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martes, enero 30, 2024

Frente al valor de la libertad, el de la autonomía

Obra de Lydia Benady

La semana pasada me entrevistaron en una sección de videoconferencias destinadas a adolescentes. Me preguntaron qué le diría a una persona adolescente sobre la libertad. Salté como un resorte. La palabra libertad me incomoda porque el abuso de su mal uso la ha degradado hasta convertirla en el culmen justificado del egoísmo. Cuando se apela a ella desparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad cívica. Nos introduciría en un peligrosísimo atolladero ciudadano. Si la libertad se yergue en el valor máximo al que ha de supeditarse el resto de valores, la convivencia (entendida como la articulación armónica de existencias dispares) se tornaría imposible. Si cada persona exigiera cumplir su pliego de demandas desiderativas en nombre de la libertad (en un momento epocal en el que el deseo está exacerbado como nunca en la historia de la humanidad por los sistemas de la producción y la financierización), vivir conllevaría colisionar permanente y violentamente con los deseos, igualmente hiperestimulados, de los demás. Tejer comunidad devendría quimérico. La irrestricta libertad del deseo nos abocaría a muchos problemas y no erradicaría ninguno.

El equívoco que trae adjuntado la palabra libertad es tan mayúsculo que en ocasiones se cita para pronunciar aseveraciones de una insensata trivialidad argumentativa. Hace poco se hizo célebre la definición esgrimida por una representante política con un apabullante liderazgo social en la que consideraba que ser libre es poder tomarte una caña. Frente a la confusa palabra libertad, es preferible la de autonomía.  Etimológicamente autónomo deriva de auto -uno mismo- y nomos -ley-. Significaría la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma. Yendo un poco más lejos, autonomía quiere decir la capacidad de brindar propósitos a nuestra vida elegidos por nuestra volición. Libertad no es hacer lo que le plazca a una persona, sino algo bastante más elevado: es darle a la vida un sentido tan apasionante que se desee el apremiante advenimiento de un nuevo día, y que ese sentido personal confraternice con la vida de los demás. Como explica José Antonio Marina: «Limito mi libertad porque me parece bueno compartir mi vida con otras personas». La libertad es establecer marcos políticos que ofrezcan posibilidades autónomas a la ciudadanía.

Hay que recordar que los nexos sociales restringen el campo de acción, pero en simultáneo ensanchan sobremanera la autonomía. Es la grandeza de la interdependencia. La reducción del tamaño de la libertad en favor de un espacio compartido agiganta el tamaño de la autonomía. El mecanismo es a la vez portentoso y sencillo. Para satisfacer las necesidades vitales sin las cuales la existencia se malograría y fenecería, se requiere del concurso de los demás, y gracias a garantizar estos mínimos podemos aspirar a elegir unos máximos: el contenido de aquello que vincula con lo más profundo y alegre de nuestro ser. Si «mi libertad acaba donde empieza la de los demás», «mi autonomía empieza donde acaba la necesidad». Esta necesidad solo se cubre con la participación política de una comunidad que emplee sus recursos en cuidar las circunstancias y los contextos de sus miembros. Recuerdo una preciosa definición de Spinoza sobre la libertad: se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Una persona accede al acto libérrimo por excelencia cuando puede desobedecer aquellos deseos que le empequeñecen y que le elicitan sentimientos de clausura al otro. Es una persona autónoma quien posee la capacidad de colocar la atención allí donde lo decida su voluntad porque apunta hacia lo que le hará ser mejor. No creo que haya acción ni más libre ni más inteligente.


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martes, noviembre 15, 2022

«Los deseos no envejecen, a pesar de la edad»

Obra de Alice Neel

Ayer fue mi cumpleaños. Nietzsche escribió acertadamente que tenemos la edad de nuestros deseos.  Es una sentencia muy hermosa y muy útil para dar la bienvenida a la nueva edad con su nuevo y siempre sorprendente guarismo. Battiato cantó en La estación de los amores que hay deseos que no envejecen a pesar de la edad. Esta longevidad de determinados deseos se puede aprovechar como fuente inagotable de alegría. Como un deseo relega a otro deseo en un interminable proceso que puede provocar una dolorosa hemorragia de deseos, y por tanto anexar una insatisfacción crónica, secularmente el deseo se ha mirado con mucho recelo filosófico. Acerco aquí una reflexión de Sapolsky para resumir lo que quiero expresar. «Nuestra tragedia humana más frecuente es que cuanto más consumimos, más hambrientos estamos». Dicho con el vocabulario de este artículo: cuanto más deseamos, más nos esclaviza el deseo. Lo celebratorio y encomiástico es que el deseo no es solo suplir una ausencia, como nos recuerda recalcitrantemente el lenguaje publicitario al enfatizar lo que nos falta, también es complacerse de una presencia. André Comte-Sponville desentrañó en uno de sus ensayos el secreto vital que supone aprender a desear lo que ya se tiene, que es una rotunda definición  de disfrutar. Desear lo que se tiene es desear seguir haciendo lo que ya se hace, que también sirve para explicar qué es el entusiasmo. Spinoza nos habló de la fuerza centrífuga del deseo, el conatus, afirmando que todo en el ser humano es deseo, una inclinación inercial y envolvente que nos lanza hacia adelante. Ese deseo o conatus es una energía inherente que podemos utilizar en beneficio propio si la orientamos en una dirección adecuada. Pero puede devenir problemática y desvencijarnos si la dirigimos hacia lugares improcedentes. Este punto es crucial. Acabamos de saltar de la biología a la ética.  

Platón enunció que educar es educar deseos, y aprender, una vez eliminada la hojarasca pedagógica que sepulta lo verdaderamente medular del magisterio de la vida, se puede resumir en desear lo deseable. En un mundo en el que parece que existe una inflación de deseos, pero simultáneamente una deflación del deseo, no hay que solicitar la derogación del deseo (en singular), sino jerarquizar deliberativamente los deseos (en plural), mantener viva la capacidad desiderativa y hacerla dialogar con la capacidad crítica. Incorporar la fuerza del deseo (in-corporar es hacerla cuerpo, fundirla en la subjetividad que somos) al día a día en el que late la vida, pero deliberando en torno al contenido y la estratificación del propio deseo. Cuando se habla de educar en valores lo que se quiere decir es educar en jerarquizar y autorregular deseos. La gobernabilidad del deseo no es fácil cuando en la sociedad de mercado hay una igualación entre deseo y necesidad, y tanto las lógicas de la producción como las de la financiación azuzan el deseo humano hasta convertirlo en indomable y déspota. Lo inducen a una impulsividad que deplora el límite y que lejos de proveer alegría inflige subyugaciones y sufrimiento.

De entre todos los deseos concedo centralidad al deseo de aprender, pero no aprender saberes técnicos o prácticos orientados a crear o modificar objetos, ni herramientas sofisticadas para optimizar nuestro ya insorteable vínculo con la omniabarcante digitalización. Me refiero a despertar todas las mañanas con ganas de curiosear con qué cosas nos agasajará el día que empieza a asomarse, y cómo podremos metabolizarlas para que al acabar la jornada seamos personas más inteligentes y bondadosas. Aprender es apropiarse de lo que enseña el mundo con el fin de utilizarlo para instalarnos en él de un modo más emancipador y amable, y simultáneamente crear condiciones de posibilidad para que los demás puedan aspirar a lo mismo si lo consideran oportuno. Cuando ayer mi compañera me exhortó a pedir un deseo antes de soplar las velas de la tarta de cumpleaños, no pensé en nada de todo lo que acabo de escribir, aunque quizá sí  lo tuve en cuenta sin ser muy consciente de ello. Pedí que mi nueva edad y mis deseos se llevaran bien.

 

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