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martes, febrero 07, 2023

Una nostalgia alegre

En la novela La nostalgia,  Milan Kundera explica la etimología de la palabra nostalgia. «En griego regreso se dice nóstos. Algos significa sufrimiento. La nostalgia es el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar». Según el filósofo Diego Garrocho, autor del ensayo Sobre la nostalgia, este sentimiento de tristeza data de 1688 cuando «Johannes Hofer, un médico suizo, acuñó el término para describir la enfermedad que sufrían los soldados lejos de su patria». Otras etimologías hablan no de patria, sino de la añoranza que sentían los soldados por su hogar. Nostalgia es por lo tanto una tristeza que irrumpe cuando se echa en falta aquello que una vez formó parte intrínseca del hogar afectivo en el que nos guarecemos del relente de la vida. Evocamos algo que nos perteneció y del que hemos sido desposeídos, y al hacerlo nos volvemos animales nostálgicos. La nostalgia alude a un ser y a un tiempo finiquitado al que no podemos retornar y cuya sola alusión memorativa nos apresura a la aflicción. En tanto que su regreso es una empresa irrealizable, puesto que nada nos puede devolver el ayer, sentir nostalgia es saberse derrotado de antemano. De ahí que el poeta alertara de que la nostalgia es un error.

También podemos sentir nostalgia por aquello que nunca llegó a suceder. Lo estrambótico de este sentimiento es que a veces sentimos nostalgia de lo que creemos que sí ocurrió, aunque no llegara nunca a cristalizar en el mundo de la vida compartida. La falsificación del ayer, la reinvención del patrimonio evocativo, la capacidad de construir recuerdos apócrifos o reconstruirlos hasta alumbrar versiones ficticias, la elasticidad con la que los hechos y las interpretaciones se entrecruzan discursivamente alumbrando marcos semánticos novedosos, son ejercicios que demuestran la maravillosa capacidad inventiva del cerebro humano. Lo más alucinante de muchos de nuestros recuerdos es que sean ciertos. Sentir nostalgia por lo que no ha sucedido es una forma peligrosa de anclarnos al ser que pudimos llegar a ser, pero que no fuimos, porque la vida contrarió nuestros deseos; o porque nuestro sistema electivo creyó adoptar la mejor decisión para ese momento y que años después nuestros nuevos escrutinios consideran errada. Normal que la nostalgia vincule con el sufrimiento, porque vernos en esa incompletud es sentirnos segregados de aquello que una vez nos afanamos en incorporar a nuestra vida sin conseguirlo. No es cierto que solo seamos lo que logramos, también estamos hechos de la materia de lo que intentamos. Ahora bien, mortificarnos evocando lo posible ya imposible es una manera de hacernos daño. La nostalgia no es solo un error, también es una forma de lastimarnos. 

«Los recuerdos se van si dejan de evocarse una y otra vez», escribe Kundera, pero sería iluso argumentar que lo pretérito puede retornar si lo rememoramos a menudo. Todo aquello que dejó de ser presente para desvanecerse en el pasado se convierte en una narración. Nos relacionamos con el ayer a través del relato que hacemos de él. Devolvemos al presente lo que ocurrió a través del ejercicio memorativo, que a su vez es claramente narrativo. En el lenguaje coloquial se suele decir que lo pasado, pasado está. Sin embargo, el pasado muta, porque es una narración que a su vez sufre modificaciones cada vez que una nueva información aporta ángulos desacostumbrados sobre los hechos evocados. Nietzsche nos enseñó que no existen los hechos, sino las interpretaciones, lo que significa que el ayer es una narración siempre inacabada porque siempre podremos disponer de información nueva que metamorfosee el contenido de nuestra interpretación. Existe un sesgo muy habitual en el mundo de los recuerdos. La desviación retrospectiva consiste en analizar hechos pretéritos utilizando información que sin embargo era nonata cuando ocurrieron los hechos escrutados. Como todos los sesgos, no somos conscientes de cómo polucionan cognitivamente nuestros juicios. Si recordamos el ayer sin tristeza entonces sortearíamos la nostalgia, o nos imbuiríamos en una nostalgia alegre, que lingüísticamente es un oxímoron pero afectivamente es verosímil. Ya no habría aflicción, sino una alegría en la reminiscencia que opera como refuerzo identitario o como palanca de autoafirmación. Me adhiero a quienes vindican una nostalgia alegre que nos invite a disfrutar del presente, el lugar en el que se despliega el mundo de la vida, esa misteriosa mezcla de pasado y proyección en continuo proceso a través de los diálogos que entablamos con nuestra memoria y nuestros sueños. Nos pasamos el día hablando con el ser que fuimos, con el que estamos siendo y con el que nos gustaría ser.  A esta conversación ininterrumpida la llamamos alma. Una nostalgia alegre impulsada siempre hacia lo que está por venir. 


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martes, mayo 03, 2022

«Las cosas no son como fueron, son como se recuerdan»

Obra de Alice Neel

Cada vez me parece más incontestable que la imponderabilidad horada el mundo y convierte las certezas sobre el porvenir no solo en material inservible, sino en premoniciones sin sentido. La imponderabilidad se agazapa detrás de lo ordinario, merodea a hurtadillas el día a día, hasta que de pronto irrumpe de modo fundacional y la cotidianidad queda desarbolada de congruencia. Lo inesperado acaece cuando menos nos lo esperamos, porque si lo estamos esperando ya no puede ser tildado de inesperado. La volubilidad, la falta de firmeza, el mundo agujerado por los imponderables, rigen nuestra minúscula vida, y sin embargo apenas les concedemos participación cuando nos repasamos o revisitamos el ayer para entender un poco mejor en quiénes nos estamos constituyendo ahora mismo. Al retrotraernos, los acontecimientos pretéritos surgen ordenados simétricamente en nuestras evocaciones. Desglosamos el pasado con una disciplina cartesiana que sin embargo era inexistente cuando los hechos se abalanzaron sobre nuestra vida. En las narraciones retrospectivas apenas concedemos participación al azar al coreografiarlas con una secuencialidad y una coherencia inéditas en la versión original. Convertimos en causalidad aquello que cuando sobrevino en nuestra biografía no pertenecía al dominio de lo predictivo. En la rememoración no hay espacio para el azar, tampoco para la atonía y lo anodino, para esa inmensidad de días sin lustre, solo hay imaginativa y poluta comprensión para el plantel de hitos identitarios que desde el presente consideramos merecen protección contra la desmemoria. Enhebramos el pasado de tal modo que al narrarnos nos reconstruimos. Esta reconstrucción se llama biografía, que no siempre concuerda con la historia.  Gabriel García Márquez  nos dijo que «las cosas no son como fueron, son como se recuerdan». Y se recuerdan según sea la operación mental con que nos las contamos.

Con tal de domesticar el desorden, que es el alborotado magma en el que late la vida, la memoria trampea consigo misma para que todo encaje. Me acuerdo ahora de una declaración sorprendente de un neurocientífico que en las primeras líneas de un estudio sobre el cerebro afirmaba que lo más alucinante de nuestros recuerdos es que alguno de ellos fuera cierto. La explicación de esta tendencia a lo apócrifo estriba en que nos fabulamos todo el rato. En el fantástico Lo peligroso de estar cuerda leo a la gran Rosa Montero que «los humanos somos una pura narración, somos palabras en busca de sentido».  La novelista cita la celebérrima sentencia de Epicteto en la que afirma que no somos lo que nos sucede, sino cómo nos contamos lo que nos sucede. Entre lo uno y lo otro se abre un hiato que rellenamos con hermenéutica, suposiciones y fabulaciones, y quizá también con mentiras piadosas que el paso del tiempo va transfigurando en hechos que pasamos a considerar veraces. Nos vamos construyendo narrativamente con la locuacidad silenciosa de las palabras que deambulan por los vericuetos de nuestros soliloquios y nuestros recuerdos. El doctor Oliver Sacks comentaba que cada persona se narra a sí misma la historia de su vida todo el tiempo. Unas páginas más adelante Rosa Montero confirma que «somos todos novelistas, escritores de un único libro, el de nuestra existencia». En el ensayo que acabo de publicar, Leer para sentir mejor, dedico un epígrafe a esta sorprendente costumbre humana de estar relatándonos a cada momento lo que nos ocurre a cada instante para luego examinarnos con una mirada paisajística y transformadora: «La trama literaria en la que nuestra historia muda a biografía y nos va configurando como una entidad empalabrada modula nuestro estilo cognitivo y afectivo».

¿Por qué somos presa sencilla de esta proclividad narrativa con la que abolimos el azar, lo ambiguo, la imprecisión, la borrosidad, lo resbaladizo, la propia ignorancia? ¿Por qué en nuestros análisis el mundo encaja con una delineada perfección matemática que la vida en presente se encarga de desmentir a cada paso? El filósofo y profesor Santiago Beruete da una posible respuesta en una entrevista: «Tenemos muy poca tolerancia a la incertidumbre y una asombrosa tolerancia a la mentira. Hemos metabolizado este engaño consentido». Quizá todo se debe a algo tan humano como evitar la intemperie, el descampado, el desvalimiento. Son realidades incómodas que retumban en nuestros miedos y conexan con nuestra vulnerabilidad ontológica. Tenemos miedo a que algo se rompa dentro de nosotros y el relato en el que se hace especificidad llevadera nuestra vida devenga insensatez indómita, absurdidad amarga, un sinsentido que nos anegue de zozobra primero y pesadumbre sobrecogedora después. El miedo es monárquico, como explica muy bien Martha Nussbaum, no concede ni voz ni voto a nadie que no sea él mismo, vuelve solipsista a quien lo padece, encarcela en una individualidad mísera a sus víctimas. Una forma eficaz de combatir el miedo es fabularnos de tal modo que la narración no conceda espacio a aquellas dimensiones que puedan fragmentarlo en episodios sin congruencia alguna. El relente de la incertidumbre y de la vulnerabilidad no se corrige con mentiras, aunque nuestro cerebro siente atracción y galopa a toda velocidad para fundirse en un profundo y balsámico abrazo con ellas. Luego las reviste de certezas a través del ejercicio narrativo en el que el yo y yo que somos no paran de hablarse y de glosar confidencias.  Rosa Montero nos da una explicación escueta pero definitiva de por qué hacemos esta aparente excentricidad: «Si cambias el relato, cambias la vida».  Al final todo consiste en llevarnos más o menos bien con ese huésped que nos habita y que por más tiempo que pasamos con él nunca llegamos a saber muy bien quién es. Tampoco en qué consiste su vida en nuestro cuerpo. 


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martes, abril 13, 2021

Nunca el tiempo es perdido

Obra de Marc Figueras

Hace unas semanas me provocó una gran alegría comenzar a leer el nuevo ensayo de Marina Garcés, Escuela de aprendices, y toparme en su introducción con una reflexión en la que sostenía que nunca el tiempo es perdido. La filósofa y activista citaba la canción de Manolo García, un tema que se popularizó recién desprecintado el primer año del siglo XXI. Me alegré porque en muchas conversaciones he citado el título de esta tonada para argumentar que el resultado de la evaluación que realizamos sobre nuestro tiempo no depende tan solo del logro de nuestros propósitos, sino de lo que aprendimos mientras pretendíamos colmarlos. De hecho, se suele afirmar coloquialmente que el tiempo nunca es perdido, sino aprendido. Me cuesta admitir tanto optimismo, porque el aprendizaje es un proceso transformador con capacidad de articular nuestra conducta y regular nuestro orbe afectivo, y no siempre aprendemos a pesar de que la vida no interrumpe jamás su empeño en enseñarnos. La inmersión en el tiempo no necesariamente adjunta pedagogía. Lo que sí la proporciona es lo que hagamos con nuestra gobernabilidad mientras transcurre el tiempo.

Existir proviene de existere, que significa salir fuera de nosotros. Es un dirigirse al exterior que requiere pormenorizarse, porque salimos fuera para nutrirnos por dentro. Es un salir a la posibilidad, a la proyección que hace que cualquier animal humano sea una hibridación de memoria y porvenir, un curioso ser eslabonado de pasado, presente y futuro, un cazador-recolector de tácticas y prácticas para alcanzar aquello que inscriba sentido a esa existencia con la que se encontró cuando lo nacieron sin que nadie le solicitara anuencia. Con una retórica de libro de cuentas corporativo subtitulamos como fracaso aquellas posibilidades que nunca alcanzaron la realidad. Hace muchos años me encontré en mitad de mis investigaciones sobre las leyes de la persuasión con un sesgo llamado la trampa abstrusa. Otros autores la llaman la tozudez del inversionista. Consiste en continuar un proyecto de la índole que sea en el que se ha invertido tiempo, esfuerzo y conocimiento. El sesgo estriba en persistir con tenacidad porque el agente engatusado por la propia trampa se niega a abandonar el proyecto sin haberlo amortizado, aunque los indicadores animen a clausurarlo cuanto antes puesto que todo apunta a su irrevocable disolución. Sin embargo, el inversionista no capitula en su afán de equilibrar gastos y beneficios, y no relee como ganancia todo el bagaje aprendido en el tránsito que va del propósito a su ejecución. Para la métrica económica ese tiempo supone un coste sin tasa de retorno. Acarrea pérdidas. Para las lógicas del aprendizaje ese tiempo no tiene precio.

Termino ya. La depauperización del tiempo no es no hacer nada, sino tener que hacer tanto que es imposible disponer de él sin que a uno no le arponee la sensación de estar despilfarrándolo. Es un gran triunfo de la sentimentalidad neoliberal y su obsesión productivista. A veces es fácil tropezar en teorías conspiratorias y creer que existe un complot planetario para que nadie se ensimisme, que es el momento en el que a pesar de que uno está aquietado no para de merodearse por dentro. Recuerdo que en una ocasión me reprocharon que vivía muy ensimismado. Mi repuesta fue un suspiro melancólico: «¡Ya me gustaría!». Vivimos tan centrifugados por el torbellino de la actividad productora que la mayoría de las veces nos hallamos expropiados de nuestros tiempos, nuestros espacios, nuestros intereses genuinos. La imputación de creer que el tiempo se malogra si no adjunta compensación monetaria alguna ha convertido al ser humano en un ser nostálgico por no poder habitarse a sí mismo de un modo más confortable y sosegado. La celeridad indisoluble de la rentabilidad impide parsimoniar los días para establecer con el tiempo una relación más amable, más tranquila, más nutricial. Dentro de este paisaje un tanto negruzco hay una buena noticia. El mismo tiempo que avejenta los cuerpos, no arruga los deseos, no restringe la capacidad de crear metas sobre las que fabularnos y proyectarnos como seres siempre en curso. No recuerdo a qué autor le leí que él ya no era joven, pero sus deseos sí. En la preciosa pieza La estación de los amores, Battiato canta que los deseos no envejecen a pesar de la edad. Estoy de acuerdo con mi cantante favorito, aunque conviene agregar que la edad intermedia tanto en la selección de nuestros deseos como en su contenido. Ojalá que cada nuevo deseo, cada nuevo proyecto, cada nuevo aprendizaje, nos provoque tanta alegría que nos fastidie tener tan solo una vida por delante. Ese tiempo sí que es un tiempo que nunca será tiempo perdido.

 

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