Obra de Peter Demetz |
Todos los estudios refrendan que sentirnos humillados es una de las sacudidas
sentimentales más intensas que pueden originarse en el entramado afectivo.
Pertenece a la esfera del dolor, a aquello que nos inflige daño y que con su irrupción nos provoca desasosegante mutación. Dependiendo de la naturaleza coyuntural de la punzada, la humillación anexa a su vez sentimientos como el enfado (o gradaciones más intensas como la rabia), la
indignación, la tristeza, la vergüenza, la frustración, el odio, la venganza. La humillación
es tan pertinaz en ese dolor que puede volverse misteriosamente táctil, un
alien cuyas pisadas notamos en su deambular sigiloso por nuestras entrañas. Una humillación es todo curso de acción verbal o no verbal que se
despliega para miniaturizar o destituir la dignidad de una persona.
Etimológicamente el término proviene del latín humilitas, que a su vez deriva de la raíz humus, tierra, que dio origen a homo, hombre, el ser que proviene
del suelo en contraposición a la celestial procedencia de las deidades. De aquí dimanan palabras tan antagónicas como
humildad y humillar.
Mientras que la humildad es actuar bajo el recordatorio de
nuestra precariedad y vulnerabilidad (la fatalidad humana de no valernos por nosotros mismos
para prácticamente nada), humillar es ponerla sin consentimiento a la vista de
un tercero. Si la demostración de esa insuficiencia y esa pequeñez es
voluntaria, hablamos de la virtud de la humildad, pero si es forzada por otro,
hablamos de un acto de humillación. La finalidad de la humillación es la de menoscabar la dignidad con el objeto de lastimar los sentimientos autorreferenciales de la víctima. Los dinamismos de la humillación albergan una contradicción mayúscula. Para que una persona se sienta humillada previamente ha de
sentirse dotada presupuestariamente de dignidad. El ofensor trata de roturar la dignidad de su
víctima, pero precisamente al tratar de fracturarla se la confiere. El itinerario de la
humillación puede ser muy variado en sus primeros jalones, pero su destino
siempre anhela coronar el mismo pudridero: desarbolar la dignidad del vejado y
tratarlo como si no la tuviera. Aquí descansa la violencia y sus divergencias instrumentales con el uso de la fuerza. La dignidad como valor es patrimonio de
todas las personas, y sólo cuando nos maltratan con violencia sentimos cómo esa
dignidad que nos acicala como seres humanos nos la arrancan a jirones.
Kant afirmaba que el ser humano no tiene precio porque tiene dignidad. Está sujeto a precio aquello que puede ser sustituido por algo, pero la
dignidad no tiene nada que se le asemeje, es un valor incosificable e
inexpropiable y por lo tanto incanjeable. Y lo es porque cada uno de nosotros
es una pura irrepetibilidad. Más todavía. El valor de las cosas está en función del valor que tiene para nuestra dignidad. Al
exponer ostentosamente la pequeñez y la insuficiencia en el otro, o al
contribuir
a ella usurpando cualquier opción de autorrealización y elección, la
estamos
subrayando asimismo en nosotros. La humillación nos recuerda de forma
abrupta y
descarnada nuestra propia fragilidad, de qué está forjada la textura
humana. Dañar la dignidad de una persona es abaratar el valor
inalienable
que nos hemos brindado los seres humanos a nosotros mismos. Se rompe tanto nuestra condición de acreedores de dignidad como la de deudores de la de los demás. Si uno
profana la dignidad en un congénere, la está profanando en todos los que
habitan la superficie del globo.