martes, febrero 06, 2024

Una de las peores experiencias: la indefensión aprendida

Obra de Lydia Benady

En el incisivo ensayo Infoxicación. Identidad, afectos y memoria; o sobre la mutación tecnocultural, se afirma que la apatía es el peor de los estados anímicos imaginables. Su autora, la joven filósofa Margot Rot, define la apatía como «indiferencia y compulsión, la apatía detiene el deseo y, en ocasiones, lo colma en un objeto de satisfacción sin horizonte». La apatía nos secuestra, instaura la cancelación de las pasiones y nos hurta de una habitabilidad agradable en el mundo. A pesar de la naturaleza jibarizadora de la apatía, creo que existe un lance más deletéreo con el que una persona se puede tropezar en su itinerario biográfico. En numerosas conversaciones coloquiales he mantenido que una de las experiencias más aciagas que le puede suceder a una persona es incurrir en un episodio de indefensión aprendida, si el episodio es medular para su historia de vida. La indefensión aprendida opera cuando se deja de actuar sobre una situación adversa porque se anticipa que el resultado de la acción no modificará la situación, exactamente igual que ocurrió en las anteriores veces. La reiterada movilización de recursos volitivos y epistémicos no desplaza lo que acontece hacia lugares más plausibles. Llega un momento en que la persona suspende la voluntad y acepta la inevitabilidad de ese acontecimiento que le lacera, le resta posibilidades, lo entierra en vida.  No es apatía, es rendición. En la apatía no hay dolor, en los momentos germinales de la claudicación, sí.

A juicio del filósofo Albert Lladó, «la realidad no necesita realismo». Cierto, la realidad apremia imaginación y narratividad sobre lo posible para transformarla en una aliada de nuestros intereses. Sin embargo, en la indefensión aprendida la realidad desborda tanto realismo que desemboca en petrificación e inmovilismo. La indefensión aprendida destruye la imaginación, mella los recursos proyectivos, nubla los horizontes de posibilidad, erradica la elucubración de táctica, anega a la persona de una inoperatividad que inspira el desestimiento y la renuncia. La indefensión aprendida instaura el cierre de pensar como herramienta de transformación y cercena la disposición a cualquier cometido susceptible de agregar mejoras. Si educar es acompañar para sacar lo mejor de cada persona desde dentro hacia afuera, la indefensión aprendida introduce lo peor desde fuera hacia dentro. Este horrible mecanismo es extrapolable tanto a experiencias del círculo íntimo como a experiencias de acción política. 

La indefensión aprendida engendra aprendizaje (nefasto) y memoria (malos recuerdos). Ante la adversidad, la memoria evoca la inutilidad de esfuerzos pretéritos y declina operativizarlos ahora. Colige como más inteligente transigir y ahorrar una energía que acaso sea necesaria en futuros eventos en los que sí se posea capacidad autodeterminadora. De este modo la narratividad en la que nos subjetivizamos nos insta a la capitulación, a un no hacer nada y no esperar nada porque nunca ha pasado nada cuando hemos cumplido lo que se nos demandaba para aspirar a esperar algo. Llegados a este punto cualquier enunciación se orienta a validar la inacción, a pretextar que hacer algo es inservible como lo fue en infértiles oportunidades pasadas. Esta entrega no responde a haraganería ni a procrastinación, ni a indiferencia ni a postergación, es la disolución de una voluntad que se acusa a sí misma de estéril frente al fenómeno que le interpela. La disposición anímica se volatiza y la esperanza, contraviniendo el lugar común, es lo primero que se extravía.

La voluntad deviene impotencia solidificada en irresolución. Se incoa una voluntad sin voluntad confinada en un totalizador horizonte de imposibilidad, una coalición de impotencia (la experiencia de quien se resiste a admitir que las cosas acaecen de ese modo, pero no puede impedirlo) y capitulación (aceptación contra el propio deseo de un curso de acción por parte de quien se admite inerme para detenerlo, o para encauzar su trazabilidad en otra dirección). El aprendizaje de la indefensión inoperatiza a la persona degradándola en sujeto pasivo al albur del decurso de un acontecer adverso que desborda sus mecanismos de influencia y control.  Si la curiosidad es el deseo de ensanchar el horizonte epistémico, en el momento en que se instaura la indefensión aprendida en los esquemas de pensamiento se cancela la curiosidad y se conmuta en vana. Se está en el mundo, pero con la disposición afectiva de saberse sin agencia y sin herramientas para intervenir sobre él. La persona declina participar sobre sí misma. Pessoa susurró que el aburrimiento es la grave enfermedad de sentir que no vale la pena hacer nada. Se equivocó. Llamó aburrimiento a la indefensión aprendida.

 
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martes, enero 30, 2024

Frente al valor de la libertad, el de la autonomía

Obra de Lydia Benady

La semana pasada me entrevistaron en una sección de videoconferencias destinadas a adolescentes. Me preguntaron qué le diría a una persona adolescente sobre la libertad. Salté como un resorte. La palabra libertad me incomoda porque el abuso de su mal uso la ha degradado hasta convertirla en el culmen justificado del egoísmo. Cuando se apela a ella desparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad cívica. Nos introduciría en un peligrosísimo atolladero ciudadano. Si la libertad se yergue en el valor máximo al que ha de supeditarse el resto de valores, la convivencia (entendida como la articulación armónica de existencias dispares) se tornaría imposible. Si cada persona exigiera cumplir su pliego de demandas desiderativas en nombre de la libertad (en un momento epocal en el que el deseo está exacerbado como nunca en la historia de la humanidad por los sistemas de la producción y la financierización), vivir conllevaría colisionar permanente y violentamente con los deseos, igualmente hiperestimulados, de los demás. Tejer comunidad devendría quimérico. La irrestricta libertad del deseo nos abocaría a muchos problemas y no erradicaría ninguno.

El equívoco que trae adjuntado la palabra libertad es tan mayúsculo que en ocasiones se cita para pronunciar aseveraciones de una insensata trivialidad argumentativa. Hace poco se hizo célebre la definición esgrimida por una representante política con un apabullante liderazgo social en la que consideraba que ser libre es poder tomarte una caña. Frente a la confusa palabra libertad, es preferible la de autonomía.  Etimológicamente autónomo deriva de auto -uno mismo- y nomos -ley-. Significaría la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma. Yendo un poco más lejos, autonomía quiere decir la capacidad de brindar propósitos a nuestra vida elegidos por nuestra volición. Libertad no es hacer lo que le plazca a una persona, sino algo bastante más elevado: es darle a la vida un sentido tan apasionante que se desee el apremiante advenimiento de un nuevo día, y que ese sentido personal confraternice con la vida de los demás. Como explica José Antonio Marina: «Limito mi libertad porque me parece bueno compartir mi vida con otras personas». La libertad es establecer marcos políticos que ofrezcan posibilidades autónomas a la ciudadanía.

Hay que recordar que los nexos sociales restringen el campo de acción, pero en simultáneo ensanchan sobremanera la autonomía. Es la grandeza de la interdependencia. La reducción del tamaño de la libertad en favor de un espacio compartido agiganta el tamaño de la autonomía. El mecanismo es a la vez portentoso y sencillo. Para satisfacer las necesidades vitales sin las cuales la existencia se malograría y fenecería, se requiere del concurso de los demás, y gracias a garantizar estos mínimos podemos aspirar a elegir unos máximos: el contenido de aquello que vincula con lo más profundo y alegre de nuestro ser. Si «mi libertad acaba donde empieza la de los demás», «mi autonomía empieza donde acaba la necesidad». Esta necesidad solo se cubre con la participación política de una comunidad que emplee sus recursos en cuidar las circunstancias y los contextos de sus miembros. Recuerdo una preciosa definición de Spinoza sobre la libertad: se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Una persona accede al acto libérrimo por excelencia cuando puede desobedecer aquellos deseos que le empequeñecen y que le elicitan sentimientos de clausura al otro. Es una persona autónoma quien posee la capacidad de colocar la atención allí donde lo decida su voluntad porque apunta hacia lo que le hará ser mejor. No creo que haya acción ni más libre ni más inteligente.


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