Obra de Brian Calvin |
El afecto negativo y su
proclividad al interminable análisis acarrean consecuencias nocivas. Un ánimo
bajo provoca rumiación, compulsiva reiteración de pros
y contras, propensión al jeroglífico y la entropía, el desorden de una
conciencia excesivamente preocupada de sí misma. Los clásicos afirmaban que
mucho pensamiento mata la voluntad, lo
que significa que una sobrepuja de análisis inhibe la iniciativa. A la
parálisis por el análisis es una consigna por la que se convocan muchas
reuniones que persiguen dejar las cosas como están pero tranquilizar la
conciencia creyendo que se ha hecho algo para cambiarlas. Cuando estamos aquejados de un
estado de ánimo lánguido, es probable que experimentemos tres grandes déficits
en los surtidores emocionales: que dejemos de vernos como una persona con
competencia percibida alta (creencia general sobre la capacidad de alcanzar
metas deseadas), que se desvanezca la expectativa de autoeficacia (creer en nuestras
capacidades para realizar una acción concreta y muy delimitada), que situemos el
locus de control en el exterior (no poseemos control sobre la situación y por
tanto no podemos revertirla invirtiendo esfuerzo). Nos adentramos de este modo
en un bucle cenagoso. El ánimo bajo nos predispone al abuso de análisis
minucioso, el análisis exageradamente picajoso y contumaz nos empuja a la
entropía, la entropía deteriora nuestra competencia percibida y desplaza el
control al exterior, este deterioro nos inhabilita para insertar nuestros
deseos en la realidad, esa inhabilitación nos hunde el ánimo, al hundirse el
ánimo nos volvemos enfermizamente analíticos, y vuelta a empezar. Sólo hay una
prescripción para sortear este círculo vicioso. Convertir las demandas del
entorno en un reto que ponga a pruebas nuestras capacidades, no despilfarrar
demasiada energía en analizarlas obsesivamente, y saltar a la acción. En la
acción está la solución.