martes, abril 30, 2019

En el pensar todos somos principiantes

Obra de Silvio Porzionato
Últimamente comienzo mis conferencias señalando la relevancia de pensar. Da igual de qué vaya a hablar. Sea el tema que sea lo prologo con una loa a la labor de pensar. Me ocurre también con los cursos y talleres que imparto. Cada vez más prescindo de todo material académico que se asemeje a un libro de instrucciones y rehuyo con celeridad de gacela de las prescripciones en favor de la deliberación y la reflexividad. Esta invitación desorienta a muchos asistentes. Están cómodamente acostumbrados al consumo de eslóganes, a la dieta de la sabiduría light, a que les expidan recetas en las que encontrar conocimiento inmediato sin necesidad de esforzarse mucho ni de tener que elucubrar por su cuenta. Recuerdo que cuando iba a pronunciar una conferencia en Barcelona titulada Una ética del sentir bien, una lectora me preguntó a través de las redes sociales qué iba a hacer exactamente en mi intervención. Le respondí que iba a filosofar, por emplear un sinónimo de pensar. Entonces me envió el emoticono de una cara en cuyo gesto se convocaban la perplejidad y el miedo. Para mitigar su inquietud, le escribí diciéndole que filosofar consiste en interrumpir momentáneamente las acciones del mundo de la vida para intentar entenderlas y sentirlas mejor. No veía en esta práctica nada que invitara ni al asombro ni al temor. Al contrario. Lo que a mí sí me amedrentaría sería toparme con una persona que no entablara frecuente amistad con el comprender y el sentir, que es la definición canónica de la filosofía. 

En la presentación de La penúltima bondad, le escuché a Josep María Esquirol comentar que el verbo en el que se sustancia la filosofía es pensar. Husserl escribió la maravillosa afirmación de que «en el pensar todos somos principiantes». Es una frase preciosa que además ratifica mi defendida condición de diletante. Frente a muchos saberes que convierten a quienes los absorben, y demuestran acreditación oficial de esa absorción, en profesionales en tanto que los amerita a realizar una profesión u oficio, en el pensar nadie alcanza la profesionalidad. Pensar no es ni nunca podrá ser una profesión. Su cometido desborda salvajemente esa función gremial. Pensar es la ininterrumpible elaboración de ideas que dan inteligibilidad y forma a nuestro carácter, nuestros hábitos, nuestra personalidad, la geografía sentimental y cognitiva de nuestra vida. La tarea siempre inconclusa de pensar es la única que puede metabolizarse en aprendizaje para la existencia a la que nos arrojaron el día en que fuimos engendradros y meses más tarde nacidos. Pensar transmuta en acción porque el ser humano está siempre en actitud de elegir y de construir un sentido para su vida. La vida no alberga un sentido intrínseco y nos corresponde a cada uno de nosotros la responsabilidad de brindárselo tanto en su dimensión privada (felicidad) como en su dimensión compartida (política). Todo lo demás está muy bien para las industrias de la meritocracia, la inteligencia productiva, la competición por la corona de laurel de la empleabilidad, o por la cotización social. 

Pensar es sentirnos concernidos y es por ello que deviene en tarea que no termina nunca. Se piensa para seguir pensando. La propia condición de infinitivo delata esta cualidad. Todo verbo presentado en su forma infinitiva connota la inexistencia de un final. Pensar por tanto no tiene fin, y precisamente la imposibilidad de conclusión es lo que nos hace a todos principiantes y amateurs. En su potente ensayo Filosofía inacabada, la admirable Marina Garcés comparte una definición de filosofía que explica esta radical singularidad y a su vez esclarece el título de su obra: «Quizá el principal compromiso de la filosofía, hoy, sea inacabar el mundo».  Como infinitivo que es, pensar se alza en actividad que no periclita jamás, y al no concluir inacaba todo lo que empieza. Somos una especie no fijada porque podemos pensar, que es precisamente lo que nos permite autodeterminarnos en un proceso en el que no existe punto final. Por eso me llama poderosamente la atención la frecuente incapacidad que vislumbro en las personas para elaborar pensamiento destinado a dibujar otras formas de vivir y sentir.  Han desalojado de su argumentario que pensar es un infinitivo, al igual que vivir, y que, frente a la estandarización y los credos dogmáticos, son infinitas las formas de pensarse e imaginarse ese vivir. Uno de los vectores políticos más significativos de las últimas décadas es la colonización de la imaginación. Se ha homogeneizado una idea de vida que ha convertido en anatema o en marginal cualquier otra. Desde este prisma pensar es descolonizar la imaginación. Hace no mucho le leí al profesor Fernando Broncano que acaso el mayor acto de disidencia es pensar en lo que podría ser. Pensar se yergue en la acción más insurrecta que tenemos a nuestra disposición. Quien piensa, imagina; quien imagina, ve alternativas; quien ve alternativas ensancha el mundo; quien ensancha el mundo, piensa. Pensar entraña arrancar este proceso de rotaciones sabiendo que ya nunca se va a detener.



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martes, abril 23, 2019

El libro como la insistente lucha contra la desmemoria


Obra de Francine Van Hove
Tal día como hoy del año pasado coincidió la celebración del Día del Libro con la presentación en Sevilla de mi último ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. La coincidencia me animó a arrinconar mi obra durante la primera parte de mi intervención para dedicársela panegíricamente al libro. Parafraseando el título de mi recién alumbrada obra señalé la figura referencial del libro como el triunfo de la inteligencia sobre la desmemoria. Incluso preparé un montaje visual para explicar lo que desde una mirada civilizatoria ha supuesto esta secular victoria frente al dinamismo huidizo y fugaz de las cosas. Unos meses antes había sido bendecido por el privilegio de que me enseñaran privadamente la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca, la biblioteca universitaria más antigua de Europa fundada en 1254. Todavía estaba conmovido por los manuscritos y los incunables que mi anfitriona me había mostrado con prolijidad y didactismo. Cualquiera de aquellos ejemplares (alguno único en el mundo) era el paradigma del denuedo imaginativo urdido por nuestros antepasados para que el conocimiento soslayara su evaporación biológica y pudiera ser legado. Era fácil entender en aquella mayestática sala que el libro se erguía como analgesia contra el olvido, como depositario de un saber que hasta su irrupción se transmitía desde la deshilachada oralidad y su inquietante vigencia efímera. Como lector que todas las mañanas habita en las páginas de un libro, prometo que en esos instantes me sentí deudor de todos los amanuenses y sus encorvadas figuras apoyadas en incómodas y arcaicas mesas de madera para manuscribir originales. Simultáneamente sentí pena y rubor por los que se vanaglorian de no leer. 

Uno de los deseos más arraigados en el ser humano es el de encontrar receptáculos en los que refugiar su memoria. La historia de la humanidad es la liza permanente de qué hacer para proteger lo aprendido, qué inventar para guarecer la experiencia biográfica del advenimiento de una muerte que cuando irrumpe hace desaparecer toda la memoria episódica y semántica en la que se condensa una existencia. De ese deseo insujetable y de la multiplicidad de ocurrencias para satisfacerlo nació el libro. La travesía de ese almacenaje variopinto parte desde algo tan poderoso y mágico como las representaciones icónicas de las cuevas hasta llegar a la construcción del lenguaje articulado. Ese lenguaje se solidificó en la escritura cuneiforme de los sumerios registrada en tablas de arcilla, de ahí saltó al revolucionario papiro egipcio, al carísimo pergamino medieval (todavía recuerdo el estupor que me supuso escuchar en una clase de Filosofía Antigua y Medieval la escandalosa cifra de corderos degollados para manuscribir la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino), al libro códice, al ingenioso papel chino, a la disruptiva imprenta inventada por Gutenberg en el siglo XV, al multisecular libro contemporáneo, al e-book, a las múltiples permutaciones de soportes que facilita la digitalización y su universo de pantallas. Con prosa vibrante y emotiva, el historiador de medios de comunicación Roman Gubern lo relata en un ensayo de título inequívoco, Metamorfosis de la lectura. Es un libro tan hermoso y tan elocuente que desde su publicación hace casi una década lo he regalado unas cuantas veces a personas con las que coincido en que leer absorta e ilustradamente es el mayor acto de pronunciamiento disidente puesto a nuestro alcance en un mundo que privilegia prácticas que señalan justo la dirección opuesta.

En los libros descansa aquello que las mentes más preclaras han dejado por escrito tras discernir mucho, ordenar empalabradamente el desorden en el que se incuban los hallazgos creativos. Este legado se llama cultura, el préstamo que nos conceden nuestros antepasados y también nuestros coetáneos para que ahora nuestra inteligencia no parta de cero en sus elucidaciones. Los que dedican un tiempo diario a adentrarse en las páginas de los libros hacen reflexiva la experiencia de vivir al convertir la lectura en espacio de interacción, interpelación y performatividad, y la hacen así porque dotan al cerebro de lenguaje, el nutriente natural con el que se vertebra y dinamiza la estructura lingüística de la cognición. Pero no se trata de un lenguaje cualquiera, sino del lenguaje del que ha estado corrigiendo una y otra vez su escritura hasta encontrar la palabra nítida y exacta que permita que la idea se presente del modo más inteligible y bello posible para ser compartida. Quizá ahora se entienda porque hoy es un día que todos deberíamos celebrar con entusiasmo desde nuestra posición de afortunados prestatarios. Basta con abrir un libro o encender un dispositivo electrónico para sentir la inconmensurable suerte que tenemos de poder aprovecharnos de la encarnizada batalla librada durante siglos para que la inteligencia triunfara sobre la desmemoria. Feliz Día del Libro 2019 a todas y todos.



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