Obra de Nigel Cox |
Educar es el proceso a través del cual intentamos extraer de
nosotros lo mejor que llevamos dentro. Esta labor de extracción dura toda la vida y se lleva a cabo sobre todo cuando ignoramos que se está llevando a cabo. En esta sucinta y sencilla definición queda clara la diferencia
entre enseñar y educar, dos términos que a veces se utilizan como sinónimos,
aunque cada vez más muchos profesores se encargan de delimitar de forma célere sus
fronteras cuando sentencian que ellos se dedican a enseñar, pero ni mucho menos a educar. Si enseñar es transmitir conocimientos (en una época de sobreinformación y fácil acceso a los depósitos en los que se almacena la producción científica, humanística y artística, yo abogo por estimular el amor al conocimiento más que su transferencia), educar consiste en
enseñar a desear y a amar aquello que una vez adquirido a través del ejercicio deliberativo aproxima la conducta hacia lo excelente, a mejorar la relación con el otro en tanto que
somos seres dependientes y oblativos. Para enfatizar esta condición a mí me
gusta utilizar la expresión existencias al unísono, que es como titulé la
trilogía en la que analizaba diferentes aspectos de las interacciones humanas. En La
capital del mundo es nosotros me atreví a señalar lapidariamente que «el lugar más peligroso del planeta
Tierra es el cerebro de una persona educada mal». No es el cerebro de una
persona exenta de conocimientos, sino de una persona exenta de saber comportarse
respetuosamente con la dignidad que todo ser humano posee por el hecho de serlo. Una persona que rebaja la vida del otro y por tanto la propia y la de toda la familia humana.
La filósofa Marina Garcés en su Nueva Ilustración Radical habla de analfabetismo ilustrado para señalar la impotencia que supone que lo sabemos todo (tenemos a nuestro alcance todos los conocimientos de la humanidad), pero no podemos nada. Difiero ligeramente. Lo sabemos todo, sí, pero con todo lo que sabemos apenas aprendemos algo, de ahí la credulidad que ella misma insta a combatir desde posicionamientos críticos. Para constatar lo inoperante de nuestro conocimiento, y sentir la misma decepción que la que asedió a los promotores de la Ilustración, basta con darse una vuelta por la historia del Homo Sapiens. Las motivaciones que patrocinaban los actos de nuestros ancestros en épocas arcaicas gozan de sorprendente homología con las que capitanean la vida del sujeto que llama a las puertas del posthumanismo. Yuval Noah Harari en 21 Lecciones para el Siglo XXI propone tres objetivos en la esfera educativa del animal humano: conseguir trabajo, comprender, orientarse en la vida. Dicho solo con sustantivos: empleabilidad, inteligibilidad, lucidificación. La educación como sistema reglado ha exacerbado el primer sustantivo y ha desdeñado los otros dos. Ha exaltado la hiperespecialización de los saberes técnicos y ha ido arrumbando los saberes prácticos. Hace poco le leí a una decana aducir que es primordial que la universidad se adapte a las necesidades del nuevo modelo de crecimiento y de la nueva economía. Se trataría de ahormar todavía más las ofertas curriculares a una empleabilidad subyugada a un mercado en cuyo ADN está codificado el tendencial crecimiento de los márgenes por encima de todas las cosas. Algunos autores se refieren a esta realidad como neoliberalismo educativo. En su último artículo de su potente blog El laberinto de la identidad, el profesor Fernando Broncano disertaba que el mercado no tiene necesidades, tiene intereses, y que adaptar la universidad a sus intereses es trocar la universidad en un mercado: «No hay mayor error que haber creado una especie de imaginario del mercado para adaptar el sistema educativo a este presunto espacio, cuando era la adaptación, es decir, la venta de títulos, en los que consistía el nuevo interés del mercado».
La filósofa Marina Garcés en su Nueva Ilustración Radical habla de analfabetismo ilustrado para señalar la impotencia que supone que lo sabemos todo (tenemos a nuestro alcance todos los conocimientos de la humanidad), pero no podemos nada. Difiero ligeramente. Lo sabemos todo, sí, pero con todo lo que sabemos apenas aprendemos algo, de ahí la credulidad que ella misma insta a combatir desde posicionamientos críticos. Para constatar lo inoperante de nuestro conocimiento, y sentir la misma decepción que la que asedió a los promotores de la Ilustración, basta con darse una vuelta por la historia del Homo Sapiens. Las motivaciones que patrocinaban los actos de nuestros ancestros en épocas arcaicas gozan de sorprendente homología con las que capitanean la vida del sujeto que llama a las puertas del posthumanismo. Yuval Noah Harari en 21 Lecciones para el Siglo XXI propone tres objetivos en la esfera educativa del animal humano: conseguir trabajo, comprender, orientarse en la vida. Dicho solo con sustantivos: empleabilidad, inteligibilidad, lucidificación. La educación como sistema reglado ha exacerbado el primer sustantivo y ha desdeñado los otros dos. Ha exaltado la hiperespecialización de los saberes técnicos y ha ido arrumbando los saberes prácticos. Hace poco le leí a una decana aducir que es primordial que la universidad se adapte a las necesidades del nuevo modelo de crecimiento y de la nueva economía. Se trataría de ahormar todavía más las ofertas curriculares a una empleabilidad subyugada a un mercado en cuyo ADN está codificado el tendencial crecimiento de los márgenes por encima de todas las cosas. Algunos autores se refieren a esta realidad como neoliberalismo educativo. En su último artículo de su potente blog El laberinto de la identidad, el profesor Fernando Broncano disertaba que el mercado no tiene necesidades, tiene intereses, y que adaptar la universidad a sus intereses es trocar la universidad en un mercado: «No hay mayor error que haber creado una especie de imaginario del mercado para adaptar el sistema educativo a este presunto espacio, cuando era la adaptación, es decir, la venta de títulos, en los que consistía el nuevo interés del mercado».
En el
ensayo La utilidad de lo inútil, Nuccio Ordine se quejaba de esta deriva y
demostraba que las humanidades siguen siendo cardinales en un mundo de seres humanos que tejen relaciones con otros seres humanos mientras intentan brindar sentido a sus acciones. En Sin afán de lucro,
de la filósofa norteamericana Martha Nussbaum, se impugna la tendencia por la cual el mercado es el criterio que privilegia unos conocimientos en detrimento de otros y se vindica la utilidad de los saberes filosóficos para evitar la depauperización democrática de las sociedades y para transformar y mejorar la organización de la vida compartida a través de una educación de la cultura valorativa. En El error de Prometeo,
del profesor Manuel Villegas, se postula el peligro que supone robar el fuego a los dioses (una forma de metaforizar mitológicamente el avance en
el conocimiento técnico-instrumental) mientras los hombres no sepan convivir bien entre ellos, el riesgo que acarrearía una inflación tecnológica en un marco de deflación axiológica. Las preguntas son recurrentes y enlazan con el sentido de la experiencia humana. ¿Y qué es convivir bien? ¿Qué valores son los más adecuados para mejorar la vida de los hombres y las mujeres que conforman el rebaño humano? Para responder a estos interrogantes no nos queda más remedio que pensar, reflexionar, aguzar la conciencia crítica, promocionar la imaginación política y mantenerla en perpetua revisión. Poco que ver con el mundo tecnocrático encantado con inventar medios, pero despreocupado de discriminar fines. Poco que ver también con nuestra tendencia reactiva (Marina Garcés postula que lo contrario de la reacción es la reflexión), que tapona la deliberación y el pensamiento destinados a dirimir las condiciones de una vida buena y digna para todos los seres humanos.
En su obra Creer en la educación, Victoria Camps reconoce que la realidad que nos circunda conspira contra el ideal educativo que consiste en contestar a preguntas de este calibre y ordenar los deseos y estratificar las predilecciones según sean las respuestas. La educación es subversiva, va a la contra, intenta voltear el orden de las cosas, se enfrenta contra un enemigo de dimensiones bíblicas que se resume en «la dificultad de inculcar valores inmateriales en un mundo fascinado por los bienes materiales». La sociedad de mercado, que no la economía de mercado, como distingue Michael J. Sandel, perpetúa el poder del capital a través de una edificación de sinonimias en las que la adquisición y acumulación de capital y sus posteriores posibilidades de transacción consumista conectan con la idea de la felicidad. El mercado inculca en los imaginarios que la felicidad se conquista a través de lo que ofrece el mercado. Resulta sorprendente que aceptemos acrítica y obedientemente una afirmación que otorga un poder omnímodo al que la afirma. Educarnos es refutar esta idea. Es educar nuestros deseos, nuestro carácter, como defendía Aristóteles, según nuestra reflexión ilustrada y pausada y no según las industrias de los relatos publicitarios, la propaganda de objetos obsolescentes y la emotividad política. Educarse deviene así en pura insurgencia.
En su obra Creer en la educación, Victoria Camps reconoce que la realidad que nos circunda conspira contra el ideal educativo que consiste en contestar a preguntas de este calibre y ordenar los deseos y estratificar las predilecciones según sean las respuestas. La educación es subversiva, va a la contra, intenta voltear el orden de las cosas, se enfrenta contra un enemigo de dimensiones bíblicas que se resume en «la dificultad de inculcar valores inmateriales en un mundo fascinado por los bienes materiales». La sociedad de mercado, que no la economía de mercado, como distingue Michael J. Sandel, perpetúa el poder del capital a través de una edificación de sinonimias en las que la adquisición y acumulación de capital y sus posteriores posibilidades de transacción consumista conectan con la idea de la felicidad. El mercado inculca en los imaginarios que la felicidad se conquista a través de lo que ofrece el mercado. Resulta sorprendente que aceptemos acrítica y obedientemente una afirmación que otorga un poder omnímodo al que la afirma. Educarnos es refutar esta idea. Es educar nuestros deseos, nuestro carácter, como defendía Aristóteles, según nuestra reflexión ilustrada y pausada y no según las industrias de los relatos publicitarios, la propaganda de objetos obsolescentes y la emotividad política. Educarse deviene así en pura insurgencia.