Obra de Thomas Ehrestmann |
La desbocada acumulación competitiva de conocimiento con valor de uso en el mercado hurta los espacios y los tiempos del saber que se hace práctica de vida. En una
conferencia semanas antes de decretarse el estado de alarma social le escuché al profesor Fernando Broncano decir con cierto tono
pesaroso que en los últimos tiempos las personas no tienen biografías, tienen currículo;
no tienen experiencia, tienen titulación. Hace unos días hablaba con mi mejor amigo que el
conocimiento cuya semántica se refiere de un
modo cada vez más monopolizado a conocimiento técnico, no produce
implicaciones, no es palanca para la nutrición biográfica, no posee
ninguna soberanía sobre la capacidad deseante. Sólo el pensar
brinda sentido, se convierte en ensanchamiento de la sensibilidad, nos
insubordina para que aprendamos a desobedecer nuestros propios deseos
cuando nos jibarizan o nos esclavizan, y puede
finalmente arribar a expresión de vida relacional y afectiva. Los conocimientos teóricos se minusvaloran porque tenemos una idea muy reduccionista de la teoría. Según esta
acepción, teoría es todo ejercicio especulativo, ideas que van y vienen
en su infinito deambular, significantes que flotan sin llegar a posarse
en las cosas que se hacen. Disiento
profundamente. La
teoría es sedimentación de la práctica que genera práctica. La práctica es el
despliegue de la teoría que genera teoría. No son enemigos frontales, no son contrapuntos que se equilibran, son una
misma respiración. La teoría de los saberes prácticos es pura práctica, aunque, como bien matiza Marina
Garcés en Ciudad Princesa, «la
teoría que no se ocupe de elaborar las condiciones que nos permiten pensar de
otra manera solo puede acabar siendo ideología o dogmatismo».
La condescencia con la que se trata a las humanidades en la oferta
curricular es hija
de la irrelevancia de los saberes prácticos, puesto que en el orden capitalista se dedeña todo saber que no extienda las posibilidades laborales y por extensión el acaparamiento de lo monetario. Secularmente se denominaba práctico al conocimiento que modifica y
plenifica el carácter. Práctico era
todo artefacto que servía para pensar la realidad, para comprendernos cuando intervenimos en
el mundo e intentamos acomodarnos en alguno de sus pliegues en busca de una
serenidad no reñida con el inconformismo crítico. Ahora práctico no es el que se autodetermina con el conocimiento, sino
el que aprende habilidades perfectamente acreditadas por la industria de la titulación para ser reclutado por el mercado. En
un mundo tan pragmático y técnico, deberíamos reivindicar lo práctico no como una significación maravillosamente inútil (como hace Nuccio
Ordine), o
como algo no lucrativo (Martha Nussbaum), sino como el instrumento que
nos
permite pertrecharnos de adminículos conceptuales y de una historia sobre nosotros mismos para pensar y sentir con más profundidad y horizonte. Pensar no es hacer abstracción. No es especulación. No es teorizar sin hacer. Pensar es un pensar juntos para crear saberes y haceres que conversen con la vida siempre con
el noble propósito de tratarnos mejor unas a otras. De todo a lo que todos podemos aspirar, no hay nada más práctico. Nada más noble. Nada más sabio.
En el pensar todos somos principiantes.
¿Cómo sería el confinamiento sin Humanidades ni producción cultural?
¿Cómo sería el confinamiento sin Humanidades ni producción cultural?