Obra de Davide Cambria |
Tal día como hoy, 10 de diciembre, pero de 1948, la Asamblea
General de la ONU reunida por tercera vez en París proclamó la Declaración
Universal de los Derechos Humanos. Hoy los conmemoramos y estaría muy bien recordar más a menudo qué son, por qué se definieron y, sobre todo, desentumecer nuestra reflexividad y preguntarnos para qué sirven. Recuerdo una charla que
mantuve hace tiempo con un grupo de personas que me invitaron a una comida con
afanes gastronómicos pero simultáneamente también deliberativos.
Empezamos a hablar de todo un poco, pero yo acabé hablando de la dignidad y de
los Derechos Humanos. Había voces disconformes con mi discurso que caían en una
inercia frecuente en el despliegue de temas orillados hacia el quehacer ético.
Confunden lo que existe con lo que consideramos que sería bueno que existiera.
Son voces tan súbditas de la realidad que padecen una severa carestía de imaginación para ver y crear la posibilidad.
Se quejan de los males que asolan al mundo, pero saltan como un resorte que niega la mayor si se propone
cualquier idea ruptora que pudiera neutralizar o atenuar esos mismos males que tanto les atribulan.
Afirman que esas ideas que turban el estado de las cosas no tienen cabida en el estado de las cosas. Les suelo responder que por supuesto que no la tienen, por eso precisamente poseen naturaleza disturbadora y capacidad de mutación. Estas personas y sus argumentaciones entran en un
gracioso círculo vicioso. El mundo es muy mejorable, pero cualquier propuesta
de mejora la consideran una quimera. Solo aceptan aquello ya inserto en el mundo y que por tanto no cambia el mundo. Si se rechaza el acceso de cualquier posibilidad
a la realidad, convertiríamos la realidad en una entidad petrificada e
inmutable, algo que la historia de la humanidad desdice permanentemente. Si alguna
excepcionalidad guarda el mundo humano con respecto al mundo de otros animales, es su
carácter de especie no fijada. Somos creadores de nuestro mundo, y el mundo que
creamos nos va creando a nosotros. Vivimos en un perpetuo estado de construcción. Un estado siempre supeditado a un inacabamiento irrestricto.
A mis compañeros de mesa les expliqué aquel día que la dignidad aloja varias acepciones. La jurídica anuncia que la dignidad es el derecho a tener derechos,
concretamente a que toda persona esté amparada por los treinta artículos que
conforman la Declaración Universal de los Derechos Humanos que hoy celebramos
planetariamente. Y les reté a un
ejercicio imaginativo: «No conozco a nadie que no quiera que en su vida, o en la
vida de los seres a los que quiere y por los que se siente querido, no se cumplan estrictamente los Derechos Humanos,
tanto los de la primera como los de la segunda y tercera generación». Entonces
un comensal me interpeló: «Aquí se habla mucho de derechos,
pero muy poco de deberes». Le contesté que no era
cierto. Hablar de derechos comporta implícitamente hablar de deberes. Y se lo aclaré: «Tus
derechos son mis deberes, y tus deberes son mis derechos. Derechos y deberes son el anverso y el reverso
de una misma dimensión. No puede haber derechos sin deberes, ni deberes sin
derechos. Por eso yo no cito los deberes cuando hablo de derechos, porque lo
considero una redundancia». Siempre que cito el deber me acuerdo del ensayo de Lipovetsky El crepúsculo del deber, el análisis de
cómo la nueva retórica repudia el deber y sin embargo bendice los derechos. Hay algo de reprimenda en esta concepción claramente sesgada. Insisto en que deber y derecho son indisolubles.
Hace poco he revisitado Ética
para náufragos de José Antonio Marina. Al releerlo me he percatado de algo que
anteriormente me pasó inadvertido. Marina se basa en el deseo irrefutable de
que nuestras vidas estén protegidas con derechos para precisamente dignificar la propia vida. Hay derechos que
nadie pone en entredicho en el marco de una intervención teorética, y esa unanimidad
y su potente fuerza tractora hay que utilizarlas para configurarlos primero y para que se cumplan después. Marina define estos derechos como derechos de crédito, es decir, «exigen que otros realicen alguna acción que me deben». Y lanza una propuesta nominal para evitar la equivocidad: «Propongo llamar a estos derechos intersubjetivos, recíprocos, mancomunados». Vincula con lo que comenté anteriormente,
con el deseo de que todos queremos que en nuestras vidas se cumplan los Derechos
Humanos, lo que precisa que arrostremos a su vez con otros tantos Deberes Humanos. Es muy fácil deducir que queremos tener derechos, y que ese deseo nos haría relacionarnos de un modo inteligente y no oneroso con los deberes. Para saber qué derecho nos gustaría poseer en vez de señalarlo abstractamente podríamos apuntar pedagógicamente a su ausencia. Tomo un
ejemplo real de hace tres días. ¿Te gustaría vivir en un mundo
en el que te empleen prácticamente todo el día, duermas en el mismo insalubre,
y con las ventanas selladas, taller en el que trabajas por no poder aspirar a otra opción habitacional, cobres catorce euros mensuales, y corras el riesgo de
morir calcinado o por inhalacion de humo porque es probable que se incendie el lugar por culpa de unas putrefactas instalaciones eléctricas que no han pasado ningún control de seguridad, como ocurrió en
India el pasado sábado en el que murieron al menos cuarenta y tres personas?
No se nos debería olvidar que los Derechos Humanos nacieron tras las dos guerras
mundiales del siglo pasado. Hace unos días vi imágenes espantosas de la Gran
Guerra, que con la llegada de la Segunda Guerra Mundial pasó a designarse Primera
Guerra Mundial. La tamaña irracionalidad de
una guerra es tan inconmensurablemente gigantesca que resulta imposible no recapacitar y admitir que el ser humano es el ser capaz de cometer
inhumanidades. La atrocidad es patrimonio de la humanidad. Los Derechos Humanos son los derechos que nuestra inventiva creó para
protegernos de nosotros mismos cuando sufrimos la veleidad de ser inhumanos con
nuestros semejantes. Recurro a Marina y a la obra citada: «Reclamar un derecho es pedir una protección para que ese daño no vuelva a suceder; y una protección que no dependa de una eventual benevolencia». Hete aquí la presencia del derecho y por supuesto la del deber. Tengo el deber de tratar como un ser
humano a cualquier ser humano. Es un deber ético, político, social, sentimental. Ese deber es el que me garantiza el derecho de que
a mí me traten del mismo humano modo. Feliz día de los Derechos Humanos. Una celebración y una vindicación por unos Derechos que ojalá no tardando mucho los consideremos muy insuficientes para vivir una vida digna.