Obra de Gabriel Schmitz |
El lenguaje llano identifica deseos éticos manufacturando términos de una aplastante sencillez nominal. Existen muchas alocuciones maravillosamente fértiles para el estudio de las aspiraciones humanas. Albergar malos sentimientos se resume lingüísticamente con la sencilla expresión «no tener sentimientos». No tener sentimientos no es no tenerlos, sino articular el comportamiento por el mandato de sentimientos insertos en nuestro aparataje afectivo que consideramos muy desfavorables para convivir bien. Para señalar algo análogo, también se suele esgrimir la taxativa expresión «es una persona sin corazón». O la tremendamente ilustrativa «es un desalmado», alguien que no tiene alma, lo que confirma que al alma se le atribuyen intrínsecamente sentimientos nobles. En estos tres últimos casos el sujeto aludido en los enunciados tiene sentimientos, tiene corazón y tiene alma. Lo que ocurre es que sus sentimientos, su corazón y su alma difieren de lo que nos gustaría que el sujeto alojase en ellos. Este gustaría señala un horizonte ético y sentimental, un marco en el que ya se esciden y se estratifican unas formas de sentir de otras. La subjetividad elige qué sentir y al elegirlo se autoconfigura su especificidad y su eticidad. Para evitar caer en la confusión aclaro que los sentimientos no son emociones, y que ciertas emociones (irascibilidad, miedo, tristeza) son tremendamente útiles para nuestra adaptabilidad. Ocurre que si sus respuestas se orquestan de un modo errático, entonces pueden devenir en deletéreas. Sin embargo, los malos sentimientos son mórbidos al margen de su gestión.
Konraz Lorenz profetizaba que uno de los males que asolarían
al mundo en el siglo XXI estribaba en que los seres humanos dejarían de poseer
sentimientos. Lo dejó por escrito en los años setenta del siglo pasado en su ensayo Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada. Obviamente nuestro antropólogo y Premio Nobel de Medicina se equivocó. No podemos prescindir de nuestra tecnología sentimental,
no existen acciones ni inmotivadas ni desvinculadas de inclinación sentimental.
Intuyo que lo que Lorenz quiso afirmar con una sentencia tan lapidaria es que
el ser humano iría atenuando la presencia de sentimientos de apertura en su
entramado afectivo a favor de la colonización cada vez más invasiva de los
sentimientos de clausura al otro. El ser que sucede siempre sucede en la interacción con otros seres que también suceden, y ese ser cada vez más vehicularía su conducta con sentimientos de clausura, aquellos en los que se relee al otro como un permanente medio para satisfacer fines personales, jamás como una equiparidad que merece respeto y ser tratada como un fin en sí misma.
De hecho, los tres elementos más constitutivos de la racionalidad neoliberal que tentacularmente se ha apropiado de la realidad y de nuestra manera de inteligirla son el individualismo, la competencia y la optimización lucrativa con el menor número posible de trabas éticas y normativas tanto en el sistema productivo como en el financiero. Son dimensiones que necesitan profundos sentimientos de clausura para ser ejecutadas con absoluta eficacia, sentimientos que se fomentan con el proselitismo de la competitividad y con la eliminación progresiva de espacios, tiempos y prácticas de vida en los que se puedan cultivar y desarrollar los vínculos comunitarios. Justificamos la ausencia de sentimientos en las grandes decisiones políticas del devenir humano bajo el subterfugio de la economía. Recuerdo uno de los últimos ensayos de Vicente Verdú titulado Apocalisis now en el que su análisis sobre la hecatombe financiera se compendiaba en que sobra economía y falta empatía. Anhelamos en el calor hogareño de nuestro diminuto alrededor personas con sentimientos, que citados a secas son siempre sentimientos de apertura, pero organizamos la vida humana a escala meso y macroscópica con sistemas que estimulan los sentimientos de clausura. He aquí la paradoja.
Artículos relacionados:
Neoliberalismo sentimental.
Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí.
Los sentimientos también tienen razón.
De hecho, los tres elementos más constitutivos de la racionalidad neoliberal que tentacularmente se ha apropiado de la realidad y de nuestra manera de inteligirla son el individualismo, la competencia y la optimización lucrativa con el menor número posible de trabas éticas y normativas tanto en el sistema productivo como en el financiero. Son dimensiones que necesitan profundos sentimientos de clausura para ser ejecutadas con absoluta eficacia, sentimientos que se fomentan con el proselitismo de la competitividad y con la eliminación progresiva de espacios, tiempos y prácticas de vida en los que se puedan cultivar y desarrollar los vínculos comunitarios. Justificamos la ausencia de sentimientos en las grandes decisiones políticas del devenir humano bajo el subterfugio de la economía. Recuerdo uno de los últimos ensayos de Vicente Verdú titulado Apocalisis now en el que su análisis sobre la hecatombe financiera se compendiaba en que sobra economía y falta empatía. Anhelamos en el calor hogareño de nuestro diminuto alrededor personas con sentimientos, que citados a secas son siempre sentimientos de apertura, pero organizamos la vida humana a escala meso y macroscópica con sistemas que estimulan los sentimientos de clausura. He aquí la paradoja.
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