Obra de Daniel Coves |
La expresión amor propio abriga en sí misma una contradicción semántica
irresoluble. El amor es un sentimiento que nos despoja de mismidad en tanto que siempre aparece el otro, un potente
sistema de motivación para eslabonar una biografía con otra biografía en la
estrategia vital, un deseo para superponer los fines de uno con los fines del
otro a través de un ensamblaje que hace miles de años revolucionó axiológicamente
todo y que es el que nos confirió
la humanidad que ahora nos singulariza. Sin embargo, en
el amor propio se suprime drásticamente la presencia del otro y es uno mismo el que se
desdobla para llevar a cabo unilateralmente operaciones de naturaleza bilateral. Si en una de sus acepciones más sencillas pero también más hermosas el amor es el sentimiento hacia una persona cuya complementariedad nos ensancha y nos energetiza, en el amor propio es la persona desvinculada de los demás a modo de ínsula la que intenta la misma hazaña multiplicadora. El individuo se repliega sobre sí mismo para realizar un sorprendente dueto. El yo que habla sellará acuerdos o firmará rescisiones con el yo que escucha en una prodigiosa contorsión de funambulismo sentimental. Normal que el amor propio mal articulado pueda degradarse fácilmente en narcisismo o en estulticia.
Resulta chocante comprobar cómo el amor propio posee dos direcciones explosivamente
divergentes. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes comparte concordancias deletéreas. La
soberbia en una de sus acepciones apunta a la excelencia, a la capacitación de una persona para realizar
algo meritorio sancionado por la comunidad. Cuando alguien hace algo muy bien afirmamos que ha hecho algo soberbio, lo que demuestra la consaguinidad
conceptual entre la soberbia y la excepcionalidad. Pero la soberbia también señala la obsesiva
apropiación de halagos exclusivos, lo que impele al soberbio a negar
que los demás también puedan merecerlos. Un elogio a alguien que no sea él lo considera un acto de escamoteo. El soberbio aspira a incrementar cada día el
monto de alabanzas, un proceso onanista que no conoce reposo y que lo convierte en un ser patológicamente egocéntrico, una víctima caricaturizada de engreimiento, un enfermo de la adulación y el monopolio del mérito.
Es comprensible que la soberbia aparezca entronizada como el primero de los siete pecados capitales
o, lo que es lo mismo, como la mayor quiebra en la conducta de una persona. Con
el orgullo ocurre algo similar. El orgullo es un exceso de estimación personal, aunque basta con cambiar el verbo que lo acompaña para
que mude su sentido. «Sentir orgullo»
no es otra cosa que la
satisfacción que nos procura comprobar que hemos hecho algo valioso. Por el contrario, «ser orgulloso» consiste en no capitular cerrilmente ante una evidencia que demuestra que la decisión más
inteligente es precisamente claudicar, detener el curso de acción en el que estamos inmersos y sustituirlo por otro más idóneo. De ahí que en el lenguaje coloquial se hable de
«no dar el brazo a torcer», negarse a reconocer que hemos elegido mal y que la
solución que nos ofrecen es mejor que la tramada por nosotros. El orgulloso es incapaz de aceptar algo así.
Con el
amor propio ocurre lo mismo. En una dirección vincula con ser orgulloso,
con conductas que sedimentan en terquedad, empecinamiento o cerrazón, en reafirmarse en una empeño en el que los costes superan al beneficio, pero que nos negamos a abandonar para no asumir ante los demás que hemos errado. En esta dimensión tener amor propio significa no
claudicar cuando todos los indicios que nos presentan otros invitan a hacerlo, ser víctima de una de esas trampas abstrusas tan estudiadas por la economía comportamental que desestimamos abandonar no por el deseo de amortizar la inversión, sino por puro orgullo. Ahora bien, la extraña ramificación
de esta expresión nos lleva también hacia un territorio semántico absolutamente
diferente. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. Grosso modo el autorrespeto
es salvaguardar la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás
que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el
valor que toda persona posee por el hecho de serlo, tarea que algunos equiparan erróneamente con hipermeabilidad a la crítica. La disensión y el pensamiento crítico nos permiten progresar, la erosión emocional nos tiende a paralizar. Tener amor propio
cursa aquí con el deber estricto de cuidar nuestra dignidad e impedir
que nadie nos la agreda. Entramos en la esfera de la autoestima, el
autoconcepto, la consideración, la identidad, la superación, el relato favorecedor que todo ser humano reclama para sí. El amor propio sería el conjunto de decisiones adoptadas para mantener
intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquella conducta que
intente lastimarla. Kant afirmaba que la autoestima es un deber hacia uno mismo, así que resulta un imperativo fortificarla para sobrellevar mejor las adversidades y las contingencias inherentes a la praxis de la vida. Para tener amor propio en esta acepción positiva
hay que vislumbrar muy bien el modelo ético de sujeto que queremos para todos con los que compartimos la aventura de humanizarnos. El amor propio sería la consecuencia del amor a la idea de dignidad, a esa ficción que nos mejora a todos si todos la respetamos como si fuera real. El amor propio convertido en amor a lo que me gustaría que también se exigieran los demás para hacer del mundo un lugar más decente.
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