Mostrando entradas con la etiqueta economía cognitiva. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta economía cognitiva. Mostrar todas las entradas

martes, junio 17, 2025

«De lo que recordamos, lo sorprendente es que algo sea cierto»

Obra de Tim Etiel

Cada vez me suscitan más interés los sesgos y la centralidad que guardan para la vida cotidiana. Es muy llamativo cómo nuestro cerebro se pauta a sí mismo cuando se dedica al procesamiento de la información. La psicología cognitiva ha descrito como desviación retrospectiva la propensión a interpretar un acontecimiento pretérito con la información disponible en el presente, pero que era absolutamente nonata cuando ocurrió el acontecimiento. Recordar es reconstruir, y en esta artesanal tarea podemos incurrir en trampas cognitivas al añadir un conocimiento y unas perspectivas afectivas, éticas y culturales que entonces eran del todo inexistentes. En nuestras biografías  este sesgo opera de forma ininterrumpida. Se examina algo domiciliado en el pasado y se propende a utilizar la información y la valoración que no existían cuando sobrevinieron los hechos que ahora forman parte de nuestro patrimonio memorativo. Al exponernos a información posterior recreamos el episodio confiriéndole un sentido desconocido cuando ocurrió. Explicamos las cosas del ayer no como nos parecían que eran, sino como ahora nos parece que fueron. El pasado no es un ente estático, no es un punto inanimado que acaeció y que queda ahí calcificado para siempre. El pasado muta a medida que aflora nueva información que lo rehabilita. La arquitectura dinámica de lo pretérito está en una continua interacción con el presente que hace que lo pasado no se clausure jamás. La archiconocida expresión «el pasado, pasado está» es por tanto una enunciación sumamente inexacta.  

La modificabilidad inacabable del pasado se explica porque el presente reasigna significación a cada acontecimiento. Nietzsche escribió que no existen los hechos, sino sus interpretaciones, que es como declarar que no existe el pasado, sino la forma en que la memoria lo recuerda. Ulric Neisser argumenta que la memoria no es una reproducción pasiva del pasado, sino  una reconstrucción activa. En una línea complementaria, Ulrich Beck  sostiene que en numerosas ocasiones hay una abrumadora disparidad entre nuestra vida (lo ocurrido) y nuestra biografía (cómo nos contamos lo ocurrido). Tengo un hermano mellizo y, cuando  evocamos episodios de nuestra infancia, me asombra comprobar cómo nuestros recuerdos y nuestras estimaciones sobre la localización de un mismo hecho divergen tanto que llegan a poner en cuestión la existencia fáctica del hecho mismo. Estoy persuadido de que quienquiera que ahora esté leyendo este texto podrá sumar ejemplos de su experiencia diaria. Quizá vivir consista en aprender a contarse asumiendo que la vida se presta a ser un cuento narrado con la parcialidad de quien lo protagoniza. 

Cuando un hecho migra a recuerdo, el hecho ya es una reinterpretación que abre un hiato incognoscente con lo sucedido. Basada en la peculiaridad de que la rememorización no es posible fuera de este umbral, el neurocientífico Michael S. Gazzaniga sostiene en El cerebro ético una hipótesis desconcertante que deberíamos tener muy presente cada vez que sometemos a escrutinio nuestra historia de vida: «De todas las cosas que recordamos, lo más sorprendente es que algunas sean ciertas». Si la memoria es una reconstrucción forjada con los elementos cognitivos y afectivos propios de la interpretación, ¿podemos mentirnos sin saberlo? ¿El olvido es electivo o involuntario en la praxis evocativa? ¿Nuestro acervo memorativo es una ficción renovable con cada nueva auditoría a la que lo sometamos? En su denodada defensa del continuo devenir de la vida Heráclito aseveró que «no nos podemos bañar dos veces en el mismo río», y acaso puede ocurrir que tampoco podamos rememorar dos veces el mismo hecho. La naturaleza de estas preguntas incluso es susceptible de desbordar lo personal e íntimo y adentrarse en la dimensión histórica. ¿Qué hay de verosímil en las narraciones que las sociedades hacen de sí mismas y de sus vecinas, y de las que emana la historia? ¿No están igualmente impregnadas de interpretaciones, sesgos y categorías filtradas por quienes en ese momento detentaban el poder político, económico, epistémico? La interrogación cardinal no es por tanto indagar cuál es mi pasado, nuestro pasado, sino cómo lo recuerdo, cómo lo recordamos. La pregunta la formula Joan-Carles Mèlich en su último ensayo tras advertir que nadie sabe en el fondo quién es. Quizá nunca lo sepamos y este sea quizá el conocimiento más genuino al que podamos aspirar.


Artículos relacionados:
Existir es una obra de arte.
Somos el animal que hace valoraciones.
Lo cotidiano es el lugar donde sucede la vida.

 

martes, mayo 06, 2025

Errar es de humanos y echarle la culpa a los demás es de sabios

Obra de Helena Georgiou

El acervo popular nos recuerda que errar es de humanos y rectificar es de sabios. Sin embargo, desde que se inventaron las excusas es inusual que alguien asuma la comisión de un error, de tal forma que el refrán se ha metamorfoseado y ahora nos indica que errar es de humanos, pero echarle la culpa a los demás es de sabios. Existe una inflación de imputaciones y acusaciones a terceros (o a las siempre recurrentes circunstancias) con tal de no asumir la responsabilidad de hechos que nos atañen y ante los cuales tenemos el deber de responder. Nos hemos vuelto duchos en el arte de pretextar lo que sea con tal de sortear una responsabilidad que, por comisión o por omisión, nos señala como los autores de un evento poco edificante. A nadie le resulta una experiencia grata tener que atribuirse la autoría de una acción en la que se sale malparado. Para redimirnos, nuestro cerebro ha creado un acto reflejo cognitivo consistente en hallar una o varias  explicaciones que excusen nuestro proceder. Se trata del sesgo de atribución, un atajo heurístico para salir ilesos de cualquier evaluación de nuestro comportamiento. Propendemos a atribuirnos la firma de lo meritorio, pero toda acción que acarree desdoro o demérito siempre es culpa de alguien o algo ajeno a nuestra intencionalidad. Somos portadores de narraciones atravesadas de una opulenta inventiva literaria cuando se trata de descubrir agentes que confabulan contra los buenos propósitos cuando no somos capaces de coronarlos. Este sesgo también recibe el nombre de sesgo de autocomplaciencia. Externalizamos las causas cuando las cosas nos van mal y las internalizamos cuando nos van bien. Lo paradójico de este sesgo es que solo se lo aplicamos a nuestra persona o a nuestros seres queridos. El comportamiento de las demás personas se lo atribuimos invariablemente a causas internas suyas. 

Como esquemas de interpretación y acción, los sesgos operan de forma asociada y combinada. A un sesgo le sigue otro que refrende el anterior, así en una conglobación de sesgos cuya última finalidad es autodotarse de invisibilidad. Quien se regula sesgadamente no se percata de esta mediación epistemológica, y es en esta inadvertencia donde está concentrada la nocividad de los sesgos. Al sesgo de atribución le suele escoltar el sesgo de confirmación, la tendencia a buscar e interpretar nuevas pruebas que confirmen lo que uno piensa. Solemos poner el foco de atención en aquellas situaciones que refrendan nuestra hipótesis, lo que valida la hipótesis, que a su vez agudiza la atención en ese ángulo para que en futuras ocasiones solo veamos lo que vuelva a confirmar la hipótesis (es la dinámica que opera en los prejuicios y la que los bunkeriza). Daniel Kahneman en Ruido nos precave de que "nuestra mente convierte con facilidad una correlación, por baja que sea, en una fuerza causal y explicativa". En el supuesto de no poder desvelar la causa, arraigará el cada vez más prolífico sesgo conspiracionista. Atribuimos motivos ocultos a los agentes a quienes imputamos las causas de nuestros deméritos. 

El sesgo de confirmación aparece temprano en la infancia y dura toda la vida. En La mente de los justos, Jonathan Haidt cita a los científicos cognitivos franceses Hugo Mercier y Dan Sperber, que en sus estudios concluyeron que el razonamiento no evolucionó para ayudarnos a encontrar la verdad, sino para asistirnos a la hora de entablar discusiones, persuadir y manipular cuando confrontamos nuestro pensamiento con el de otras personas.  También se puede añadir que esta maniobra de socorro se activa cuando dialogamos con nuestra mismidad. El sesgo nos persuade de que no adolecemos de falta de destreza, sino de que las cosas no nos van bien por por culpa de elementos externos. Los autores franceses postulan que el sesgo de confirmación es una función incorporada de una mente argumentativa, y no un error que pueda erradicarse. Es congruente que se opere así porque los sesgos son portadores de fuerzas tranquilizadoras. La plasticidad del sesgo propicia el acogimiento de la buena conciencia, disipa el malestar y la perturbación de responsabilidades, ofrece seguridad, certeza, reduce el miedo, neutraliza ese desasosiego que lo desconocido despierta en nuestro fuero interno. Debido a este poder casi insoslayable del sesgo de confirmación, cualquier contraargumento tendrá que ser generado por personas que no estén de acuerdo con nuestras enunciaciones.  

Daniel Khaneman es pesimista a la hora de erradicar estas disposiciones cognitivas. En Pensar deprisa, pensar despacio comenta que "los sesgos no pueden evitarse porque el Sistema 2  (el pensamiento lento y deliberativo, frente al Sistema 1, el pensamiento rápido e intuitivo) puede no tener un indicio del error. Cuando existen indicios de errores probables, estos solo pueden prevenirse con un control reforzado y una actividad más intensa del Sistema 2. Sin embargo, adoptar como norma de vida la vigilancia continua no es necesariamente bueno, y además es impracticable".  José Antonio Marina sí propone un remedio en las páginas de su ensayo La inteligencia fracasada. Afirma que el uso racional de la inteligencia consiste en usar toda su operatividad para buscar evidencias compartidas. En otras palabras: "El ser humano necesita conocer la realidad y entenderse con los demás, para lo cual tiene que abandonar el seno cómodo y protector de las evidencias privadas, de las creencias íntimas". Y de los sesgos que brotan en sus soliloquios, se puede añadir. Paradójicamente otro sesgo se alía a favor de esta idea de compartir el pensamiento en el espacio intersubjetivo para intentar desenmascarar al sesgo. Es muchísimo más fácil ver la propensión a los sesgos en el pensamiento ajeno que en el nuestro. Escuchar a la otredad es una forma de protegernos de los tropiezos de nuestra mismidad.


martes, abril 29, 2025

El apagón y el conspiracionismo

Obra de Tim Etiel

Llevo una semana leyendo el ensayo Conspiracionismo (Alianza Editorial, 2025) del filósofo y politólogo francés Pierre André Taguieff, un estudio imbuido de vigor intelectual sobre qué mecanismos emplea el cerebro humano para abrazarse a rápidas interpretaciones conspiracionistas cuando el curso de los acontecimientos toma derivas que no concuerdan con lo previsible. La lectura de este ensayo ha coincidido con el apagón total que asoló ayer a la península ibérica. Ha sido una casualidad estar inmerso en el estudio de este trabajo justo el día en que los electrodomésticos vivieron un apocalipsis pasajero. Era cuestión de tiempo que se desataran las hermenéuticas conspirativas inherentes a escenarios en los que nos convertimos en agentes desconocedores de las causas de lo que ocurre y se estampa con absoluta omnipresencia en nuestra cotidianidad. Taguieff afirma acertadamente que las conspiraciones brotan con facilidad en quienes sienten «una profunda insatisfacción experimentada ante el mundo tal y como es».  En páginas posteriores agrega que las creencias conspiracionistas «producen dos ilusiones tranquilizadoras: explicar lo inexplicable y controlar lo incontrolable».


En su investigación, el filósofo francés enumera cinco reglas básicas del pensamiento conspiracionista: 1. Nada ocurre por accidente (o dicho con lenguaje coloquial, todo pasa por algo). 2. Todo lo que ocurre es el resultado de intenciones y voluntades ocultas (es decir, no existen producciones aleatorias eximidas de intencionalidad, todo está subyugado al absolutismo de la agencia humana). 3. Nada es lo que parece (si  en el evento imprevisto hay una voluntad humana, se colige que lo que vemos está protagonizado por lo que no vemos y que debemos desenmascarar). 4. Todo está vinculado o conectado, pero de forma oculta (quienes intuyen complots por doquier suelen entablar correlaciones fácticas basadas en el sesgo de conjunción, perciben con una formidable clarividencia la concatenación de acontecimientos). 5. Todo lo que oficialmente se tiene por verdadero debe someterse a un despiadado examen crítico (puesto que detrás de lo ocurrido siempre hay una intencionalidad taimada que persigue fines ocultos. El escrutinio al que deben someterse los acontecimientos será laxo e insuficiente si no se descifra esa voluntad y se desvelan esos maléficos fines hasta hacerlos coincidir con lo augurado, objetivo que hace que para la mente conspiratoria ningún caso quede nunca rigurosamente cerrado).


Lo que resulta más llamativo del conspiracionismo es su modelo de inteligibilidad. El pensamiento conspiracionista es subsidiario de un tropismo cognitivo muy transparente: a nuestro cerebro le irrita sobremanera la incertidumbre y trata de combatirla con ideaciones apresuradas, suposiciones de una fantasía acelerada, apremiantes atribuciones que adjudiquen una trazabilidad a lo acontecido. Son elementos propios de la economía cognitiva y de muchos de los motivos por los cuales la inteligencia se trastabilla consigo misma. A estos ingredientes hay que sumar la intencionalidad aviesa y la lectura monocausal. La mentalidad complotista no admite azares ni contingencias, se niega a aceptar que existan imponderables cuya disonancia se zafa del valor explicativo de los razonamientos, postula simplismos que no riman ni con la complejidad ni con la heterogeneidad de las sociedades atravesadas de infinitas interacciones de agentes dispares. En contraposición a la asunción de cuotas elevadas de equivocidad en el conocimiento ilustrado, el conspiracionista resuelve su zozobra con ficciones monocausales, o con postulados narrativos que delatan una aplastante simpleza o un poderoso retorcimiento imaginativo. Me resulta imposible no recordar aquí la descomunal obra del Nobel de Economía Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar espacio (Debate, 2012). Cuando pensamos deprisa, somos capaces de atestar de motivos unívocos nuestras apremiantes explicaciones. Cuando pensamos despacio, nos percatamos de la densa complejidad subyacente a cualquier acontecimiento, sea de cariz político, económico, o biográfico, y tendemos a denostar una simplicidad que armoniza mal con las realidades interdependientes.  


Termino ya. Espero que estéis bien quienes ahora posáis vuestros ojos en estas líneas, y que el apagón de ayer no os haya trastocado mucho el cotidiano en el que se despliega la vida. En mi caso fue un día afortunadamente tranquilo,  sin el severo sobresalto que intuía en quienes su salud y cuidados dependen del suministro eléctrico. Junto a mi pareja dediqué la tarde a la lectura en papel, a intercambiar con ella ideas y a pasear juntos por el mar. Fueron unas quince horas en las que los distractores digitales se volvieron inertes. Pensé en la teoría social de la Escuela de Fráncfort y en su acerbada crítica a las industrias de la distracción, en la gigantesca constelación de elementos que compiten por sustraernos la atención. También evoqué a quienes nos han antecedido, en sus existencias desprovistas de las autopistas de la hiperinformación y la ultracomunicación, del panóptico digital, de la conectividad ubicua. Observé a mi alrededor que a pesar de la excepcionalidad de esos momentos nadie se apesadumbró, que el «sálvase quien pueda» que predica el neoliberalismo era ninguneado por la gente con  civismo y apoyo mutuo. Y para periclitar este artículo cabe recordar que son millares y millares de personas las que viven sin esa luz eléctrica cuyo corte ayer nos importunó. No solo en países lejanos, sino también en el nuestro. Ojalá que haber experimentado durante unas horas nuestra orfandad eléctrica nos ponga mejor en la piel de quienes la sufren todos los días a todas las horas. 

 

Artículos relacionados:
No hay respuesta más honesta que no sé.
¿Y si nuestras certezas no son ciertas? 
La inteligencia se mide por el volumen de incertidumbre que somos capaces de soportar.

martes, mayo 03, 2022

«Las cosas no son como fueron, son como se recuerdan»

Obra de Alice Neel

Cada vez me parece más incontestable que la imponderabilidad horada el mundo y convierte las certezas sobre el porvenir no solo en material inservible, sino en premoniciones sin sentido. La imponderabilidad se agazapa detrás de lo ordinario, merodea a hurtadillas el día a día, hasta que de pronto irrumpe de modo fundacional y la cotidianidad queda desarbolada de congruencia. Lo inesperado acaece cuando menos nos lo esperamos, porque si lo estamos esperando ya no puede ser tildado de inesperado. La volubilidad, la falta de firmeza, el mundo agujerado por los imponderables, rigen nuestra minúscula vida, y sin embargo apenas les concedemos participación cuando nos repasamos o revisitamos el ayer para entender un poco mejor en quiénes nos estamos constituyendo ahora mismo. Al retrotraernos, los acontecimientos pretéritos surgen ordenados simétricamente en nuestras evocaciones. Desglosamos el pasado con una disciplina cartesiana que sin embargo era inexistente cuando los hechos se abalanzaron sobre nuestra vida. En las narraciones retrospectivas apenas concedemos participación al azar al coreografiarlas con una secuencialidad y una coherencia inéditas en la versión original. Convertimos en causalidad aquello que cuando sobrevino en nuestra biografía no pertenecía al dominio de lo predictivo. En la rememoración no hay espacio para el azar, tampoco para la atonía y lo anodino, para esa inmensidad de días sin lustre, solo hay imaginativa y poluta comprensión para el plantel de hitos identitarios que desde el presente consideramos merecen protección contra la desmemoria. Enhebramos el pasado de tal modo que al narrarnos nos reconstruimos. Esta reconstrucción se llama biografía, que no siempre concuerda con la historia.  Gabriel García Márquez  nos dijo que «las cosas no son como fueron, son como se recuerdan». Y se recuerdan según sea la operación mental con que nos las contamos.

Con tal de domesticar el desorden, que es el alborotado magma en el que late la vida, la memoria trampea consigo misma para que todo encaje. Me acuerdo ahora de una declaración sorprendente de un neurocientífico que en las primeras líneas de un estudio sobre el cerebro afirmaba que lo más alucinante de nuestros recuerdos es que alguno de ellos fuera cierto. La explicación de esta tendencia a lo apócrifo estriba en que nos fabulamos todo el rato. En el fantástico Lo peligroso de estar cuerda leo a la gran Rosa Montero que «los humanos somos una pura narración, somos palabras en busca de sentido».  La novelista cita la celebérrima sentencia de Epicteto en la que afirma que no somos lo que nos sucede, sino cómo nos contamos lo que nos sucede. Entre lo uno y lo otro se abre un hiato que rellenamos con hermenéutica, suposiciones y fabulaciones, y quizá también con mentiras piadosas que el paso del tiempo va transfigurando en hechos que pasamos a considerar veraces. Nos vamos construyendo narrativamente con la locuacidad silenciosa de las palabras que deambulan por los vericuetos de nuestros soliloquios y nuestros recuerdos. El doctor Oliver Sacks comentaba que cada persona se narra a sí misma la historia de su vida todo el tiempo. Unas páginas más adelante Rosa Montero confirma que «somos todos novelistas, escritores de un único libro, el de nuestra existencia». En el ensayo que acabo de publicar, Leer para sentir mejor, dedico un epígrafe a esta sorprendente costumbre humana de estar relatándonos a cada momento lo que nos ocurre a cada instante para luego examinarnos con una mirada paisajística y transformadora: «La trama literaria en la que nuestra historia muda a biografía y nos va configurando como una entidad empalabrada modula nuestro estilo cognitivo y afectivo».

¿Por qué somos presa sencilla de esta proclividad narrativa con la que abolimos el azar, lo ambiguo, la imprecisión, la borrosidad, lo resbaladizo, la propia ignorancia? ¿Por qué en nuestros análisis el mundo encaja con una delineada perfección matemática que la vida en presente se encarga de desmentir a cada paso? El filósofo y profesor Santiago Beruete da una posible respuesta en una entrevista: «Tenemos muy poca tolerancia a la incertidumbre y una asombrosa tolerancia a la mentira. Hemos metabolizado este engaño consentido». Quizá todo se debe a algo tan humano como evitar la intemperie, el descampado, el desvalimiento. Son realidades incómodas que retumban en nuestros miedos y conexan con nuestra vulnerabilidad ontológica. Tenemos miedo a que algo se rompa dentro de nosotros y el relato en el que se hace especificidad llevadera nuestra vida devenga insensatez indómita, absurdidad amarga, un sinsentido que nos anegue de zozobra primero y pesadumbre sobrecogedora después. El miedo es monárquico, como explica muy bien Martha Nussbaum, no concede ni voz ni voto a nadie que no sea él mismo, vuelve solipsista a quien lo padece, encarcela en una individualidad mísera a sus víctimas. Una forma eficaz de combatir el miedo es fabularnos de tal modo que la narración no conceda espacio a aquellas dimensiones que puedan fragmentarlo en episodios sin congruencia alguna. El relente de la incertidumbre y de la vulnerabilidad no se corrige con mentiras, aunque nuestro cerebro siente atracción y galopa a toda velocidad para fundirse en un profundo y balsámico abrazo con ellas. Luego las reviste de certezas a través del ejercicio narrativo en el que el yo y yo que somos no paran de hablarse y de glosar confidencias.  Rosa Montero nos da una explicación escueta pero definitiva de por qué hacemos esta aparente excentricidad: «Si cambias el relato, cambias la vida».  Al final todo consiste en llevarnos más o menos bien con ese huésped que nos habita y que por más tiempo que pasamos con él nunca llegamos a saber muy bien quién es. Tampoco en qué consiste su vida en nuestro cuerpo. 


   Artículos relacionados:

   Somos coautores de nuestra propia biografía.