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martes, junio 11, 2024

El desnivel prometeico o cómo la empatía es inoperante


Obra de Edward B. Gordon

La idea de desnivel prometeico pertenece al filósofo alemán Günther Anders (1902-1992). Es una acuñación esclarecedora que permite entender muchas de las acciones humanas que inducen al horror masivo sin que aparentemente nadie se sienta afectado por él. El desnivel prometeico señala la desproporción entre el daño que un agente puede infligir y la sensibilidad para sentir el daño que provoca. Günther Anders acuñó este sintagma contemplando el incremento de racionalidad científica puesta al servicio de la letalidad en la Segunda Guerra Mundial. Descubrió que no había simetría alguna entre el daño que somos capaces de cometer con las invenciones tecnocientíficas y el daño que somos capaces de sentir tanto predictivamente como una vez causado.  La ligereza de apretar un botón que podía matar a miles de personas insensibilizaba a quien podía pulsarlo. Se abría una sima insondable entre un hecho de ejecución sencilla y sus consecuencias inconmensurablemente espantosas, entre la producción y la moral, entre la ferocidad de los artefactos de destrucción multitudinaria que inventaba la racionalidad tecnológica y la sensibilidad humana incapaz de extender sus límites. La técnica se exacerbaba y expandía espantosamente su destreza para la muerte de semejantes, pero el radio de acción de sentir ese dolor seguía siendo tan reducido como el de nuestros ascendientes más tribales. Günther Anders coligió que podemos razonar el daño, pero no sentirlo cuando desborda la escala en la que opera nuestro entramado afectivo. Este desequilibrio se alía a favor de los hacedores del horror y de quienes se lucran con él.

La incapacidad de ampliar el perímetro del sentir alberga consecuencias mostruosas. Quien arroja una bomba sobre una ciudad puede saber con precisión aritmética a cuántos miles de personas matará, pero sus estructuras afectivas están incapacitadas para sentir cuánto volumen de dolor se originará en el mismo instante en que sean asesinadas esas personas. Anticipadamente se pueden cuantificar las víctimas, pero no sentir la cuantía del dolor que se originará. Esta inoperancia no necesariamente incita la atrocidad, pero nos vuelve inermes para encontrar fórmulas con las que precaverla. Al desnivel prometeico le podemos sumar como elemento favorecedor de lo horrendo la contemporánea disolución de responsabilidad. Entre quienes mandan una acción y entre quienes la ejecutan se abre una brecha por la que se cuela la irresponsabilidad del daño causado. Además, quienes adoptan decisiones que mandarán a la tumba a miles de congéneres abdican de responsabilidad personal al apelar a instancias ubicadas muy por encima de su propia agencia de decisión. Ahí están abstracciones tan poderosas y tan sumisamente admitidas como Razón de Estado, Economía, Dios, Patria, Nación, Pueblo, Civilización, Orden. En su último ensayo, Historia universal de las soluciones, José Antonio Marina reclama que «igual que hay manuales para el uso de explosivos, debería haber manuales para el uso de palabras con mayúsculas». Cuando un mandatario enarbola alguna de estas gigantescas palabras en las que desaparecen las personas con nombres y apellidos, es muy fácil presagiar que con sus decisiones va infligir mucho daño a muchas personas que sí tienen nombre y apellidos.

A Carlos Fernández Liria le leí lo que Hannah Arendt (con quien por cierto Günther Ander estuvo casado) relataba con motivo del juicio en Jerusalen al genocida nazi Adolf Eichmann. Eichmann recapitulaba desde la tribuna de acusados que su trabajo consistía en aligerar el ritmo de la cadena de exterminio de judíos, y que lo hacía porque obedecía órdenes de sus superiores. A pesar de que el juez le recordaba que había ayudado a exterminar a varios millones de personas, Eichman ni se inmutaba ante este horrible pliego de cargos pretextando una y otra vez obediencia a la autoridad. Sin embargo, en un momento del juicio ocurrió algo del todo imprevisto. Unos testigos inculparon a Eichmann de haber estrangulado a un chico con sus propias manos. El acusado se enfureció y empezó a gritar fuera de sí que eso no era cierto, que él nunca había matado a nadie, que jamás estranguló a ese chico. He aquí una muestra vívida del desnivel prometeico y de la parcialidad de la empatía y su ineficacia para evitar la crueldad y el horror. Matar a millones de personas no supone cargo de conciencia, estrangular a una, sí. Normal que el profesor de psicología y ciencia cognitiva Paul Bloom caricaturice a quienes arguyen que nuestro problema es que no tenemos suficiente empatía. El genuino problema no es ese, sino que no hay empatía suficiente para poder sentir el dolor que somos capaces de producir cuando lo hacemos en las grandes cantidades que facilita la racionalidad científica. 

 
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martes, diciembre 12, 2023

La empatía comete muchos errores

Obra de James Coates

Desde hace relativamente poco tiempo el término empatía ha cobrado un poderoso uso cotidiano. Su irrupción en el lenguaje coloquial  ha sustituido a otros términos que ante su fulminante aparición han padecido el menoscabo y el desprestigio. Un ejemplo. A las personas nos encanta que empaticen con nosotras, pero nos enoja y hasta podemos proferir un insulto súbito si alguien comete la procacidad de compadecernos. La empatía porta una aureola de éxito y de solución a la mayoría de los problemas humanos de sorprendente aceptación social. Parece que es el culmen de la humanidad y que la vida compartida con el resto de existencias sería más acogedora y más prósperamente amable si hubiera una mayor presencia de empatía en el interior de nuestros corazones. Esta visión bucólica se desvanece cuando se constata que es factible poseer mucha empatía y ser muy poco empático. Las narrativas estándares de la empatía propugnan que disponer de ella nos hace visionar la realidad desde la posición de la persona prójima, pero columbrar el mundo desde allí no involucra necesariamente otras acciones. Se puede disponer de abundante empatía y utilizarla aviesamente, o quedar congelado en la irresolución. Erróneamente llaman empatía al sentimiento de la compasión.

Hace un par de años el profesor de psicología Paul Bloom escribió un ensayo muy controvertido en que argumentaba que la empatía más que una solución era un problema. Se titulaba Contra la empatía. Le llovieron tantas críticas que tuvo que matizar que no estaba en contra de la empatía, sino en contra de la mala aplicación de la empatía. Sin embargo, la empatía alberga unas particularidades que hacen que sea muy fácil aplicarla mal y que otros se aprovechen maquiavélicamente de ello. Su inadecuación se puede compendiar en que la empatía es parcial, sesga, elige fáciles atajos heurísticos, es extremadamente obtusa en el cálculo aritmético, realiza inferencias absurdas, se embota ante los aludes informativos, se lleva rematadamente mal con la abstracción, es inoperante ante lo que sucede en la lejanía. Paul Bloom sintetiza esta deficiencias en que «la empatía funciona como un reflector que se enfoca en el aquí y ahora». Sabiendo que ese aquí y ahora está intermediado por la demagogia cognitiva (término acuñado por Gerald Brommer para referirse a argumentos aparentemente intuitivos pero capciosos), la empatía es presa fácil de los neopopulismos y de las arengas que propenden a inflamar los sentimientos más viscerales. Es muy sencillo azuzar el odio en una persona empática que escuche una idea inundada de demagogia cognitiva. Instrumentalizar partidistamente la empatía es una operación tan ramplona como efectiva. Este es uno de los motivos para escribir una crítica de la razón empática.

A diferencia de las operaciones deliberativas, la disposición empática se desactiva en el instante en que se ve obligada a trabar relación con el mundo del pensamiento y la abstracción. Toda idea, aseveración o información abstracta está aligerada de información sensorial, lo que oblitera la emergencia de la empatía y propende a la abulia o al bostezo. He aquí la explicación de por qué podemos conmovernos e indignarnos si vemos llorar a una persona que ha sido tratada mal, pero podemos seguir comiendo sin inmutarnos mientras en el informativo de las tres escuchamos que en algún beligerante rincón del planeta han matado a veinte mil personas que no vemos por ninguna parte. El conocimiento popular recoge esta posibilidad sentimental en el célebre «ojos que no ven corazón que no siente». Como la empatía es sierva de lo ocular, nos zarandea lo particular y tangible, aunque lo que sabemos pero no vemos apenas nos turba por muy horripilante que sea.  La empatía se activa ante lo que se ve, pero el alrededor que vemos es una insignificancia ridícula en comparación con la vastedad de lo que no vemos. En ocasiones nos movilizamos para cambiar aquello que nos duele aunque la titularidad de ese dolor no sea nuestra e incluso no lo veamos con nuestros ojos. Para explicar este hecho algunos autores distinguen entre empatía emocional y empatía cognitiva. La primera sería la que nos hace ponernos en el lugar del otro. La segunda es la simpatheia griega o compasión latina. No solo nos hace ponernos en el lugar de un otro injustamente dañado por las circunstancias, sino que lo acompañamos para amortiguar su dolor, y si ese dolor posee raíces sociales, intentamos cambiarlas para eliminar el sufrimiento que provocan. La compasión es la piedra angular de la justicia. La empatía puede apadrinar situaciones tremendamente injustas. 

 

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martes, diciembre 14, 2021

Cumplir los Derechos Humanos es cuidarnos mutuamente

Obra de Didier Lourenço

La semana pasada se celebró el Día de los Derechos Humanos. El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU reunida por tercera vez en París proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tras su conmemoración estaría muy bien recordar todos los días qué son, por qué se redactaron y, sobre todo, desentumecer nuestra reflexividad e interrogarnos para qué sirven. Si tuviera qué resumir en una enunciación sucinta su instituyente utilidad diría que se inventaron y se definieron para protegernos de nosotros mismos. Los Derechos Humanos son los derechos que nuestra imaginación ética y política creó para prevenirnos cuando nos enconamos y nos quema por dentro la veleidad de ser inhumanos con nuestros semejantes. Recurro a José Antonio Marina para explicarme mejor: «Reclamar un derecho es pedir una protección para que ese daño no vuelva a suceder; y una protección que no dependa de una eventual benevolencia». Cada nuevo derecho amplía la territorialidad del cuidado. Según la filósofa francesa Helena Cisoux «el cuidado es un tipo de atención interpersonal donde estamos para el otro», una preciosa definición que es extrapolable a la de un derecho, una atención que vela por el otro. Ojalá no tardando mucho consideremos los actuales Derechos Humanos insuficientes para vivir una vida buena. Significaría que estamos narrándonos de otro modo. Que nos estamos cuidando bien.

Los Derechos Humanos nacieron tras las dos guerras mundiales del siglo pasado. La tamaña irracionalidad de una guerra es tan inconmensurablemente desbordante que resulta imposible no recapacitar y admitir que el animal humano es el animal capaz de cometer inhumanidades. La atrocidad y la vileza son patrimonio de la humanidad. Tras el hemoclismo de la Segunda Guerra Mundial nos consternamos emocionalmente al comprobar la tenaz capacidad depredadora del ser humano, y decidimos restringirla reglando con precisión matemática qué era absolutamente intocable en las cotidianidades vitales de un semejante. La Declaración Universal está punteada de medidas claramente precautorias. Quienes la redactaron sabían muy bien que producir odio y enfangar el espacio compartido gracias a la desconexión moral con el otro es una actividad muy sencilla de consecuencias tremebundas. Advirtieron inteligentemente que en la vida de cualquier ser humano se tendría que establecer un repertorio de condiciones mínimas para trocar ese posible odio por bondad, la irascibilidad por sosiego, la ira supurante por fraternidad, el miedo por estabilidad. Ese repertorio son los treinta artículos que conforman la Declaración Universal. Son un listado de lo básico que debe disponer una persona para poder aspirar a una vida digna y significativa y tejer así vínculos y concordancias plenificantes, que es la mejor prevención posible para organizar pacíficamente la vida en común .

Si disponemos de contextos lamentables, construiremos relaciones lamentables. Marginar las condiciones materiales, fomentar la desprotección estructural de la vida y ensuciar el medioambiente social es favorecer los sentimientos de clausura al otro. En entornos de injusticia y pobreza rodeada de riqueza prenden con peligrosa facilidad la competición, el miedo, el resentimiento, el narcisismo, la crispación, la rabia reactiva, la despolitización, la impaciencia, la envidia, la desecación afectiva, la imperturbabilidad, la frustración, la incapacidad de condolernos. Todos son sentimientos y actitudes que al incrustarse en nuestros hábitos nos envilecen por dentro y nos devastan por fuera. Esta devastación interior y exterior facilita que los discursos excluyentes y discriminatorios obtengan una alta recepción social. Nada de lo enumerado sienta las bases fecundadoras para ayudarnos unas y otros, para que quereramos y cultivemos la emancipación de los demás, para urdir soluciones colectivas a problemas comunes relacionados con nuestro planeta, nuestros cuerpos y nuestra dignidad. He aquí la relevancia de los Derechos Humanos. Defenderlos, cumplirlos e intentar ampliarlos es una forma de cuidarnos. El cuidado es atender a la consustancial vulnerabilidad de lo valioso. No hay nada más valioso que una existencia.


 

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martes, septiembre 21, 2021

La peligrosa producción de odio al diferente

Obra de David Cumbria

El odio es el sentimiento que emerge en los animales humanos con el afán de infligir daño a otro animal o a la comunidad a la que pertenece. Cuando escribí el ensayo La razón también tiene sentimientos realicé una taxonomía binaria de los afectos. Los bifurqué en sentimientos de apertura al otro y sentimientos de clausura al otro. Era una división muy similar a la realizada por Jesús Ferrero en Las experiencias del deseo, que las cifraba en eros y misos, y las subdividía en eros y misos a uno mismo y al otro. El odio es el paradigma de esos sentimientos de clausura que en vez de expandirnos nos embotellan en las dimensiones claustrofóbicas del yo y del grupo de iguales. Frente a los sentimientos que celebran la vida y son centrífugos en su afán de aproximarnos a la interacción heterogénea, el odio es centrípeto y anhela la subyugación e incluso la eliminación física del diferente. Aquí conviene distinguir bien el odio del papel instrumental de la indignación, que es el sentimiento que se revuelve ante lo que se considera una injusticia con el fin de restituir la equidad perdida. Nada que ver con los fines del odio. La misantropía, la androfobia, la homofobia, la LGTBfobia, la misoginia, la aporofobia, la xenofobia, es odio focalizado sobre personas que subrayan el énfasis de la diferencia. El odio al otro se inspira en leer el mundo con la simpleza de la dicotomía agonal Nosotros-Ellos. Por supuesto ese Ellos aglutina lo peor, es un enemigo al que hay que derrocar en vez de personas dispares con las que la interdependencia nos exhorta a cooperar. 

Este rudimentario maniqueismo otorga al Nosotros una indiscutida superioridad que incluso legitima el uso de la fuerza en el supuesto de que alguno de Ellos la ponga en entredicho. En Amor y odio. Historia natural del comportamiento humano, Irenaus Eibl-Eibesfeldt da con la clave cuando comenta que presentar al otro como un ser inferior y ominoso suprime la compasión, que es el primer paso para ponerle el marchamo de inhumano y acto seguido validar estratagemas agresivas con las que conminarlo y obligarlo a adherirse a nuestra cosmovisión. El germen de degeneración que patrocina el odio al que no piensa ni comparte prácticas de vida homólogas radica en denostarlo hasta negarle la equivalencia de ser un ser humano como nosotros. La filósofa brasileña Marcia Tiburi es diáfana cuando escruta la idiosincrasia de este modo de mirar fascista: «Es la negación de otro punto de vista, otro deseo, otro modo de ver el mundo, otro al que conocer. El fascista no dialoga con nadie, porque la operación lingüística que implica el otro es imposible para él. Cree que las cosas no pueden ser diferentes porque el mundo está definido en sus sistemas de pensamiento». Estos días estoy preparando una conferencia que pronunciaré la próxima semana en Santiago de Compostela sobre libros y diversidad en la que intento vincular la experiencia lectora con el entrenamiento del pensamiento empático y compasivo, dos sentimientos primordiales para convivir fraternalmente con la disparidad y la discrepancia. Para aceptar que el otro es un interlocutor irrevocable por muy divergente que sea su instalación en el mundo.

Los prejuicios, los fanatismos, los fundamentalismos, el odio al diferente, son fiascos del ejercico cognitivo, que cualquier mente artera afanada en reclutar correligionarios puede activar de una manera muy sencilla. En Biografía de la inhumanidad José Antonio Marina hace inventario de las atrocidades de las que somos y hemos sido capaces los animales humanos, y sobre todo recuerda la preocupante facilidad con la que se pueden mutar los sentimientos buenos por sentimientos aversivos, rasgar los parapetos morales, colar en las instituciones políticas voces y discursos que estimulan el odio a quien no se ahorma a una cosmovisión cerrada y unívoca. Horroriza comprobar con qué simplicidad han emergido a lo largo de la historia caudillajes que con oportunismo táctico y una infantilizada simplificación del lenguaje político han provocado el asesinato de millones de personas. Para activar e inflamar el odio basta con azuzar emociones muy primarias en contextos sociales de precariedad, miedo, competición e incertidumbre. Quien más odia es quien más se odia, y el autoodio y el resentimiento prenden velozmente en el corazón cuando uno se siente maltratado, engañado, precarizado, humillado, desnortado, frustrado, ninguneado. Cuando uno se cataloga como víctima ve victimarios por todas partes. Sin embargo, la desarticulación del odio y la implementación de medidas precautorias requieren mucho tiempo, educación, ordenación afectiva, impregnación de lo heterogéneo, marcos políticos emancipadores y equitativos, la colaboración de la ciudadanía y los agentes institucionales para entretejer relatos comunes de consideración y de elogio a las personas que los ejemplifican. Necesitamos el concurso de un  pensamiento ético que sienta que la filiación a la humanidad está muy por encima de cualquier otra. Que no hay un Nosotros ni un Ellos. Hay Dignidad. El derecho a poseer Derechos Humanos. Y el deber de respetarlos.


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