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martes, enero 12, 2021

Año nuevo, vida nueva

Obra de Daliah Ammar

Me encanta que cada vez que desprecintamos un año simultáneamente nos hagamos propósitos que añadir a nuestra vida. En ocasiones el agregado de propósitos es tan elevado, o cobra tanta relevancia para nosotros, que hablamos incluso de vida nueva. La inauguración de un año nuevo nos activa a estrenar una vida en la que nos gustaría introducir primicias. Nos entusiasma proponernos novedades que den brillo a nuestra instalación en el mundo. A este hecho tan netamente humano lo llamamos deseo, o proyecto. Un deseo es la conciencia súbita de una carencia que queremos erradicar, o algo apetecible cuya permanencia anhelamos. Sin embargo, un proyecto es la imaginación de una idea sostenida en el tiempo que intentamos llevar a cabo, algo que interpretamos como posible y que genera y orienta una energía en una dirección con el fin de que la posibilidad configurada en nuestros esquemas cognitivos se haga realidad. Los proyectos pueden ser de genealogía muy variada. Pueden ser creativos, deportivos, económicos, laborales, afectivos, sentimentales. Cuando el mundo concede derecho de admisión a alguno de nuestros proyectos sentimos que la vida se alía con nosotros y esa alianza nos suministra altos niveles de una fuerza que se disemina con celeridad por todo el cuerpo. En ese instante sentimos cómo nos invade la alegría, el sentimiento al que se subordina el grueso de las acciones del rebaño humano. Todo aquello que no colabora con nuestra alegría lo arrumbamos al desván de las cosas no deseables.

Según la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, los animales humanos poseemos conciencia de nuestra mortalidad; pasamos toda la duración de la vida dentro de un cuerpo; nos resulta imperativo comer y beber para mantenernos vivos; precisamos refugio contra el frío, el calor, la lluvia, el viento, la nieve y las heladas; poseemos apetito libidinal sin condicionantes periódicos; disponemos de la capacidad de discernir el dolor y el placer; estamos pertrechados de percepción, imaginación y pensamiento; aprendemos desde muy temprano, planificamos y dirigimos nuestra vida; vivimos para y con otras y otros, nos relacionamos junto a animales y plantas; nos reímos y nos divertimos; y a pesar de nuestra irreversible socialidad vivimos nuestras experiencias individualmente solos desde que nacemos hasta que morimos. Si tuviera que decantarme por alguno de estos atributos que nos singulariza del resto de seres vivos con los que compartimos el planeta Tierra, elegiría nuestro estado de proyecto. Nietzsche escribió que los seres humanos somos una especie no prefijada. Podemos autoderminarnos, pero también podemos configurar el mundo que habitamos. Somos proyecto porque podemos imaginar, como señala Nussbaum, y poner todo nuestro empeño para que lo visualizado en nuestra imaginación finalmente suceda fuera de ella.  El neurólogo David Bueno lo explica muy bien en el capítulo con el que participa en el libro coral Humanidades en acción. El emblema distintivo de los seres humanos es que «somos los únicos que podemos imaginar conscientemente futuros alternativos». 

Imaginar es dar forma al futuro para orientar nuestra energía en el presente, aprovecharnos para ello del concurso del conocimiento adquirido en el pasado, y transitar desde la incubación a la cristalización de la idea. Llegamos al futuro mucho antes de que lleguen nuestros pies, y esta circunstancia es factible gracias a que tenemos a nuestra disposición la función creadora y adivinatoria de la imaginación. De repente lo que existe puede ser mejorado, o lo que no existe puede ser soñado y configurado para que exista. Este hecho que parece palmario e incontestable se pone en entredicho de manera permanente en diferentes áreas de la agenda humana. Margaret Thatcher se presentó a las elecciones de 1979 con el eslogan «No hay alternativa», que se puede releer como que «ya no hay nada que imaginar». Con la primera frase obtuvo el poder, con la segunda probablemente lo habría perdido, pero ambas significan lo mismo. Francis Fukuyama alcanzó notoriedad y adeptos en los noventa anunciando el fin de la historia, que era el equivalente a notificar que el presente era tan perfecto que el futuro devenía en algo innecesario, y por tanto la imaginación humana renunciaba a sus funciones constituyentes. Como era de esperar han sido suficientes un par de décadas para que Fukuyama haya afirmado públicamente que se equivocó.

En muchas de mis conversaciones cotidianas hablo de otros mundos posibles que generen menos sufrimiento, menos daño y montos más reducidos de inequidad social. Mis interlocutores suelen objetar mis apreciaciones con el argumento de que «eso es imposible». Suelo responder que estoy de acuerdo: «es imposible para tu cerebro». Cuando cercenamos la posibilidad de imaginar estamos negando nuestra condición de especie en perpetuo tránsito. La manera de organizar la vida en común es un lugar deliberativo tan inacabado como nosotros mismos. La plasticidad de nuestro cerebro conlleva la plasticidad del mundo de las ideas en el que habitamos, fijar sentido a través de las herramientos conceptuales con las que elaboramos los imaginarios en los que luego nos acomodamos. Lo he escrito muchas anteriores veces, pero no me cansaré de repetirlo. Todo lo que ahora nos parece obvio hubo un momento en que no existió, y si ahora existe es porque alguien tuvo la osadía de imaginarlo. Estoy seguro de que a ese alguien osado le repitieron que su idea era imposible. Progresamos gracias a la desobediciencia imaginativa de los hombres y mujeres que idearon otras posibilidades. Que el nuevo año inspire a todos y todas buenos proyectos, energía, conocimiento y suerte para cumplirlos. Y que la vida humana se beneficie de ellos.

 

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martes, noviembre 17, 2020

El misterio de cumplir años

Obra de Jean Pierre Cassigneul

Aunque nací el Día Mundial de la Bondad (el 13 de noviembre), el pasado sábado 14 fue mi cumpleaños. Mi hermano mellizo y una sugerencia en la inscripción del registro civil ocasionaron la existencia de esta disociación. Agradezco a todas y todos los que habéis tenido la amabilidad de felicitarme ambos días. Había mucho cariño en comentarios tan entrañables y bonitos. El alud de mensajes ha sido tan voluminoso que no he podido todavía dar las gracias personales a todas las personas que me han felicitado. Me gusta saludar a quien tiene la deferencia de dedicarme un trocito de su tiempo. Me encanta devolver esa atención y estos días lo haré al ritmo que me permitan mis tareas.

Nada más despertarme con mi nueva edad recordé unas antiquísimas declaraciones del siempre añorado y muchas veces escuchado y disfrutado Antonio Vega. El chico de la mirada triste comentaba la inaudita desorientación que le produjo en su momento acceder a la cuarentena: «A veces lo pienso y digo: ¿cómo es posible? No puede ser, tiene que haber un error. No me siento con esa edad en absoluto, tal vez porque no encarno la definición de una persona en los cuarenta». Al rebasar por segunda vez los cincuenta tampoco me he sentido adjudicatario de esa edad, aunque la cotidianidad la sanciona a cada instante. Cumplo los requisitos para ya no ser joven, o no al menos como lo he sido. La vida te expatria de la juventud y te adentra en otro lugar cuando compruebas con estupefacción que los jugadores de fútbol tienen menos años que tú, la médica que te atiende con deferencia podría ser tu hija, los adolescentes con los que te cruzas te tratan de usted, prefieres escuchar la música que te apasiona a un volumen más bajo, las facturas mantienen obcecado interés en no olvidarse de tu nombre, lees a escritoras y escritores espléndidos a los que sin ningún problema aritmético les puedes sacar uno o dos decenios. Para la lógica es una contradicción, pero con cada nuevo año corroboro que a pesar de que los días pueden llegar a ser muy largos, la vida es sorprendentemente muy corta. Y muy enigmática.

La dislocación entre edad (lineal) y vida (volátil, serpenteante, llena de recovecos y garabatos) provoca un conjunto de perplejidades. La edad (acopiar la existencia en una ordenación numérica) entabla una relación de encuentros y desencuentros con la vida (un maremágnum de sentimientos, cogniciones, capital empírico y constelación desiderativa que opera sistémicamente y que no mantiene exacta simetría con el número asignado a la edad). La vida amalgama el tiempo y solo lo sedimenta cuando lo metamorfosea en vivencia, esa aleación formada de hábito y memoria. La edad es un guarismo, sin lugar a dudas, pero un guarismo que no informa de lo que sí importa, la salud del cuerpo y la de los deseos. El cuerpo alberga imperativos biológicos que conviene no desdeñar, y los deseos operan en otra órbita. Nietzsche escribió acertadamente que tenemos la edad de nuestros deseos. Battiato canturreó que hay deseos que no envejecen a pesar de la edad. Como he leído jocosamente a algunos autores, hay gente que se muere a los 27, aunque no la entierran hasta los 72. Cada edad guarda sus hitos y lo reconfortante es aprender a habitarlos con alegría y cordura.

De la esfera de los deseos concedo centralidad al deseo de aprender, despertar todas las mañanas con ganas de curiosear con qué cosas nos agasajará el día que empieza a asomarse, y cómo podremos metabolizarlas para que al acabar la jornada seamos más inteligentes y bondadosos. Aprender es apropiarse de lo que enseña el mundo con el fin de utilizarlo para instalarnos en él de un modo más emancipador. Solemos emparejarlas, sin embargo la edad y la experiencia no necesariamente van siderúrgicamente soldadas en la agenda humana como muchas erróneas veces solemos afirmar. Lo que sí produce experiencia  y nos transforma (que es el fin último de la experiencia) es reflexionar con buenas herramientas conceptuales y un buen acervo de ideas sobre lo que acontece y nos hace mientras lo hacemos y lo acontecemos. Prometo que me resulta precioso cumplir años experimentando vívidamente el contradictorio dinamismo didáctico de saber cada vez menos mientras cada vez sé más. Para el pensamiento lógico es algo incomprensible. Para el entramado afectivo que conformamos cada una de nosotras y nosotros es el maravilloso enigma del suceder que sucede mientras estamos sucediendo con otras personas a las que les sucede exactamente lo mismo. También lo podemos llamar escuetamente vivir. Aspirar a teñir de afecto cada instante mientras tratamos de extender lo posible en nuestras vidas y en la de los demás.

 

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