Paseo, de Didier Lourenço |
Es habitual motejar de egoísta a
la persona que piensa excesivamente en sí misma. Pensar en uno
mismo sin caer en el abuso es una tarea sana que no tiene nada que ver con el
egoísmo. Correlaciona con el conocimiento, con la curiosidad de adivinar quién
habita en las palpitaciones de las sienes, quiénes forman esa mitad más uno que
hace que adoptemos una decisión y descartemos el resto de las barajadas. A mí me gusta matizar que la conducta egoísta
no es aquella en la que uno se dedica a pensar en sí mismo, sino más bien
aquella en la que uno desea alcanzar una autogratificación aunque perjudique a los demás. Sería todo curso de acción destinado a coronar un interés personal que simultáneamente desbarata el bienestar común. El egoísta no es por
tanto el afanado en responder a las solicitudes de su ego, sino sobre todo es aquel que, al no
pensar en los demás, sacrifica el interés de todos en aras de colmar el suyo
privado. El utilitarismo de Stuart Mill postula dar la mayor cantidad de
felicidad posible a la mayor cantidad posible de personas, y la conducta egoísta subvierte
este enunciado buscando la mayor cantidad de felicidad privada aun a costa de
provocar gran cantidad de daño en una gran cantidad de congéneres.
El egoísmo
es una pulsión (algunos autores hablan del gen egoísta) y, como toda pulsión, entroniza
el instinto y destrona el pensamiento. Sin embargo, cuando incluimos
a los demás en nuestras deliberaciones (la ética no es otra cosa que esta
incursión), cuando «pensamos» en los otros, cuando deliberamos no en lo mejor
para nosotros sino en lo más conveniente para todos, la inteligencia no tiene más
remedio que comparecer. Desde la
miopía instintiva es imposible ver los lazos que nos convierten en existencias vinculadas. La racionalidad nos humaniza al permitirnos contemplar a los demás con intereses similares a los nuestros que necesitamos ayudar a satisfacer igual que ellos nos ayudan a satisfacer los nuestros para ampliar posibilidades y atajar incertidumbres. En el ensayo Filosofía
para desencantados (Atalanta, 2014) de Leonardo Da Jandra me topo con el
siguiente esclarecedor párrafo: «Todos los actos egoístas reflejan una burda
imposición de la animalidad sobre el espíritu; es la bestia astuta y deseante
la que pide y exige sin querer dar nada a cambio. Para los que creemos que los
ideales de la razón (bien común, justicia, paz) suponen una mayor evolución que los reclamos orales y
genitales, el paso del egocentrismo al sociocentrismo es una muestra
sublimadora de inteligencia y generosidad. La primera -concedámoslo- es una muestra inequívocamente evolutiva; la segunda es impensable sin el soplo hermanante del espíritu». Para tomar conciencia del otro como una
equivalencia que solicita para sí mismo un valor parejo al que solicitamos para
nosotros no nos queda más remedio que acudir a la racionalidad. Es decir, cavilar,
discernir, razonar, inferir, pensar. Y actuar en consecuencia.
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