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martes, noviembre 19, 2024

La conducta cívica se atrofia si no se practica

Obra de Nigel Cox

La temporada pasada publiqué en este mismo espacio un artículo titulado Adiós a la hipocresía. En el segundo de sus párrafos escribí que «uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia». En ese momento no disponía de suficiente imaginación verbal para conceptualizar esta tendencia que sin embargo observaba cada vez más asentada en el ecosistema social. Por este motivo ha sido muy reconfortante comprobar cómo el dibujante y escritor Mauro Entrialgo ha logrado dar con el concepto exacto de esta forma de conducta calificándola con el brillante nombre de malismo. Entrialgo ha escrito un ensayo titulado con este hallazgo lingüístico en el que comparte la definición exacta del término: «El malismo consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial». La zafiedad, la grosería, el lucimiento de la conducta poco elegante, la bajeza moral, los discursos de odio en los que se trama el mal para el prójimo, se premian cuando quien se conduce así en vez de ser descalificada como persona maleducada es elevada a referente social, o se le aplaude encendidamente con el fin de cimentar su reputación. El malismo cotiza al alza en el parqué social.

La exhibición altiva de la propia vileza acarrea beneficios de genealogía social. Mauro Entrialgo pone muchos ejemplos en las páginas de su ensayo. Señala como arquetipo de esta conducta a Donald Trump, al que, desde su condición de epítome modélico de la antiejemplaridad, le salen epígonos por todo el orbe terrestre. Una muestra de su malismo sucedió cuando en pleno periodo electoral el ya elegido presidente del país más poderoso del planeta Tierra alardeó de que podría disparar a alguien en la Quinta Avenida y no perdería ni un solo voto. El comportamiento desdeñoso con los demás recluta adeptos y el entorno es progresivamente más receptivo para quien presume de irrespetuosidad y de un obrar degradante y embrutecedor. Los malistas  no encuentran reparo en esgrimir mentiras para acreditar ideas, en retorcer los datos para confirmar creencias, en jugar con las cifras para refrendar propuestas xenófobas y aporofóbicas. Quienes los secundan les regalan vítores en los que la zafiedad se relee con no tener pelos en la lengua, la desconsideración y lo descortés se pretexta como una forma de zafarse del yugo esclavizante de lo políticamente correcto. Se justifica con preocupante liviandad el comentario maleducado apelando a la libertad de expresión, el delito de odio indicando el derecho a opinar, la barbaridad lexicalizada apuntando al atrevimiento a decir las verdades. Estas tergiversaciones tan cotidianas demuestran con dolorosa transparencia cómo la banalización del lenguaje acarrea la banalización de la vida. 

Si el respeto se sintetiza en el cuidado con el que debemos tratar la dignidad de la que es acreedora toda persona, el malismo se vanagloria de irrespetarla, caricaturizarla o anticipar que a muchas personas se las tratará como si no la tuvieran. Aunque se enmascare de múltiples formas y se empalabre de diferentes maneras, la dignidad humana de la que las personas nos hemos hecho titulares para no hacernos daño y aspirar a vivir vidas buenas es el gran enemigo a batir de quienes enarbolan el malismo. En la batalla léxica el malismo está saliendo victorioso al lograr que la otrora plausible palabra buenismo albergue ahora connotaciones peyorativas anexadas a la estulticia o la ingenuidad. La persona que propugna horizontes más amables y bondadosos pierde credibilidad y es descalificada como estólida e inocente. En cambio, la persona que aboga por la insolidaridad y el dinero como único mediador de la experiencia humana es bendecida como sensata, precavida y conocedora de los engranajes que mueven el mundo. Existe una máxima que advierte que la conducta cívica se atrofia si no se practica. Otro peligro mayúsculo que precipita su oxidación consiste en jalear la conducta acivilizatoria. A todas las personas nos atañe interrumpir esta peligrosa degradación del medio ambiente social.


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martes, abril 02, 2024

¿Se puede ser buenista y bueno?

Obra de Tim Eitel

En el ensayo La banalidad del bien, el filósofo Jorge Freire lanza una pregunta muy sagaz. «¿Será posible que cuando no es posible una vida buena solo queda el buenismo?». Para entender bien este interrogante hay que retroceder unas cuantas páginas del libro y averiguar qué acepción de buenismo desgrana el autor. No es gratuito este matiz, porque de un tiempo a esta parte el término buenismo ha devenido en palabra polisémica y sirve para catalogar comportamientos no solo dispares y y heterogéneos, sino a veces directamente antagónicos. En muchas ocasiones se utiliza para denostar al que propone que la manera más inteligente de inscribirse en el mundo compartido es hacerlo con bondad. Freire lo define como «disimular por medio del lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Desde esta posición semántica, es fácil concordar con el autor cuando luego añade que la maniobra del buenismo es que trivializa la buena acción en exhibicionismo, la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo («ansia de pureza que esteriliza la disidencia»). Por tanto esta mirada interpreta el buenismo como sinónimo de hipocresía y cinismo. Es buenista quien enarbola valores éticos en su discurso, pero los desdice en sus actos. El buenista santifica la teoría con sus aportaciones narrativas, pero no quiere saber nada de su traslación a la práctica. Si hacemos caso a la canónica filosófica, y la moral es moral vivida, y la ética es reflexión sobre esa moral, cabe conjeturar que el buenista es aquella persona tremendamente ética, pero muy poco moral. Es un publicista de sus propios valores éticos, ostentación que delata su buenismo. Quien se afirma virtuoso deja de serlo al instante. 

Recuerdo que en mi última conferencia me preguntaron qué pensaba de la actual crisis de valores. Quien pregunta por la crisis de valores propende a admitir la existencia de una depreciación de valores éticos y a aceptar la existencia de un tiempo pretérito en el que se debió de vivir una inflación gloriosa de todos ellos. Fui breve y taxativo en mi respuesta: «no hay crisis de valores, hay crisis de virtudes». La mayoría de las personas sabemos qué valores son los que allanan la convivencia y permiten colectiva y políticamente el acceso a una vida buena, pero otra cosa muy distinta es llevarlos a cabo. Cuando imparto clases de valores éticos el alumnado tiende a encontrar dificultades mayúsculas para definir qué es un valor ético, pero esas mismas personas que naufragan en la aventura de la definición se vuelven avezadas especialistas en el arte de enumerar los valores que saben que gozan del aplauso y el reconocimiento social. No saben qué es un valor ético, pero son eruditos a la hora de desentrañar cuáles son los que deben elogiar. Ocurre algo análogo con el buenista. Sabe muy bien qué palabras necesitan sobreexposición y cuáles no para extender su cotización social. En su precioso libro Las palabras rotas, Luis García Montero señala que las palabras con las que identificamos la excelencia humana y los métodos para conseguirla son bondad, amor, fraternidad, política, lectura, identidad, conciencia, cuidados. Precisamente son estas palabras las primeras que se corrompen cuando las personas se corrompen, y las primeras que se quebrantan cuando el buenista las verbaliza con intenciones muy poco éticas. También son las primeras que se marchitan si no hay condiciones políticas de posibilidad para una vida buena en la que puedan prender. 

 

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martes, septiembre 14, 2021

Primer día de la octava temporada: elogio del buenismo

Obra de Hila Glik

Hoy es el primer día de la octava temporada de este espacio. Después del asueto estival vuelvo a la escritura, a ese ejercicio que consiste en sedimentar en palabras los dinamismos intelectivos y afectivos para hacerlos más inteligibles. Escribir es desafiar al magma desorganizado con que el mundo se empotra en nuestros ojos para ubicarlo en estructuras lingüísticas que colocamos cuidadosamente en diferentes combinaciones de palabras que generen puntos de arraigo y sentido. Para quienes no conocen este espacio, participarles que se trata de un pequeño rincón del mundo conectado en el que comparto perspectiva crítica y propuestas especulativas sobre el apasionante mundo de la interacción humana. Mi posicionamiento es escritura pensativa sobre condiciones de posibilidad que mejoren la intersección en la que unos y otros, unas y otras, compartimos espacio, tiempo, intereses, afectos, cosmovisiones, narrativas, pensamiento, valores, ficciones, identidades, filiaciones. Frente a las reacciones, que siempre van a rebufo de las decisiones de un tercero, reflexiones, que siempre celebran la soberanía autodeterminadora del pensamiento. 

En más de una ocasión mis artículos han sido tildados de buenistas. Esta palabra me provoca cierta jocosidad porque su uso recurrente la ha convertido en un término fetiche y a la vez polisémico. Hoy quiero vindicarlo como adjetivo encomiástico. Para el pesimismo antropológico, pero también para la mirada neoliberal, buenista es sinónimo de ingenuo e iluso, cándido e inocente, emparejamientos cuya genealogía parece derivar de ese otro binomio en el que a la persona bondadosa se le acusa de tonta de puro buena. Quienes utilizan esta acepción de buenista afirman con Hobbes que el hombre es un lobo para el hombre, están de acuerdo con las epistemologías que reducen al ser humano a un ser que solo halla motivación en el egoísmo, y son taxativos en proclamar que sin contraprestaciones monetarias ninguna persona implementaría cursos de acción costosos. Curiosamente cuando particularizo y les pregunto si tanto ellos como sus seres queridos se conducen así responden con tono ofensivo que no. Esta contradicción tan frecuente cuando entablo conversaciones de esta índole debería esperanzarnos.

El buenismo es una forma de instalación en el mundo. Coloca una pupila observadora sobre nuestras posibilidades de emancipación y perfectibilidad transformadora, sin que esta opción ética suponga ignorar o menoscabar la existencia de comportamientos y afectos que lastran y entorpecen la convivencia.  El buenista no ignora los comportamientos inhumanos, sino que además de admitirlos incide reflexivamente en todo aquello que se consensúa humano, no demora su mirada en lo abyecto, sino que la prosigue hasta incluir lo plausible y lo admirable que también observa a su alrededor. Recuerdo una vez que después de pronunciar una conferencia en Madrid sobre la dignidad humana un asistente se acercó y me confesó: «Todo lo que cuentas está muy bien, pero el mundo funciona de otro modo». Le respondí: «me encanta compartir en voz alta o por escrito posibilidades para mejorar ese mundo con el que al parecer usted no está muy satisfecho». A quienes resignificamos horizontes posibles nos acusan de cándidos, como si en la configuración de nuestros pensamientos fuéramos lo suficientemente indoctos como para saber que existen las conductas malévolas y los sentimientos de exclusión del otro, el odio y su enfermiza obsesión por infligir daño, la erotización del poder, la venganza sañuda, la competición que regurgita depredación, el resentimiento y su estanqueidad crónica, la envidia y su incapacidad para domar el deseo, la crueldad, el engreimiento, y que debido a nuestra ignorancia los desahuciamos de nuestra mirada y de las tareas deconstructivas con las que intentamos examinar el mundo.  

Hace unos años escribí un ensayo en el que desglosaba estos sentimientos que esclerotizan el corazón y la vida. Los agrupé nominalmente con el nombre de los sótanos del alma. Pero no me detuve en ellos, sino que mi inspección se encaminó hacia otros afectos y otros estrados sentimentales que facilitan convivencias más óptimas y convierten los haceres de la vida en prácticas que apetece volver a repetir una y otra vez. Si el buenismo es recordar la presencia de estos sentimientos y cómo su concurso fortalece los vínculos humanos, entonces me declaro buenista. Si ser buenista es evitar la colonización de un pensamiento que solo señala los aspectos desfavorables del ser humano para legitimar desigualdades y opresiones y que es incapaz de ver que al lado de tanta inhumanidad hay ingentes cantidades de humanidad, soy buenista. Negar la existencia del amor, la bondad, la fraternidad, la cooperación, el cuidado, la compasión, la dignidad, no hace a nadie más erudito ni más avezado ni más experimentado, lo hace más insensible. Sin embargo, incorporar estos sentimientos y estas ficciones axiológicas al discurso y a las prácticas requiere un hercúleo esfuerzo cognitivo. Destruir es muy fácil, construir, muy difícil.  Presentar una enmienda a la totalidad afirmando que el mundo es una inmensa ciénaga es un recurso muy pueril. Analizar la ambigüedad y la borrosidad humanas para desde su complejidad elegir los lugares más idóneos sobre los que levantar puntos nodales de cuidado social y afectivo, solicita maduración y estudio. Además de describir lo que ya existe, imaginar y desglosar argumentativamente lo que sería bueno que existiera. Esto es el buenismo. La acción en la que se pone la intelección y la imaginación al servicio de una vida en común mejor.

 

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martes, junio 30, 2020

Conducirse con bondad


Obra de Thomas Ehretsmann
Hace unos días me vi envuelto en un breve diálogo sobre la belleza. Un amigo pintor comentaba que su práctica con la pintura le había hecho entablar una relación muy directa con la belleza. De repente, me interpeló y me vi diciendo que en mi caso, y a través de la práctica creativa de la acumulación ordenada de palabras, también me relacionaba con la belleza. Como la escritura no figura entre ninguna de las Bellas Artes, enseguida puntualicé: «Más bien me relaciono con la bondad. Llevo escribiendo sobre ella unos cuantos años. En realidad, es lo mismo, porque la bondad es la belleza del comportamiento». Si recurrimos al diccionario, veremos que lo bello se define como aquello que por su perfección y armonía complace a la vista y al oído, y por extensión al espíritu, y que en su segunda acepción lo bello es lo bueno y excelente, que cuando se observa en la conducta de alguien también genera satisfacción y disposición fruitiva. Recuerdo una maravillosa definición de Emilio Lledó acerca de la bondad. Es una definición desterritorializada de religiosidad y que cursa directamente con la ideación de la belleza del comportamiento. Nuestro querido maestro designaba como bondad el cuidado por el juzgar y entender bien. Es una afirmación aparentemente sencilla, pero en su profunda expresividad descansa todo lo que necesitamos los seres humanos para que nuestras interacciones puedan llegar a ser lugares amables y hospitalarios. Ese cuidado comprensivo es un pensar bien, como recoge el diccionario de la RAE cuando en su tercera acepción convierte en sinónimos cuidar y pensar. Cuando somos comprensivos, pensamos bien, y cuando pensamos bien estamos cuidando y cuidándonos. Para ese pensar bien necesitamos ser bondadosos tanto en el despliegue de las inferencias como en la evaluación de las conclusiones.

Hablar permite que los pensamientos de las personas se toquen y realicen juegos de arrullo entre ellos para que sepamos cómo nos habitamos de la piel para adentro unas y otras. Cuando los pensamientos se acarician, estamos dialogando, facilitando que la palabra circule entre nosotros, que es exactamente lo que significa etimológicamente diálogo. Pero esa palabra que deambula por el espacio compartido no es una palabra cualquiera (como sin embargo sí puede serlo en el hablar), sino una palabra que cuida la dignidad de nuestro interlocutor al tratarlo con consideración y respeto. Una palabra cuidadosa y cuidadora que pone atención en la interseccion formada por el nosotros que habilita el diálogo. Ahora se entenderá por qué me parece imbatible la definición de Eugenio D’Ors que utilicé en El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza cuando en una especie de greguería anunció que el diálogo es el hijo de las nupcias que mantienen la inteligencia y la bondad. Somos entidades lenguajeantes, según la terminología de Maturana, pero al lenguajear en el marco del diálogo la entidad lenguajeante también es una entidad bondadosa. Si no lo fuera, no habría posibilidad de establecer un diálogo.

En el artículo sobre la bondad que publiqué hace unos años, y que enigmáticamente se convirtió en un fenómeno viral, definía la bondad como toda acción encaminada a que el bienestar comparezca en la vida del otro. No se trata por tanto de descubrir la bondad, sino de crearla, de que nuestro comportamiento se conduzca con ella y al hacerlo la haga existir. La bondad no es nada si no hay conducta bondadosa. Si cientificamos el lenguaje, podemos decir que la bondad es una técnica de producción de conducta, un instrumento para dulcificar y plenificar la interacción humana. Cuando obramos con bondad estamos cuidando al otro y también a nosotros, estamos siendo amorosos en nuestra prática de vida. En un sentido lato, el amor es la alegría que nace cuando cuidamos el bienestar de las personas que queremos. El propio Maturana habla del amor como el sentimiento que cuando se da en la coordinación de acciones compartidas trae como consencuencia la aceptación mutua de sus participantes. Somos individuos que hemos decidido agregarnos en redes gigantescas para a través de la interdependencia poder ser más autónomos, y de este modo aspirar a decidir libremente el contenido de nuestra alegría. Conducirse con bondad, poner cuidado en entender y juzgar bien, es una manera muy inteligente de aproximarnos a ser y estar alegre en la praxis del vivir. Nos encontraríamos con la forma más hermosa de concelebrar la vida, festejar la bondad, ensalzar el amor. Nuestros ojos se toparían con la belleza del comportamiento. Probablemente también con su magnetismo. Con el deseo de incorporarla a nuestra vida a través de la admiración.



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