Obra de Geoffrey Johnson |
Las emociones son dispositivos con los que nos
obsequia nuestro acervo genético para adaptarnos apresuradamente a las demandas del
entorno, mecanismos operativos para el acontecimiento
de existir. La genealogía biológica de las emociones las hace ineliminables.
Debido a su operatividad y a su condición irrevocable, se suele afirmar con buen criterio que todas las
emociones son necesarias. Ocurre que como los términos emociones y sentimientos se
esgrimen indistintamente en el léxico afectivo, erróneamente se ha
extrapolado esta característica de funcionalidad indiscutida a los sentimientos. De ahí que muchas veces escuchemos
afirmar que no hay sentimientos ni buenos ni malos. Se trata de un enunciado
erróneo. Por supuesto que hay sentimientos nefandos. Todas las emociones son ejecutivamente
útiles, pero no todos los sentimientos lo son. En el ensayo La razón también
tiene sentimientos escribí un capítulo titulado Los sótanos del alma
en el que argumentaba esta peligrosa peculiaridad. Existen sentimientos
que impiden que la vida sea una experiencia alegre y significativa. Más bien la convierten en un evento malhumorado y tormentoso. Son sentimientos que abocan a quien los alberga al fracaso afectivo.
En ocasiones he leído que existen emociones negativas, toxicas, erróneas. Las suelen compendiar en miedo, irascibilidad, tristeza. No estoy de acuerdo. El miedo es una emoción muy útil en tanto que nos alerta de aquello que pone en riesgo nuestro equilibrio y dispara diferentes respuestas según sean nuestros intereses y los matices de la situación. La irascibilidad nos suministra de forma rapidísima excedente de energía para revolvernos contra un hecho que consideramos injusto y cuya reparación nos parece improrrogable. La tristeza señala la pérdida de algo valioso y solicita ayuda y cuidado a través de la contracción del cuerpo, el rostro compungido o las lágrimas. No son emociones negativas, ni desenmascaran ningún déficit psicológico, ni delatan inmadurez vital. Son funciones de un incalculable valor adaptativo, emociones primarias destinadas a algo tan audaz como responder a nuestra propia protección, informes que emite el cuerpo al relacionarse con el mundo de la vida y que al releerse cognitivamente se metamorfosean en sentimiento. Las emociones son instrumentalmente plausibles, pero no le ocurre lo mismo a todos los sentimientos. En su monumental Teoría de los sentimientos, Carlos Castilla del Pino los describe como experiencias que integran múltiples informaciones y evaluaciones positivas y negativas que implican al sujeto, le proporcionan un balance de la situación y provocan una disposición a actuar. En El laberinto sentimental, José Antonio Marina explica que los sentimientos son balances que dan voz a la situación real, los deseos, las creencias, las expectativas y la autopercepción, la idea que el sujeto tiene de sí mismo. A mí me gusta puntualizar que no son evaluaciones psicológicas, sino auditorias éticas. Los sentimientos organizan valorativamente nuestro mundo.
La existencia de sentimientos buenos o meliorativos
implica la existencia de sentimientos maléficos o perjudiciales que infligen
cantidades ingentes de dolor en la vida afectiva de quienes se articulan bajo
su mandato, y cuya irradiación puede polucionar gravemente la vida de las
personas de su derredor. Al profesor Fernando Broncano le leí hace tiempo que
«si quieres entender el conocimiento, empieza por la ignorancia; si quieres
entender el cuerpo, empieza por la enfermedad; si quieres entender la mente,
empieza por los estados alterados y las represiones; si quieres entender la
sociedad, empieza por la anomia y la injusticia». Con los sentimientos ocurre
lo mismo. Si quieres entender los sentimientos buenos, empieza por escrutar los
malos. Hay varias creaciones sentimentales articuladas con poca sensatez que nos entregan información preciosa precisamente por lo nefastas que son.
Pienso en el odio, el resentimiento, la envidia, las desmesuras del ego. En flujos sentimentales cenagosos el otro no es un aliado con
el que transfigurar nuestra interdependencia en autonomía, es un rival que nos
daña y nos provoca desasosiego y aflicción. No hay nada que exhorte a lo bueno, nada que emancipe y regale transformación mejorada. El odio, el rencor, la envidia, la
soberbia, el engreimiento, son sentimientos que en vez de expandirnos nos vuelven residuales y enajenados. Ese repertorio de sentimientos nos
embotella en las dimensiones claustrofóbicas del yo, ese recinto que cuando se cierra numantinamente propende a la entropía y a desajustar el espacio compartido. En estos
sentimientos quedan obstruidas las grandes
disposiciones para levantar convivencias gratas y plenificantes: la
bondad, la amabilidad, la alegría, la generosidad, la gentileza, la compasión,
el perdón, el amor. Sin estas manifestaciones afectivas se complica vivir una vida alegre. Vivir cada día de tal modo que deseemos volver a vivir lo vivido.