Afternoon-Light, obra de Carrie Graber |
Las
emociones básicas forman
parte de nuestra infraestructura genética. Las llevamos insertas en
nuestros
circuitos nerviosos a través de los genes. Poseen funciones
adaptativas, informan sobre nuestra situación, tabulan datos y ejecutan
aceleradas hojas de cálculo y análisis. Traen, en palabras de Damasio,
«marcadores
somáticos», señales de cómo nuestro organismo procesa la situación.
Cuando somos
conscientes de las emociones se convierten en
sentimientos. No podemos
modificar el reducido repertorio de emociones básicas, pero sí podemos
variar la
respuesta elicitada por ellas en nuestra conducta. En el interesantísimo
ensayo La regulación de las emociones, sus
autores José Miguel Mestre y Rocío Guil definen la tristeza como el momento en
que «experimentamos la pérdida o el fracaso, real o probable, de una meta
valiosa, entendida como un objeto o una persona. Hay una baja activación del
arousal y valoraciones negativas». En el enciclopédico Diccionario de los sentimientos
de J. A. Marina y Marisa López Penas la especifican como «un sentimiento
introvertido,
de impotencia y pasividad». Luego realizan una apasionante expedición
léxica
por la aflicción, la amargura, la pesadumbre, el abatimiento, la
desolación, la
congoja, la tribulación, la desesperanza, el duelo, la melancolía, la
añoranza, la nostalgia, la saudade. Es muy delatora esta arborescencia
léxica para delimitar un sentimiento. Las palabras nacieron un
indefinido día
para hacer inteligible lo sentido por alguien en una situación muy
concreta. Esto significa que cada vez
que eliminamos o desconocemos palabras para compartir nuestra vida
afectiva, rodeamos matices, detalles, apreciaciones, excepciones,
singularidades. Nos volvemos borrosos para quien nos escucha y también
para nosotros mismos. En momentos tristes no
siempre sentimos lo mismo, y consignar esa heterogeneidad
sentimental con una sola palabra nos empobrece, nos desenfoca, nos
desdibuja.
Experimentamos
tristeza cuando
un suceso
desfavorable obstruye nuestros intereses. Se desencadena cuando algo
deseado no ensambla en el mundo como
habíamos planeado. Frente a la aflicción sin un motivo diáfano que
supone la angustia, en
la tristeza la realidad ha desestimado la implantación de un
deseo familiar. La tristeza por tanto siempre viene acompañada de
una expectativa
incumplida, que no humillada ni oprobiada, porque cuando la causa es
injusta prorrumpe el enfado o la indignación. También se experimenta
cuando este
desenlace le ocurre a otra persona con la que nos sentimos muy
vinculados. Su tristeza nos afecta porque nos tenemos afecto. La
tristeza
inicia un proceso de interiorización para ordenar el desorden provocado
por el desajuste entre lo que esperábamos y el resultado
cosechado. Ha habido una
pérdida y a partir de ese instante se inicia una concienzuda labor
de introspección. La tristeza nos expatria del mundo.
A mí me encanta repetir una frase que ya empleé en el libro La educación es cosa de
todos, incluido tú: «La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma».
Los
psicólogos
predican que la tristeza es una llamada de atención al otro. La apagada
expresión facial, el encogimiento, la mirada cabizbaja y sus influencias
fisiológicas
encarnadas en escasez de energía y desdén por toda actividad motora, son
una clara y muy visible petición de ayuda para
que nuestro grupo de referencia acuda a rescatarnos. Se produce una
paradoja
muy llamativa. Cuando estamos tristes no nos apetece estar con nadie y a
la vez
solicitamos que alguien nos libre de la cautividad a la que hemos sido
condenados. Asimismo se corre el riesgo de que un exceso de
tristeza provoque deserciones en el grupo de apoyo. Quizá por miedo al
contagio, quizá porque
resulta descorazonador, quizá porque obligue a un gasto adicional de
esfuerzo,
no nos gusta compartir tiempo con alguien que ha hecho de la tristeza su
residencia habitual e impide cualquier plan para sacarlo de allí. A pesar de todo lo que podemos aprender con lo que
nos enseña la tristeza, son malos tiempos para ponerse triste. El
pensamiento positivo penaliza la tristeza puesto que nos conduce a una
supuesta pasividad (puntualizo que pensar nunca es un estado pasivo, al
contrario, pocas
actividades suponen tanto ajetreo). Responsabiliza de la tristeza al
propio sujeto
que la padece como decisión personal. Al permitir que los
acontecimientos lo aflijan al releerlos como pérdida, concede permiso para que la actitud taciturna
y acaso el desánimo entren en su vida. Como
una de las maneras de regular las respuestas emocionales consiste en
reestructurar su valoración cognitiva, el pensamiento positivo
culpabiliza al que no recicla la tristeza en una palanca de motivación. Entristecerse
no es anómalo ni constitutivo de analfabetismo emocional. No
entristecerse
nunca, sí. Es una anomalía y una torpeza. Es como hacer pellas el día en
que en
clase se explica lo más interesante de la asignatura.
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Más atención a la alegría y menos a la felicidad.
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