Muchas veces no tenemos ni idea
de cómo interpretarán nuestras palabras las personas a las que van destinadas.
Más que escuchar, los demás interpretan la información que peinan sus ojos
y recogen sus tímpanos. De ahí que en muchas ocasiones nos quedemos perplejos, u horrorizados,
cuando descubrimos cómo los demás aprecian cuestiones relacionadas con lo que acabamos de decir que no podríamos ni tan si quiera imaginar. Esta deriva hay que tenerla siempre muy presente, hablar asumiendo este riesgo. Lo
relevante en la acción comunicativa no es lo que decimos, es lo que
interpretan quienes nos escuchan. Muchas veces esa interpretación intoxica el
discurso, lo contamina de ruido, lo metaboliza surrealistamente, coloca una lente de aumento en el punto
exacto donde para nosotros las palabras cobran menor importancia o un mero papel decorativo. Si Kant afirmaba que «vemos lo que somos», podemos agregar que a menudo escuchamos lo que previamente creemos que nos van a decir. Es el festín de la tergiversación.
Es cierto que uno sólo es responsable de lo que afirma, no de lo que interpretan los que le escuchan, pero cuando hay desajustes severos en los significados que se comparten tarde o temprano uno acaba damnificado. Afortunadamente
existen herramientas para saber si hay ligazón entre lo que decimos y lo que
los demás creen que hemos dicho. Quizá la más efectiva sea el feedback,
preguntar por nuestra información para saber cómo ha sido absorbida por nuestro
interlocutor. No se trata sólo de hablar de un modo nítido y preciso, de que las palabras tracen la geografía exacta de su significado, sino de preguntar para averiguar si
nuestro relato ha sido encauzado en la dirección adecuada. Formular una pregunta a tiempo puede evitar la emergencia de una comprensión extraviada y una conclusión desatinada. Una información oblicua que
no se aclara en el momento de ser recibida tenderá a desplazarse con toda su
fuerza hacia el epicentro del malentendido para después instigar el equívoco y
su efecto de cascada por todo el territorio de la comunicación. Si la información es rica y la atención es
pobre, se incrementan peligrosamente las posibilidades de que la información sea
filtrada, enjuiciada, valorada y empaquetada en significados de forma errática.
Para guiar correctamente la inevitable interpretación que padecerá nuestro relato podemos
solicitar a nuestro interlocutor su participación: «Resúmeme lo que te he dicho para
saber si lo que has entendido es congruente con lo que te dije». Es una
petición aparentemente jeroglífica, pero muy eficaz para sortear equívocos. No es necesario enunciarla exactamente así, sino que signifique exactamente eso. Pruébenla.