Obra de Elysabeth Peyton |
Leibniz escribió en el siglo XVIII que «el mundo real es el mejor de todos los mundos posibles». Es una aseveración tremendamente conservadora. Si vivimos en el mejor de los mundos posibles, entonces no quedan elementos que mejorar y resulta disonante cualquier apunte transformador. Esta aserción abre la puerta de par en par al conformismo acrítico, a la momificación de las ideas, a considerar innecesario pensar más allá de lo que creemos saber, al peligroso adelgazamiento de la imaginación política y ética, a la dilución del compromiso social, al derrotismo, a la sencilla descualificación de cualquier proposición oponente o de cualquier alternativa que señale metas más emancipadoras y respetuosas con la vida humana y el entorno ecológico en el que se despliega. Releyendo estos días diferentes pasajes del muy documentado ensayo Happycracia, sus autores, Edgar Cabanas y Eva Illouz, refutan esta afirmación tan usual en la industria de la felicidad citando a Antoine, el personaje de la novela Los Buddenbrook de Thomas Mann. La refutación es muy perspicaz. No es que no vivamos en el mejor de los mundos posibles, es que según Antoine, «no podemos saber si vivimos en el mejor de los mundos posibles». ¿Qué criterio de evaluación empleamos para afirmar algo así? Karl Popper (1902-1994) defendía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, si bien añadía una coda que consistía en señalar el procedimiento utilizado para sostener su afirmación: «vivimos en el mejor de los mundos posibles del que tengamos conocimiento histórico».
Este criterio popperiano resulta rotundamente conservador. Esgrime el pasado biográfico de la humanidad como medida deliberativa, pero hace caso omiso a cualquier observación propia de la inventiva y la reflexión ética sobre lo que consideramos que sería bueno que ocurriera. Recuerdo que hace unos años objeté este enunciado de Popper como punto final de mi intervención en una conferencia sobre la dignidad humana: «Nunca viviremos en el mejor de los mundos posibles porque el mundo siempre es susceptible de ser mejorado. Pero quiero recordar también antes de finalizar que el mundo es asimismo susceptible de ser empeorado. A todos nos atañe elegir con el conjunto de nuestras deliberaciones, decisiones y acciones cuál de las dos direcciones preferimos tomar». El mundo nos concierne en su perpetuo hacerse, y nos concierne porque es pura transitoriedad. Cuando el politólogo Francis Fukuyama profetizó hace treinta años el fin de la historia escamoteaba a la vida su condición de curso siempre inacabado. Basta echar un retrospectivo vistazo al recorrido del rebaño humano a lo largo de los siglos para advertir que la historia y el futuro sobre el que se va asentado es cualquier cosa menos algo clausurado.
Es fácil
vincular el argumento popular de que vivimos en el mejor de los mundos posibles con las tesis reactivo-reaccionarias que el economista y pensador Albert O. Hirscham (1915-2012) descubrió y denominó retóricas de la intransigencia. La
primera tesis que desglosa es la de la perversidad. «Según la tesis de la perversidad toda
acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico
solo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar».
Dicho con prosa del refranero: «virgencita, virgencita, que me quede como
estoy». La segunda tesis, la del riesgo, «arguye que el costo del cambio o reforma
propuesta es demasiado alto, dado que pone en peligro algún logro previo y apreciado».
Traducido a la llaneza del refranero: «más vale lo malo conocido que lo bueno por
conocer». Y la tercera y última tesis hallada por Hirscham es la de la futilidad que «sostiene que
las tentativas de transformación social serán invalidadas, que simplemente no
logran hacer mella». Releído con
prosa cotidiana significa que «como anticipamos que lo que vamos a hacer no servirá para nada, mejor no hacer nada». Estas retóricas
de la intransigencia nos entregan una manera desconfiada y apocada de habitar el mundo compartido. La ausencia de confianza y la presencia del miedo son disposiciones insorteables para inhibir la capacidad imaginativa.
Frente a la
aserción de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, Cabana e Illouz colocan el discurso en un lugar mucho más abierto: «la
cuestión es pensar si vivimos en el mejor
de los mundos imaginables». A mí me gusta
matizar un poco más y presentarlo bajo la fórmula de un imperativo: «Ten
la valentía de servirte de tu propia inteligencia para discernir si vivimos en
el mejor de los mundos deseables». Esta propuesta desplaza la reflexión hacía el horizonte de lo deliberativo y lo ético. Platón
definió la educación como la capacidad de desear lo deseable, pero para tamaña empresa estamos obligados a saber qué es lo deseable, lo que implica permanente deliberación e imaginación compartida. Me resulta imposible no traer a colación aquí el imperativo de la disidencia y el derecho a decir no del filósofo
Javier Muguerza (1936-2019): «Siempre nos cabe soñar con un mundo mejor al que nos ha
tocado en suerte y podemos contribuir a su mejora negándonos a secundar lo que
nos parezca injusto e insolidario, sin tener en cuenta las consecuencias que
pueda granjearnos». Soñar, imaginar, deliberar, pensar, hablar, disentir. Verbos que en su forma infinitiva nos gritan que no tienen final. Ni ellos ni el mundo sobre el que operan.