aislados. Los dispositivos digitales nos anudan a los demás y simultáneamente nos separan de ellos. En épocas arcaicas, nuestros ancestros conocían a todas las personas de su tribu, nosotros ahora desconocemos a la inmensa mayoría de nuestro entorno, incluido el vecindario con el que compartimos portal. Pero la soledad avanza no solo porque las multitudes son cada vez mayores y por lo tanto también lo es el anonimato de las personas con quienes nos cruzamos en ciudades que desbordan la escala humana, sino porque las demandas psíquicas del mundo contemporáneo se han exacerbado. La soledad crece por fuera, pero sobre todo por dentro.

El filósofo francés David Le Breton afirma que «la tarea de ser un individuo es cada vez más complicada». El empleo y la inestabilidad, inseguridad y precariedad que trae adjuntas, las relaciones instrumentales exentas de afecto que propicia el trabajo, la sumisión desmotivadora y alienante que nos produce el temor al despido o a la reducción de plantilla, la desconfianza que patrocinan los entornos descarnadamente competitivos, la conversión de los demás en rivales, la usurpación de tiempos, espacios y motivaciones por parte de la actividad productiva en detrimento de la electiva, el endurecimiento de las condiciones sociales y económicas para sufragar lo imprescindible de la existencia, todo este repertorio de trabas deseca las relaciones personales y fomenta la soledad. Los macrorrelatos que otrora otorgaban aclaraciones y sentido han finiquitado, y la única explicación de la vida es lo que  haga con ella nuestro yo atomizado mientras compite con los demás por su superviviencia y su bienestar. La despolitización del mundo hace que las soluciones a problemas sociales sean soluciones individuales que a su vez pugnan contra las soluciones individuales del resto, y culpabilizan a quienes no las alcanzan. Es un escenario fructífero para que la soledad arponee el corazón humano. La psicóloga también francesa Marie-France Hirigoyen estudió este paisaje y lo tituló con el atractivo nombre de las nuevas soledades.

Las personas estamos solas con el peso de una responsabilidad que sentimos ajena y abrumadora: la identidad como proyecto autárquico, las exigencias de reinvención, las apariencias, los convencionalismos, el reconocimiento, el permanente entrenamiento de nuevas habilidades, la pugna meritocrática, la disponibilidad laboral plena, la renovación de entusiasmo para encarar tareas que serán retribuidas con el propio entusiasmo pero no con dinero, la lucha por la visibilidad, el acopio competitivo de likes, la ilusión por proyectos que siempre postergan la estabilidad, la sobrecarga de tareas, las violencias estructurales, la ausencia de relatos que brinden sentido más allá de los del pensamiento positivo y la autoayuda. Le Breton afirma que el deseo de desaparecer se yergue como ejercicio encargado de quitarse de encima el esclavizante peso de una vida que no nos agrada y en cuyas pautas nuestra voluntad apenas interviene. Desaparecemos porque sentimos hastío de ser quienes los estándares nos obligan a ser para no perder valor en el mercado, o porque queremos ser la persona que no somos, o porque el sí mismo en el que nos hospedamos nos extenúa y mantiene lancinantes descompensaciones entre lo que nos exige y lo que nos reembolsa. Le Breton denomina blancura a este instante de evaporación en la que la persona se escinde de sí misma. 

La blancura puede parecer una experiencia sobrenatural y poética, pero es terrenal y muy prosaica. Puede emerger con la ingesta desmesurada de alcohol. La adicción a sustancias. La diáspora del fin de semana y los períodos vacacionales. Los maratonianos encadenamientos de series en plataformas. La adicción a las redes sociales. La exhibición narcisista en las pantallas. El empacho de videojuegos. La ludopatía en las casas de apuestas. La bulimia consumista. Las pastillas para dormir y los ansiolíticos para vivir. Las jornadas laborales de un estajanovismo deliberado para hurtarle tiempo a un hogar que desagrada. La fatiga a través del ejercicio físico para un borrado momentáneo. La nueva religión de la autoayuda y su fijación enfermiza por una felicidad inalcanzable. El atrincheramiento en casa. La cíberdependencia. Todas son acciones que tratan de amortiguar la vulnerabilidad humana, que es ontológica, la precariedad, que es política, y los imperativos de una lógica aliada con el mercado y enemiga de lo humano. Son medidas aparentemente balsámicas en el corto plazo pero muy corrosivas en el largo. Los malestares sólo se atenúan con el apoyo mutuo, el cuidado público, la politización de los problemas, los vínculos afectivos, el fomento de sentimientos de apertura al otro. Cuando ese otro desaparece, no falta nada para que nosotros también queramos desaparecer.  No hay nada más útil para un ser humano que un ser humano. La frase no es mía. Pertenece a Spinoza.

 


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martes, octubre 31, 2023

«La cultura no es un lujo, es un recurso vital»

Obra de Paola Wiciak

En su último libro, Los hombres no son islas, el recientemente fallecido Nuccio Ordine sostenía que la sabiduría no es una ciencia productiva. El saber no puede servir exclusivamente a empeños tan prosaicos como el provecho monetario o la ampliación de posibilidades laborales. Líneas más adelante se ratificaba en su idea: «el auténtico conocimiento no sirve porque no es servil, nos ayuda a ser mejores».  Es un argumento análogo al que trazó en el libro que le donó celebridad, La utilidad de lo inútil.  Por paradójico que pueda parecer, el conocimiento no es utilitarista, aunque no hay nada más útil que el conocimiento. La noción de utilidad en la civilización del empleo y la técnica reduce el conocimiento a instrumento para optar a una empleabilidad con alto valor de uso en el mercado. En palabras de Aristóteles la filosofía no sirve para nada, porque no es un medio, es un fin en sí mismo. Pensar no es un instrumento al servicio de algo concreto, sino que el propio despliegue del pensamiento es un fin en sí mismo que modula el carácter y la mentalidad de la persona.

El pasado miércoles 25 de octubre el catedrático de Teoría de la Literatura Antonio Monegal obtuvo el Premio Nacional de Ensayo con su obra Como el aire que respiramos: el sentido de la cultura (Acantilado, 2022). En las páginas del libro desgrana diferentes nociones de cultura que la asientan como un fin en sí misma muy parecido al que Aristóteles confería al pensamiento y Ordine a la literatura: «la cultura es toda forma de estar en el mundo, cómo los seres humanos organizan su existencia», «vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida», «la cultura actúa como determinante de los procesos de construcción de sentido y relación con el entorno». Me resulta muy audaz la definición que aparece al final del ensayo: «Es el sistema mediante el que se construyen, expresan, organizan y negocian diferencias, identidades, relatos, conflictos y formas de convivencia. Reconcilia los desajustes entre el ser humano y el mundo, modula el horizonte de lo posible y nos invita a enunciar anhelos utópicos»

En el ensayo premiado el profesor Antonio Monegal sostiene que cada vez que problematizamos en torno a la cultura erramos en la formulación de la pregunta. En vez de preguntar para qué sirve la cultura, la interrogación más pertinente debería orbitar sobre qué hace la cultura con las personas. «Preguntarse qué hace la cultura es desplazar el debate desde el cuestionamiento del valor hacia la determinación de sentido». Al proveernos de interrogantes sobre qué hace la cultura con las personas, el escrutinio propio de la racionalidad neoliberal (que relee cualquier orden humano en términos de coste y beneficio económico)  no es pertinente. No podemos constreñir la cultura a mercancía degradada a entretenimiento, actividad lucrativa o patrimonio que explotar a través del turismo. La pregunta sobre qué nos hace la cultura la eleva a condición connatural del hecho de existir. El título del libro nace de esta atestiguada certeza, porque compara la cultura con el aire que nos confiere poder estar vivos. «La cultura es un vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida. La cultura es un bien común». Unas páginas después el autor vuelve a hacer hincapié en este aspecto: «la cultura no es un lujo, es un recurso vital». 

Nada más recibir el galardón, Monegal detalla un poco más esta visión omniabarcativa en una entrevista concedida a La Vanguardia: «La gente habla del mundo de la cultura separado del resto. Para mí el mundo de la cultura es el mundo, no hay un mundo fuera de la cultura. Hemos de preocuparnos si consideramos que puedes encontrar mejores modelos de vida y mayores recursos para aprender empatía, solidaridad y comprensión del punto de vista del otro en la literatura o en ciertas películas que simplemente mirando la información que te llega por TikTok». Fernando Savater sostiene que la cultura sirve para disfrutar con muy poco dinero de una amplia panoplia de cosas, aseveración muy atinada que se puede conjugar con la de Kierkeegard, que arguyía que la cultura es una manera de apreciar lo sublime en lo mundano. Cuando uno tiene la capacidad analítica de ver lo extraordinario en lo ordinario puede vivir asiduos episodios de delectación extrema sin la intermediación monetaria.  El escritor y poeta Antonio Lucas posee un repertorio de definiciones de cultura comprimido en el texto que escribió para el libro compartido Perder la gracia. Con su reluciente prosa nos dice que «la cultura entrega utensilios para consolidar la voluntad propia»,  «la cultura no es un espacio excluyente o sagrado, sino el camino natural para tomar conciencia de lo que somos». En un mundo saturado de saberes instrumentales resulta difícil entender que la cultura abastece a las personas de estructura y criterio crítico de sentido. Como el ser humano es un ser en tránsito uncido a su propia autodeterminación, saber elegir es la tarea más medular de todas con que la vida le confronta. «La cultura sirve para enriquecer el horizonte de lo posible», escribe Monegal. No hay propósito más elevado al que podamos aspirar. Individual y colectivamente.

 
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