martes, diciembre 11, 2018

Dignidad y Derechos Humanos para ser seres humanos


Obra de Kai Samuels-Davis
Ayer se cumplieron setenta años de la aprobación de los Derechos Humanos. Su nacimiento ocurrió en París el 10 de diciembre de 1948 en la tercera reunión de la Asamblea General de la recién inaugurada Organización de Naciones Unidas. Aquel día los representantes de los cincuenta y seis países convocados estaban a punto de firmar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero divergían en la fundamentación de la dignidad humana, que sin embargo era el constructo que daba argamasa intelectual a los treinta artículos en los que se sustanciaban esos derechos. En el ensayo ¿Qué es la dignidad?, el profesor Frances Torrabalba cuenta una anécdota indicativa de lo dificultoso que resulta esta tarea fundamentadora. Todos los años pregunta el primer día de clase a sus alumnos de Antropología Filosófica quién tiene más dignidad, una lechuga o un ser humano. Los alumnos no tienen ninguna duda, pero encuentran pegajosas dificultades para argumentar su respuesta. Al día siguiente el profesor insiste con la pregunta, pero en vez de referirse a una lechuga señala a un orangután. «Quién tiene más dignidad, ¿un ser humano o un orangután?». Yo cuento esta anécdota en mis conferencias y siempre la remato afirmando que lo sustantivo no es dirimir cuál es la genealogía de la dignidad, sino para qué sirve, qué elemento diferenciador y civilizador añade a la praxis humana y a los procesos de decisión que adoptamos las personas para desplegarnos sobre nosotras mismas. Esta debió de ser la conclusión a la que llegaron los redactores de la Carta Magna aquel viernes 10 de diciembre de 1948. La multiplicidad de voces discordantes impidió acordar un punto germinal del valor común de la dignidad, pero la ciencia jurídica la elevó a derecho porque todos admitían su rotunda utilidad en el orden factual de la vida humana. Etimológicamente la palabra dignidad procede del latín dignitas, que significa grandeza. Afirmar que el ser humano posee dignidad significa que es valioso, hospeda una grandeza y un valor que no ha de ameritar con ninguna acción porque los posee por el hecho de ser un ser humano. La dignidad se positiva en los Derechos Humanos como el derecho a tener derechos, concretamente el derecho a que se cumplan en nosotros esos Derechos Humanos, y gracias a su cumplimiento poder aspirar al desarrollo de nuestra dignidad. La dignidad y los imprescriptibles e inalienables Derechos Humanos operan como reforzadores mutuos. Lo paradójico es que la dignidad que no se logró fundamentar en nada nos fundamenta a nosotros como animales humanos empecinados en ser cada vez menos animales y cada vez más humanos. 

A veces se nos olvida, pero cualquier ser humano en tanto ser humano posee los Derechos Humanos tipificados en su Carta Magna. Ningún estado los concede, si bien los estados pueden cumplirlos o incumplirlos al no poseer fuerza vinculante. Desgraciadamente lo más habitual es que ocurran ambas cosas a la vez, es decir, los estados a veces los cumplen, a veces los contravienen, a veces los respetan, a veces los ningunean o directamente los violan, y todo ello en una mezcla de aleatoriedad y arbitrariedad que a fuerza de repetirse ha acabado transformando los Derechos Humanos en  predicaciones fantasmagóricas o en narraciones propias de la ciencia ficción. Su ausencia  de obligatoriedad acarrea también una ausencia de mecanismos condenatorios que penalicen su incumplimiento. Los Derechos Humanos no tienen protección jurídica y a pesar de su universalidad quedan al albur de la voluntad política local. Esta instrumentalización ha provocado que a algunos de los nuevos dirigentes del mundo ya no les avergüence repudiar en sus discursos la dignidad humana en la que se estructuran los Derechos Humanos. Es cierto que desde su inauguración hace setenta años se ha vulnerado reiteradamente la política de los DDHH, pero a los mandatarios planetarios les resultaba impúdico y oneroso electoralmente socavarlos o rechazarlos en sus discursos públicos. Ahora ya no, y este «ya no» declara el deterioro y la involución en la que estamos insertos. 

En La revolución de la ética, Norbert Bilbeny recuerda un detalle cardinal que suele pasar muy inadvertido para entender nuestras aspiraciones como seres humanos que articulan su vida al lado de otros seres humanos. «La filosofía no nació al mismo tiempo que la sociedad. Puesto que la sociedad ya estaba hecha, el filósofo no hubo de preguntarse cómo sobrevivir ni cómo vivir juntos. Su pregunta inicial revela un mundo más avanzado: cómo vivir y cómo hacerlo juntos bien». Esa fue la tarea encomendada a la comisión de filósofos, políticos e intelectuales que elaboraron la Carta Magna. Los Derechos Humanos son el mínimo común que posibilita que una vida sea habitable. Este aspecto merece ser subrayado. Los Derechos Humanos no son los máximos, sino la garantía de unos mínimos que ha de poseer un ser humano para desarrollar su condición de portador de dignidad, una titularidad de la que no se puede enajenar. Establecen las pautas básicas sin las cuales no se puede vivir juntos bien. Si no se cumplen requisitos civiles y políticos, pero también sociales, económicos y culturales, la familia humana (como se define a los habitantes del planeta Tierra en el Preámbulo de la Declaración) se va a llevar muy mal y sus miembros van a acabar agrediéndose. Cuando se formularon los Derechos Humanos la humanidad estaba sumida en un radical pesimismo empírico tras la apoteosis bélica del sinsentido y la destructividad corroborada descarnadamente por la Segunda Guerra Mundial. Nunca antes el ser humano había sufrido un hemoclismo semejante con horripilantes y millonarias cifras de muertos, lisiados, heridos y desaparecidos. La Declaración se inspiró en el miedo cerval que suponía haber contemplado en tiempo real lo que éramos capaces de hacer los seres humanos con otros seres humanos. Nació con el fin profiláctico de protegernos de nosotros mismos. 

Conviene recordar una y otra vez que el prólogo de los Derechos Humanos fue el horror, y que su redacción estaba destinada a evitarlo. Savater sostiene que los Derechos Humanos no nacieron de las luces, sino de las sombras. No se escribieron con afán bucólico, sino con la permanentemente presente capacidad predatoria que alberga el ser humano cuando le invade el sencillo de estimular odio y el deseo de subyugar o eliminar físicamente a sus semejantes. Los redactores de los Derechos Humanos insistían en la idea griega de acceso a una vida buena en la que las condiciones materiales básicas estén satisfechas, porque sabían que solo el que tiene una vida buena puede aspirar a su propio florecimiento y a sacar filo a su capacidad autodeterminadora, está en disposición de sentir sentimientos de apertura al otro y puede guiar su conducta por la fraternidad, la condición más vinculante y la más olvidada de esa tríada que hace trescientos años exhortaba además de a la fraternidad a la libertad y a la igualdad. Sin fraternidad se complica que haya un trato digno con el otro y se acentúan las probabilidades de que haya una interrelación objetual. Lo más laudable de la fraternidad es que suministra respeto en los lazos que se tejen tanto con la existencia distal del prójimo como con la del congénere cercano. Si alguien quiere profundizar en la relevancia de la sentimentalidad en la acción política puede leer el monográfico Educación social y Derechos Humanos de la revista académica Educación social editada por la universidad Ramon Llull. Tuve la suerte de participar con un extenso artículo que titulé Dignidad, Derechos Humanos y Afecto. Se puede leer aquí.

Una de las críticas con las que se tratan de rebatir los Derechos Humanos no es sólo su etnocentrismo y su occidentalización, sino que no existen, no tienen realidad, son meras ficciones. Es cierto, son ficciones éticas que logran la proeza performativa de hacerse reales al conducir nuestra conducta por ellas. Lo irreal se hace real al ser aceptado como razonamiento regulador de nuestro comportamiento y de nuestra valoración como seres humanos. La realidad es obstinadamente imperfecta, pero el ideal al que debemos aspirar, no. Se trata de perseguir valores referenciales nobles para aproximar la realidad a ellos, defenderlos en la praxis diaria, en el recinto hogareño en el que se mueven nuestra existencia y nuestros afectos. Esta fue la idea que promocionó Eleanor Rooselvet en su condición de Presidente de la Comisión que formuló la Declaración nada más publicarla y enseñarla al mundo. Se trata de mejorar la realidad con demandas de irrealidad entendidas como los productos de la ficción ética. Ser creativo para cavilar estructuras políticas, culturales y económicas que no fomenten escenarios proclives a la infrahumanización de otras personas y al dominio de unos sobre otros como única forma de relación en el rebaño de hombres y mujeres. Aportar exploración, deliberación y discusión en la interinidad permanente que es la imaginería política. A los pesimistas que señalan lo inservible de estas acciones, hay que recordarles que prescribir propuestas de perfeccionamiento para una vida buena e irreversiblemente compartida no significa que las alcancemos, significa que nos mejoramos cada vez que nuestra conciencia da un paso en esa dirección. Significa que nos vamos humanizando. Significa que nos vamos aproximando a ese experimento reciente que es el ser humano que queremos ser.



Artículos relacionados: