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martes, noviembre 12, 2024

Día Mundial de la Bondad

Obra de James Coates

Mañana miércoles 13 de noviembre se celebra el Día Mundial de la Bondad. Es una fecha preciosa para prestigiar el comportamiento bondadoso y de paso explicar minuciosamente en qué consiste su despliegue. Como saben quienes posan sus ojos lectores en estos artículos semanales, hace unos meses publiqué con la editorial Alvarellos un ensayo titulado La bondad es el punto más elevado de la inteligencia. En sus páginas defino la bondad como toda acción encaminada a favorecer que el bienestar y el bienser comparezcan en la vida de los demás. Desde el propio título sostengo que la bondad es la acción más inteligente para que los demás hagan lo propio con nuestro bienestar y con nuestro bienser. Jalonar de gestos bondadosos las acciones colabora a establecer una pauta de conducta que, gracias a la reciprocación y a nuestra condición de seres interdependientes, aumenta las posibilidades de que nuestra persona sea tratada de un modo análogo. No solo nos tratarán así quienes conforman nuestros círculo más íntimo, también quienes se ubican fuera de su perímetro. La curiosísima reciprocidad indirecta es la causante de este asombroso intercambio. 

La bondad se dirige siempre hacia la otredad, pero los muchos sentimientos meliorativos que impulsa retornan a quien la ha puesto en práctica. Los afectos solo irradian en el adentro privativo cuando se comparten en el afuera donde se constituye la vida entrelazada. Al darse se tienen. Es un desenlace mágico que sin embargo nos resulta críptico al contravenir por completo la lógica capitalista. Actuar bien sienta bien, como incluso aducen las voces más críticas al señalar que muchas acciones altruistas se efectúan porque congratulan a sus autores. Me cuesta entender esta desaprobación tan recalcitrante entre quienes postulan que el egoísmo es el sistema de incentivos humano más genuino. Lejos de merecer impugnación, considero enorgullecedor comprobar que cuando colaboramos al bienestar y el bienser de los demás nos sintamos reconfortados. Nos abocaría al apocalipsis antropológico el hecho de que actuar bondadosamente nos inspirara sentimientos displacenteros. Hay autores que conceptualizan esta acción como egoísmo altruista. Me parece una denominación muy desacertada, porque el egoísmo es la preferencia por un provecho personal a sabiendas de que generará un perjuicio grupal, nada que ver por tanto con fomentar el bienestar de las personas receptoras. Creo que es más honesto llamar conducta inteligente al mal denominado egoísmo altruista. La bondad y todos sus correlatos tanto éticos como sentimentales son la maximización de la racionalidad, una manera de nominar a la cooperación en marcos de interdependencia. Actuar con bondad es con mucha diferencia lo más inteligente para todas las personas, si todas las personas deciden comportarse así.  

Aunque existe un discurso dominante que alza la voz para insistir con trazo grueso en la inclinación egoísta de las personas, en muchos casos con el ideológico propósito de legitimar la competición social por el acceso a una vida digna (la denominada ética del sálvese quien pueda que tratan de capitalizar quienes se saben perfectamente a salvo), es sencillo refutar esta tesis. Las personas cobijamos heterogéneas motivaciones en las que nuestra persona no necesariamente está en el centro de ellas, y nos tratamos de una manera bastante plausible en las relaciones presididas por el afecto. Favorecer tiempos y espacios en los que las personas nos encontremos y nos pronunciemos sin estridencias ni actitudes agonales facilita la germinación de la bondad. Cuando las personas se encuentran y se comparten se vinculan afectivamente, se relacionan con el cuidado que se merece la dignidad de la que toda persona es acreedora. Donde hay afecto no hace falta ni la ética ni ninguna de las virtudes que proclama, porque el propio afecto las subsume y entraña. El afecto no es posible en todas las interacciones con las que nos confronta la vida, pero se puede suplir por comportamiento ético. Que el gesto de la bondad tan frecuente en el círculo empático se traduzca en respeto y atención allí donde concluye la jurisdicción de ese círculo. No conozco mejor celebración para el Día Mundial de la Bondad.

 * Con motivo de esta celebración mañana miércoles 13 de noviembre compartiré una pequeña charla sobre la bondad en el espacio La Resistencia de Almería. Será las 20:00 horas.


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Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos. 

 

 

martes, septiembre 14, 2021

Primer día de la octava temporada: elogio del buenismo

Obra de Hila Glik

Hoy es el primer día de la octava temporada de este espacio. Después del asueto estival vuelvo a la escritura, a ese ejercicio que consiste en sedimentar en palabras los dinamismos intelectivos y afectivos para hacerlos más inteligibles. Escribir es desafiar al magma desorganizado con que el mundo se empotra en nuestros ojos para ubicarlo en estructuras lingüísticas que colocamos cuidadosamente en diferentes combinaciones de palabras que generen puntos de arraigo y sentido. Para quienes no conocen este espacio, participarles que se trata de un pequeño rincón del mundo conectado en el que comparto perspectiva crítica y propuestas especulativas sobre el apasionante mundo de la interacción humana. Mi posicionamiento es escritura pensativa sobre condiciones de posibilidad que mejoren la intersección en la que unos y otros, unas y otras, compartimos espacio, tiempo, intereses, afectos, cosmovisiones, narrativas, pensamiento, valores, ficciones, identidades, filiaciones. Frente a las reacciones, que siempre van a rebufo de las decisiones de un tercero, reflexiones, que siempre celebran la soberanía autodeterminadora del pensamiento. 

En más de una ocasión mis artículos han sido tildados de buenistas. Esta palabra me provoca cierta jocosidad porque su uso recurrente la ha convertido en un término fetiche y a la vez polisémico. Hoy quiero vindicarlo como adjetivo encomiástico. Para el pesimismo antropológico, pero también para la mirada neoliberal, buenista es sinónimo de ingenuo e iluso, cándido e inocente, emparejamientos cuya genealogía parece derivar de ese otro binomio en el que a la persona bondadosa se le acusa de tonta de puro buena. Quienes utilizan esta acepción de buenista afirman con Hobbes que el hombre es un lobo para el hombre, están de acuerdo con las epistemologías que reducen al ser humano a un ser que solo halla motivación en el egoísmo, y son taxativos en proclamar que sin contraprestaciones monetarias ninguna persona implementaría cursos de acción costosos. Curiosamente cuando particularizo y les pregunto si tanto ellos como sus seres queridos se conducen así responden con tono ofensivo que no. Esta contradicción tan frecuente cuando entablo conversaciones de esta índole debería esperanzarnos.

El buenismo es una forma de instalación en el mundo. Coloca una pupila observadora sobre nuestras posibilidades de emancipación y perfectibilidad transformadora, sin que esta opción ética suponga ignorar o menoscabar la existencia de comportamientos y afectos que lastran y entorpecen la convivencia.  El buenista no ignora los comportamientos inhumanos, sino que además de admitirlos incide reflexivamente en todo aquello que se consensúa humano, no demora su mirada en lo abyecto, sino que la prosigue hasta incluir lo plausible y lo admirable que también observa a su alrededor. Recuerdo una vez que después de pronunciar una conferencia en Madrid sobre la dignidad humana un asistente se acercó y me confesó: «Todo lo que cuentas está muy bien, pero el mundo funciona de otro modo». Le respondí: «me encanta compartir en voz alta o por escrito posibilidades para mejorar ese mundo con el que al parecer usted no está muy satisfecho». A quienes resignificamos horizontes posibles nos acusan de cándidos, como si en la configuración de nuestros pensamientos fuéramos lo suficientemente indoctos como para saber que existen las conductas malévolas y los sentimientos de exclusión del otro, el odio y su enfermiza obsesión por infligir daño, la erotización del poder, la venganza sañuda, la competición que regurgita depredación, el resentimiento y su estanqueidad crónica, la envidia y su incapacidad para domar el deseo, la crueldad, el engreimiento, y que debido a nuestra ignorancia los desahuciamos de nuestra mirada y de las tareas deconstructivas con las que intentamos examinar el mundo.  

Hace unos años escribí un ensayo en el que desglosaba estos sentimientos que esclerotizan el corazón y la vida. Los agrupé nominalmente con el nombre de los sótanos del alma. Pero no me detuve en ellos, sino que mi inspección se encaminó hacia otros afectos y otros estrados sentimentales que facilitan convivencias más óptimas y convierten los haceres de la vida en prácticas que apetece volver a repetir una y otra vez. Si el buenismo es recordar la presencia de estos sentimientos y cómo su concurso fortalece los vínculos humanos, entonces me declaro buenista. Si ser buenista es evitar la colonización de un pensamiento que solo señala los aspectos desfavorables del ser humano para legitimar desigualdades y opresiones y que es incapaz de ver que al lado de tanta inhumanidad hay ingentes cantidades de humanidad, soy buenista. Negar la existencia del amor, la bondad, la fraternidad, la cooperación, el cuidado, la compasión, la dignidad, no hace a nadie más erudito ni más avezado ni más experimentado, lo hace más insensible. Sin embargo, incorporar estos sentimientos y estas ficciones axiológicas al discurso y a las prácticas requiere un hercúleo esfuerzo cognitivo. Destruir es muy fácil, construir, muy difícil.  Presentar una enmienda a la totalidad afirmando que el mundo es una inmensa ciénaga es un recurso muy pueril. Analizar la ambigüedad y la borrosidad humanas para desde su complejidad elegir los lugares más idóneos sobre los que levantar puntos nodales de cuidado social y afectivo, solicita maduración y estudio. Además de describir lo que ya existe, imaginar y desglosar argumentativamente lo que sería bueno que existiera. Esto es el buenismo. La acción en la que se pone la intelección y la imaginación al servicio de una vida en común mejor.

 

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martes, marzo 26, 2019

Los comportamientos del mal


Obra de Davide Cambria
Nunca había oído la expresión altruismo del mal hasta que la semana pasada se la escuché pronunciar a Luis Landero mientras presentaba su última novela Lluvia fina. En un momento de su intervención, habló de un mal altruista, y al verbalizarlo sonrió como es habitual en él sorprendido por su propio hallazgo. Entonces adujo que ese mal era altruista porque era desinteresado. Se denomina altruista toda acción en la que se beneficia a un tercero desinteresadamente. El coste de la acción no aspira a ser reembolsado, de ahí que se hable de desinterés o de acto ejecutado desprendidamente. Prender significa agarrar, atrapar, apresar, coger, así que una acción es desprendida cuando no cogemos nada de ella, lo que demuestra una vez más que el lenguaje es maravillosamente ilustrativo.  Sin embargo, el altruismo está totalmente desvinculado de motivaciones malévolas, porque la acción desinteresada siempre está orientada a procurar un bien ajeno, incluso en detrimento del propio. Hablar de altruismo malévolo es un oxímoron, y ahí la gracia y la perplejidad de fundir lingüísticamente dos términos cuya semántica los repele. No puede haber altruismo si la acción está orientada a ocasionar un mal. Ninguna acción que ocasione un mal puede ser considerada altruista por mucho que la acción esté vaciada de interés por parte de su generador. He aquí lo aporético del término.

Recuerdo que cuando escribí el artículo La bondad es el punto más elevado de la inteligencia, que se convirtió en un fenómeno viral al alcanzar un millón de visitas en una semana, cartografié la geografía antagónica que linda con los territorios de la bondad. El neurocientífico afectivo Richard Davidson afirmó en una entrevista, que con el tiempo se ha hecho celebérrima, que «la base de un cerebro sano es la bondad», así que todo lo que rebasa sus dominios delata insalubridad sentimental. En las fronteras colindantes se ubican la crueldad (la instrumentalización del daño o la conminación de utilizarlo para la consecución de un objetivo), la maldad (el uso de daño intencionado aunque no aporte réditos a su progenitor), la malicia (el deseo de que la vida del otro sufra algún tipo de lesión, a pesar de no participar directamente en ese cometido), la perversidad (la delectación de objetualizar la dignidad del otro). El perverso juguetea con la voluntad de una otredad a la que se le deroga la posibilidad de elegir. La voluntad del otro es su grial, posearla su cruzada y convertirla a imagen y semejanza de la inmediatez de su antojo su absoluta aspiración. El sadismo es el onanismo del mal, porque el sádico sabe lo que hace y disfruta masturbatoriamente con los sujetos a los que les desangra la dignidad. En esta terrorífica singularidad de subalternidad se ubican las experiencias de la tortura, la violencia y sus diferentes gamas, la explotación, la desigualdad, la inferiorización, la vejación, la humillación (mostrar lo pequeño que es un ser humano sin contar con su consentimiento, porque si lo hubiera entonces habría humildad). Al amputarse la capacidad de elección, se deshumaniza al otro porque se le expropia lo que le constituye como radicalmente humano. Cuando no se puede elegir, se acorta drásticamente la distancia que separa a un sujeto de un objeto. Vivir es un sinvivir.

Aunque en el título de este artículo utilizo sendas palabras como sinónimas, la filósofa Ana Carrasco, dedicada al estudio del mal, distingue con muy buen criterio entre mal y maldad. Sintéticamente podemos afirmar que el mal es la generación de daño (de ahí que casi siempre se acompañe del verbo hacer), y la maldad es la motivación deliberada para causar el daño. Esta distinción nos conduce a situaciones paradójicas. Puede haber mal sin maldad (originar un daño sin intencionalidad), y maldad sin mal (desear causar un daño sin conseguirlo). También se puede añadir que el mal acaso no exista como tal, sino que la secuencia que origina un mal nace de alguien que perseguía un bien. El mal sería el daño colateral de un bien, aunque aceptar esta narración no solo relativizaría el mal, sino que quedaría sempiternamente justificado. Por eso todo genocidio tiene sus poetas, como afirma Žižek, porque modifican, resignifican y poetizan lo acontecido, o  argumentan que la quiebra de un orden, otra definición de mal, anhelaba un orden mejor. Padeceríamos la dispersión axiológica señalada por Jean Braudillard en La transparencia del mal, una disolución de referencias del valor que haría inabordable la crítica del mal. 

El altruista del mal actúa sinqueriendo, una intersección de motivaciones que escapa a la rigidez de la lógica. De ahí la dificultad de teorizarlo y categorizarlo. En su deconstrucción es inevitable la presencia del oxímoron. No hay maldad en su acción, sino que el interés es un desinterés (otro oxímoron) que le procura amenidad y que causa un mal. Estaríamos delante de la volubilidad y la contingencia del mal. El altruista del mal realizó su acción como podía no haberla realizado. Probablemente ni él sepa discernir por qué la llevó a cabo, pero esta incapacidad no obstaculiza la posesión de cierta conciencia sobre ella para encontrarla amena. Es el distanciamiento sobre el motivo último del desembolso de su acción lo que nos desconcierta. La volatilidad de la motivación de su acto nos arroja a la perplejidad. A la banalización del mal signada por Hanna Arendt (hacer rutinariamente el mal por una obediencia debida en la que no hay espacio para el pensar ni el sentir, un acto burócrata respaldado o condonado por una heteronomía incuestionada e institucional y por tanto exento de compasión, como ratificaron los experimentos de Stanley Milgram), y al mal radical (relacionado con una ideología que relee como superfluo y prescindible al individuo y cuyos perpetradores a fuerza de rutinizar el mal lo acaban trivializando y convirtiendo a los espectadores en «corresponsables irresponsables», según terminología de Arendt), habría que añadir la gratuidad del mal, o la aleatoriedad del mal.

Carlo Maria Cipolla estableció una teoría de la estupidez basada en puros criterios económicos de beneficio y pérdida que nos pueden ayudar a entender mejor el altruismo del mal. En su opúsculo Allegro man non troppo  elaboró una taxonomía del repertorio conductual según las dos variables anteriores. El inteligente es aquel que obtiene un beneficio privado con su acción y simultáneamente la reverberación de su acto logra ensanchar el beneficio común. Precisamente esta lógica es la que me inspiró a vindicar que la bondad es el punto más elevado de la inteligencia. El incauto es el que beneficia a los demás y se perjudica a sí mismo (aquí también se puede encuadrar al buenazo o primo, que es aquel que en entornos descarnadamente competitivos en los que los agentes buscan su beneficio exclusivo, él siempre actúa conforme al bien común, por eso en el lenguaje coloquial se propende a identificar al bondadoso con el tonto).  El malvado perjudica a los demás y se beneficia a sí mismo. Y nos queda el estúpido. La definición de estupidez que esgrime Cipolla conexiona en cierta medida con la que podríamos emplear para el altruista maligno: «Una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener ella ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso». El estúpido perjudica a los demás, pero también a sí mismo, aunque es tan estúpido que no lo ve, o encuentra complacencia en ello.  Para un cerebro sano, por continuar con los términos de Davidson, es algo incomprensible, pero es que la estupidez, cuando se presenta como tara en estado puro, escapa a la ininteligibilidad racional. Si comprendiéramos la estupidez, entonces no sería estupidez. El altruista del mal comparte filiación con el estúpido, pero es menos estúpido que él, puesto que por definición los demás son el monopolio de su altruismo negativo. El altruista malévolo estropea con su acción al otro o algo del otro, pero no a sí mismo. No es tan estúpido, tampoco tan malvado, ni tan incauto, pero ni muchísimo menos es inteligente. En su indefinición descansa su definición.