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martes, noviembre 23, 2021

Analizar la violencia no es justificarla

Obra de Malcolm Liepke

Este jueves 25 de noviembre es el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes, las estructurales y las instrumentales. Después de muchas vueltas elaboré una que asumía las muchas aristas que alberga todo episodio violento: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, pero una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. El genuino poder es el que muta la voluntad del otro y lo hace esgrimiendo argumentos tan sólidos y bien configurados que el interpelado se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence.  Es una buena noticia contra cualquier violencia. El violento tiene vetada la paz, porque no hay paz sin convencimiento. La violencia consigue la coerción de un sujeto, pero no su convicción. La convicción solo se alcanza con la comparecencia del diálogo. 

Acabo de concluir la lectura del ensayo La palabra que aparece de Enrique Díaz Álvarez, galardonado hace unas semanas con el Premio Anagrama de Ensayo. Es un trabajo que reivindica la política del testimonio, el desvelamiento de la perspectiva omitida, acallada o vencida en los contextos de violencia cronificada. En un determinado momento el autor se pregunta y nos pregunta: «¿A qué se debe que un niño de este país (México) aspire a convertirse en secuestrador, torturador o sicario? ¿Qué responsabilidad tenemos en una realidad social que los cultiva y los reproduce?». Estos interrogantes se pueden extrapolar a la violencia contra las mujeres, interpelaciones que, por cierto, intentan escamotear quienes niegan esta violencia arrinconándola a actos atomizados y homologándola con cualquier otra agresión de las muchas que decoran el paisaje humano. 

Cada vez que se informa de un nuevo y horrísono asesinato de una mujer, o de sus criaturas, trato de imaginarme las narrativas sentimentales y sociales con las que el victimario activó la agresión. ¿Qué dictado siguió para actuar así? ¿Qué le han relatado a ese hombre desde que era un niño y en qué gramática recaló para que ahora desee sojuzgar a una mujer, agredirla e incluso llegar a consumar su asesinato en el caso de que ella no acepte la dialéctica de la subyugación? ¿Ningunea la voluntad de la mujer al cosificarla, o la cosifica porque minusvalora su consentimiento? ¿Es un impulso fugaz e irreprimible o es el cúmulo de elucubraciones rumiadas culturalmente durante años en las que se legitima su poder machista y por consiguiente las formas de represalia con que aplacar la insubordinación femenina? ¿Hay sadismo, o miedo, o uso instrumental de la agresión, o la erotización del poder que es atacar e incluso matar a una mujer en un ámbito que considera privado y por tanto impune, donde cualquier llamada de atención es considerada una irrespetuosa injerencia? ¿En qué ficciones con capacidad de inspirar comportamiento habita para agredir o asesinar a una mujer a la que tiempo atrás le declaró su amor?

Quizá enunciar estos interrogantes supone adentrarnos en la zona gris delimitada por Primo Levi, ese terreno atravesado de aporías y ambivalencias en que el victimario además de seguir siéndolo deviene asimismo en víctima. Estas zonas suelen omitirse en los relatos oficiales de violencia porque escamotean la lectura maniquea y tranquilizadora de buenos y malos. También porque es fácil tergiversar comprensión con justificación. Y finalmente porque las víctimas y sus allegados, y es muy humano que sea así, consideran indignante y oprobioso tratar de comprender algo que les ha infligido un dolor insondable. Estudiar y tratar de entender epistémicamente la violencia enquistada no es justificarla, ni excusarla ni pretextarla. Es intentar esclarecer qué humus social y cultural moviliza sentimentalmente al perpetrador, y analizarlo y escrutarlo con el propósito de eliminarlo. Es la misma tesis que sostiene Edurne Portela en el esclarecedor y reflexivo El eco de los disparos.

Acaso para el victimario una relación no es una negociación que requiere ser revisada cada día y por lo tanto cada día pueda ser revocada, sino un lugar de sometimiento donde el hombre detenta un poder que no necesita discusión plebiscitaria y la mujer la obligación de acatar órdenes. El victimario sería víctima de un patriarcado que relee los desacuerdos que puedan desplegarse en la relación como un desacato a la autoridad, y que por lo tanto merecen ser castigados, o considera la finalización unilateral de la relación como un rechazo frontal a su poder, y no una posibilidad de la biodegradación del amor que mueve a cancelar el proyecto afectivo. La pérdida de poder patriarcal redobla la apuesta: «Si no tengo poder para que permanezcas en la relación, te voy a demostrar que lo ostento para hacerte daño, directo o vicario, o incluso tengo el sumun del poder que es quitarte la vida si así lo decido». Para mantener estas tremebundas ideas en pie se necesitan narrativas de una potente permeabilidad en los imaginarios, narrativas tentanculares y de un secular consenso que inducen a comportarse así. Quizá el victimario emula las lógicas de sumisión del capital y todo lo que se deriva de esta hegemonía que coloniza ubicuamente la realidad: quien posee capital monopoliza la capacidad de decisión, y quien no lo posee interioriza sumisamente la obediencia debida. Sustituyamos la palabra capital por poder, fuerza o patriarcado, y quizá podamos comprender algo mejor la violencia de género. El primer paso para erradicarla yendo a sus profundas causas.



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martes, noviembre 26, 2019

Violencia de género: despreciar la voluntad de la mujer


Obra de Bob Bartlett
Ayer se celebró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia de Género. El motivo subyacente de esta violencia es que muchos hombres no conciben que las mujeres puedan adoptar decisiones por sí mismas, que se desplieguen como entidades autónomas con capacidad de depositarse en acciones y fines elegidos sin su aquiescencia. Recuerdo mi definición de violencia para unos antiguos manuales universitarios: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarle». Violencia es no aceptar que una mujer pueda elegir libremente, y en tanto que esta unilateralidad no se transige se la agrede o se conmina con agredirla, o con hacerle daño a través de la poco enfatizada violencia vicaria. En su último artículo de su admirable blog, el profesor Fernando Broncano habla de estas violencias como miedo a la libertad, miedo a la autonomía del otro, en este caso de un otro mujer. No es por tanto un problema de las mujeres, sino de los hombres y nuestras prácticas patriarcales, que afectan tan gravemente a las mujeres que incluso son asesinadas. Escribo esto porque es inusual poner el foco en los hombres, que son los victimarios, y sin embargo es frecuente no quitarlo de las mujeres, que son las víctimas. Este viraje para centrar el problema en quien realmente lo tiene lo leí en una pancarta en una de las manifestaciones que se celebraron ayer: «La escolta a él, que es al que hay que vigilar». 

Kant afirmaba que el amor es hacer propios los fines del otro, una definición preciosa que permite entender cómo en el amor aparece el cuidado, el reconocimiento, la admiración, el afecto, la complicidad, la confianza, todo lo que la acción machista fractura. La violencia machista intenta quebrantar la autonomía de la mujer, dejarla sin fines para convertirla en un medio para los suyos. Es sencillo colegir que el mayor acto en contra del amor es el acto violento. En la violencia no se celebra la voluntad del otro, aquello por lo que los seres humanos nos hemos dado el valor intrínseco y común de la dignidad. Respetar esa voluntad es respetar la humanidad que hay en el otro y a la humanidad de la que formamos parte. Recuerdo una conferencia que pronuncié hace dos años en la facultad de Educación de la universidad de Santiago de Compostela. Estaba reflexionando sobre cómo los seres humanos hemos inventado procedimientos que posibiliten el entendimiento sin necesidad de agredirnos, y que esos hallazgos compelidos por una vocación humanizadora son triunfos de la inteligencia sobre la fuerza (que es como se titula mi último ensayo). En un momento de mi intervención traté de exponer la relevancia de la voluntad en la aventura humana y cómo la materialidad de la violencia consiste en devastarla. Señalé que un ejemplo paradigmático es una violación. Uno de los más hermosos actos de amor y de degustación que los seres humanos podemos llevar a cabo se convierte en el más despreciable y abyecto si no hay consentimiento, o si lo hay forzado por el miedo al daño directo o vicario. Disponer de capacidad volitiva no es ninguna broma en ninguno de los dominios de la vida humana. Con un juego de palabras se puede construir otra definición de violencia. La violencia es el acto con el que se intenta la abolición de la volición. La pura cosificación.

Al desnaturalizarse el relato secular de la dominación del hombre sobre la mujer, el maltratador necesita mantener esa subyugación con la instrumentalidad habitual en los entornos violentos, pero también con los micromachismos que seguro muchísimos practicamos sin advertirlo y que producen hábitos y hermenéutica. Se agrede y se coacciona a la mujer que no se domina, y se agrede y se sojuzga porque en la lógica patriarcal esa dominación se da por supuesta. Precisamente mostrar insubordinación al no ejercer un papel congruente con las tesis del patriarcado se considera un acto subversivo porque cuestiona la propia dominación, la consustancial idea de superioridad y sobre todo la de no convertirse en propiedad de nadie. Malentender el amor con herramientas conceptuales herrumbrosas y con narraciones de poder y sumisión subrepticios es un nutriente muy fértil para la violencia. Ayer asistí a una obra de teatro que trataba este tema y, fuera de la estructura caracterial del patriarcado, los testimonios de los personajes masculinos que ejercían violencia sobre sus parejas femeninas eran tan burdos y caricaturescos que era imposible no sentir vergüenza ajena. Uno de los mayores actos de amor en el binomio sentimental es respetar la decisión de nuestra pareja sobre todo cuando esa decisión malogra nuestros intereses de pareja. Se trata de respetar la voluntad del otro, aquello por lo que los seres humanos nos hemos dado el valor común de la dignidad. Somos dignos porque podemos elegir, y podemos elegir porque tenemos voluntad. Cualquier acto que la contravenga sin la participación del diálogo y la deliberación es cualquier cosa menos amor. Aprenderlo es aprender a amar.



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