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martes, enero 15, 2019

Educarse es subversivo


Obra de Nigel Cox
Educar es el proceso a través del cual intentamos extraer de nosotros lo mejor que llevamos dentro. Esta labor de extracción dura toda la vida y se lleva a cabo sobre todo cuando ignoramos que se está llevando a cabo. En esta sucinta y sencilla definición queda clara la diferencia entre enseñar y educar, dos términos que a veces se utilizan como sinónimos, aunque cada vez más muchos profesores se encargan de delimitar de forma célere sus fronteras cuando sentencian que ellos se dedican a enseñar, pero ni mucho menos a educar. Si enseñar es transmitir conocimientos (en una época de sobreinformación y fácil acceso a los depósitos en los que se almacena la producción científica, humanística y artística, yo abogo por estimular el amor al conocimiento más que su transferencia), educar consiste en enseñar a desear y a amar aquello que una vez adquirido a través del ejercicio deliberativo aproxima la conducta hacia lo excelente, a mejorar la relación con el otro en tanto que somos seres dependientes y oblativos. Para enfatizar esta condición a mí me gusta utilizar la expresión existencias al unísono, que es como titulé la trilogía en la que analizaba diferentes aspectos de las interacciones humanas. En La capital del mundo es nosotros me atreví a señalar lapidariamente que «el lugar más peligroso del planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal». No es el cerebro de una persona exenta de conocimientos, sino de una persona exenta de saber comportarse respetuosamente con la dignidad que todo ser humano posee por el hecho de serlo. Una persona que rebaja la vida del otro y por tanto la propia y la de toda la familia humana.

La filósofa Marina Garcés en su Nueva Ilustración Radical habla de analfabetismo ilustrado para señalar la impotencia que supone que lo sabemos todo (tenemos a nuestro alcance todos los conocimientos de la humanidad), pero no podemos nada. Difiero ligeramente. Lo sabemos todo, sí, pero con todo lo que sabemos apenas aprendemos algo, de ahí la credulidad que ella misma insta a combatir desde posicionamientos críticos. Para constatar lo inoperante de nuestro conocimiento, y sentir la misma decepción que la que asedió a los promotores de la Ilustración, basta con darse una vuelta por la historia del Homo Sapiens. Las motivaciones que patrocinaban los actos de nuestros ancestros en épocas arcaicas gozan de sorprendente homología con las que capitanean la vida del sujeto que llama a las puertas del posthumanismo. Yuval Noah Harari en 21 Lecciones para el Siglo XXI propone tres objetivos en la esfera educativa del animal humano: conseguir trabajo, comprender, orientarse en la vida. Dicho solo con sustantivos: empleabilidad, inteligibilidad, lucidificación. La educación como sistema reglado ha exacerbado el primer sustantivo y ha desdeñado los otros dos. Ha exaltado la hiperespecialización de los saberes técnicos y ha ido arrumbando los saberes prácticos. Hace poco le leí a una decana aducir que es primordial que la universidad se adapte a las necesidades del nuevo modelo de crecimiento y de la nueva economía. Se trataría de ahormar todavía más las ofertas curriculares a una empleabilidad subyugada a un mercado en cuyo ADN está codificado el tendencial crecimiento de los márgenes por encima de todas las cosas. Algunos autores se refieren a esta realidad como neoliberalismo educativo. En su último artículo de su potente blog El laberinto de la identidad, el profesor Fernando Broncano disertaba que el mercado no tiene necesidades, tiene intereses, y que adaptar la universidad a sus intereses es trocar la universidad en un mercado: «No hay mayor error que haber creado una especie de imaginario del mercado para adaptar el sistema educativo a este presunto espacio, cuando era la adaptación, es decir, la venta de títulos, en los que consistía el nuevo interés del mercado»

En el ensayo La utilidad de lo inútil, Nuccio Ordine se quejaba de esta deriva y demostraba que las humanidades siguen siendo cardinales en un mundo de seres humanos que tejen relaciones con otros seres humanos mientras intentan brindar sentido a sus acciones. En Sin afán de lucro, de la filósofa norteamericana Martha Nussbaum, se impugna la tendencia por la cual el mercado es el criterio que privilegia unos conocimientos en detrimento de otros y se vindica la utilidad de los saberes filosóficos para evitar la depauperización democrática de las sociedades y para transformar y mejorar la organización de la vida compartida a través de una educación de la cultura valorativa. En El error de Prometeo, del profesor Manuel Villegas, se postula el peligro que supone robar el fuego a los dioses (una forma de metaforizar mitológicamente el avance en el conocimiento técnico-instrumental) mientras los hombres no sepan convivir bien entre ellos, el riesgo que acarrearía una inflación tecnológica en un marco de deflación axiológica. Las preguntas son recurrentes y enlazan con el sentido de la experiencia humana. ¿Y qué es convivir bien? ¿Qué valores son los más adecuados para mejorar la vida de los hombres y las mujeres que conforman el rebaño humano? Para responder a estos interrogantes no nos queda más remedio que  pensar, reflexionar, aguzar la conciencia crítica, promocionar la imaginación política y mantenerla en perpetua revisión. Poco que ver con el mundo tecnocrático encantado con inventar medios, pero despreocupado de discriminar fines. Poco que ver también con nuestra tendencia reactiva (Marina Garcés postula que lo contrario de la reacción es la reflexión), que tapona la deliberación y el pensamiento destinados a dirimir las condiciones de una vida buena y digna para todos los seres humanos.

En su obra Creer en la educación, Victoria Camps reconoce que la realidad que nos circunda conspira contra el ideal educativo que consiste en contestar a preguntas de este calibre y ordenar los deseos y estratificar las predilecciones según sean las respuestas. La educación es subversiva, va a la contra, intenta voltear el orden de las cosas, se enfrenta contra un enemigo de dimensiones bíblicas que se resume en «la dificultad de inculcar valores inmateriales en un mundo fascinado por los bienes materiales». La sociedad de mercado, que no la economía de mercado, como distingue Michael J. Sandel, perpetúa el poder del capital a través de una edificación de sinonimias en las que la adquisición y acumulación de capital y sus posteriores posibilidades de transacción consumista conectan con la idea de la felicidad. El mercado inculca en los imaginarios que la felicidad se conquista a través de lo que ofrece el mercado. Resulta sorprendente que aceptemos acrítica y obedientemente una afirmación que otorga un poder omnímodo al que la afirma. Educarnos es refutar esta idea. Es educar nuestros deseos, nuestro carácter, como defendía Aristóteles, según nuestra reflexión ilustrada y pausada y no según las industrias de los relatos publicitarios, la propaganda de objetos obsolescentes y la emotividad política. Educarse deviene así en pura insurgencia.



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martes, septiembre 12, 2017

Primer día de clase, primera lección: educar es educar deseos



Obra de Nigel Cox
Ayer se inauguró la vuelta al cole, el primer día de clase, el regreso a los procesos de inculturización para aprender a vivir, a convivir cívicamente y a proveernos de habilidades y conocimiento. La definición más bonita que conozco de educación pertenece a Platón. La educación consiste en enseñar a desear lo deseable. En mi ensayo La capital del mundo es nosotros (ver) la parafraseé para bautizar su cuarto y último capítulo: Admirar lo admirable. Después de haber estudiado minuciosamente los engranajes sentimentales de la admiración («el sentimiento específico del valor», subraya Aurelio Arteta en el monumental ensayo dedicado a esta conducta La virtud en la mirada), y si admitimos que el conocimiento se adquiere pero la sabiduría se descubre, me parece que admirar, interiorizar y reproducir lo admirable resume de un modo perfecto en qué consiste la cima de la sabiduría. Utilizo aquí la definición de sabiduría que esgrime José Antonio Marina en el prólogo de El aprendizaje de la sabiduría, el ensayo que agrupa los anteriores Aprender a vivir y Aprender a convivir: «La sabiduría es la inteligencia aplicada a nuestro más alto proyecto, que es la vida buena, feliz y digna». Al igual que su maestro, Aristóteles también advirtió que la educación no es otra cosa que educar los deseos para estratificarlos de tal modo que faciliten una vida en común justa y construyan con sensatez una felicidad siempre perteneciente a la esfera privada. Vivir bien entraña desear bien.

Recuerdo haberle leído a Carlos Castilla del Pino que los seres humanos nos regimos por dos lógicas. Por un lado se halla la lógica de la razón, que nos coge de la mano para llevarnos hacia la conducta conveniente. Por otro, emerge la del deseo, que nos dirige hacia la conducta apetecible. La conclusión del psiquiatra no admite sombra de duda: «Si ambas conductas coinciden, mejor que mejor. Si no, suele ganar la última, y sobreviene la catástrofe». He aquí otra definición de sabiduría: que lo que quieras sea lo que te conviene, que la fuerza propulsora de la deseabilidad concuerde con la capacidad de la inteligencia de establecer buenas metas. Es otra forma de presentar el enunciado platónico de desear lo deseable, el cénit de una buena educación. En algunas ocasiones esta misma idea la he presentado de un modo provocador: la educación consiste en aprender a desobedecer. Se sobreentiende que a desobedecer los deseos que empantanan llegar a ser lo que nos gustaría ser.

No quiero caer en el discurso angelical al hablar de una educación que probablemente vive momentos crepusculares ensombrecida por la febril adquisición de competencias que avalen nuestra valía para el mercado. Hace un par de años el entonces Ministro de Educación José Ignacio Wert regaló para la posteridad una definición de educación tan desilusionante que nada más escucharla la manuscribí en uno de mis cuadernos: «La educación consiste en que los alumnos aprendan a competir por un puesto de trabajo». Cualquiera que haya estudiado la tensión antagónica en espacios de interdependencia colegirá que, puesto que en la dimensión capitalista empleo y acceso a una vida digna forman una unidad indisoluble, y el empleo es un recurso cada vez más escaso, esta afirmación nos devuelve a la selva y degrada la educación a simple supermercado de la empleabilidad. Competir es satisfacer los intereses propios a costa de que nuestro oponente no pueda satisfacer los suyos. Si rivalizamos por algo banal, la mecánica no acarrea riesgo alguno. Si competimos por satisfacer necesidades primarias, este escenario nos arroja al canibalismo y al sálvese quien pueda, la proclama que suelen gritar los que ya están a salvo. El pragmatismo académico educa para el mundo que tenemos. Nos convendría a todos que también educara para el mundo que sería bueno que tuviéramos.



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martes, febrero 09, 2016

La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma

Afternoon-Light, obra de Carrie Graber
Las emociones básicas forman parte de nuestra infraestructura genética. Las llevamos insertas en nuestros circuitos nerviosos a través de los genes. Poseen funciones adaptativas, informan sobre nuestra situación, tabulan datos y ejecutan aceleradas hojas de cálculo y análisis. Traen, en palabras de Damasio, «marcadores somáticos», señales de cómo  nuestro organismo procesa la situación. Cuando somos conscientes de las emociones se convierten en sentimientos. No podemos modificar el reducido repertorio de emociones básicas, pero sí podemos variar la respuesta elicitada por ellas en nuestra conducta. En el interesantísimo ensayo La regulación de las emociones, sus autores José Miguel Mestre y Rocío Guil definen la tristeza como el momento en que «experimentamos la pérdida o el fracaso, real o probable, de una meta valiosa, entendida como un objeto o una persona. Hay una baja activación del arousal y valoraciones negativas». En el enciclopédico Diccionario de los sentimientos de J. A. Marina y Marisa López Penas la especifican como «un sentimiento introvertido, de impotencia y pasividad». Luego realizan una apasionante expedición léxica por la aflicción, la amargura, la pesadumbre, el abatimiento, la desolación, la congoja, la tribulación, la desesperanza, el duelo, la melancolía, la añoranza, la nostalgia, la saudade. Es muy delatora esta arborescencia léxica para delimitar un sentimiento. Las palabras nacieron un indefinido día para hacer inteligible lo sentido por alguien en una situación muy concreta. Esto significa que cada vez que eliminamos o desconocemos palabras para compartir nuestra vida afectiva, rodeamos matices, detalles, apreciaciones, excepciones, singularidades. Nos volvemos borrosos para quien nos escucha y también para nosotros mismos. En momentos tristes no siempre sentimos lo mismo, y consignar esa heterogeneidad sentimental con una sola palabra nos empobrece, nos desenfoca, nos desdibuja.

Experimentamos tristeza cuando un suceso desfavorable obstruye nuestros intereses. Se desencadena cuando algo deseado no ensambla en el mundo como habíamos planeado. Frente a la aflicción sin un motivo diáfano que supone la angustia, en la tristeza la realidad ha desestimado la implantación de un deseo familiar. La tristeza por tanto siempre viene acompañada de una expectativa incumplida, que no humillada ni oprobiada, porque cuando la causa es injusta prorrumpe el enfado o la indignación. También se experimenta cuando este desenlace le ocurre a otra persona con la que nos sentimos muy vinculados. Su tristeza nos afecta porque nos tenemos afecto. La tristeza inicia un proceso de interiorización para ordenar el desorden provocado por el desajuste entre lo que esperábamos y el resultado cosechado. Ha habido una pérdida y a partir de ese instante se inicia una concienzuda labor de introspección. La tristeza nos expatria del mundo. A mí me encanta repetir una frase que ya empleé en el libro La educación es cosa de todos, incluido tú: «La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma». 

Los psicólogos predican que la tristeza es una llamada de atención al otro. La apagada expresión facial, el encogimiento, la mirada cabizbaja y sus influencias fisiológicas encarnadas en escasez de energía y desdén por toda actividad motora, son una clara y muy visible petición de ayuda para que nuestro grupo de referencia acuda a rescatarnos. Se produce una paradoja muy llamativa. Cuando estamos tristes no nos apetece estar con nadie y a la vez solicitamos que alguien nos libre de la cautividad a la que hemos sido condenados. Asimismo se corre el riesgo de que un exceso de tristeza provoque deserciones en el grupo de apoyo. Quizá por miedo al contagio, quizá porque resulta descorazonador, quizá porque obligue a un gasto adicional de esfuerzo, no nos gusta compartir tiempo con alguien que ha hecho de la tristeza su residencia habitual e impide cualquier plan para sacarlo de allí. A pesar de todo lo que podemos aprender con lo que nos enseña la tristeza, son malos tiempos para ponerse triste. El pensamiento positivo penaliza la tristeza puesto que nos conduce a una supuesta pasividad (puntualizo que pensar nunca es un estado pasivo, al contrario, pocas actividades suponen tanto ajetreo). Responsabiliza de la tristeza al propio sujeto que la padece como decisión personal. Al permitir que los acontecimientos lo aflijan al releerlos como pérdida, concede permiso para que la actitud taciturna y acaso el desánimo entren en su vida. Como una de las maneras de regular las respuestas emocionales consiste en reestructurar su valoración cognitiva, el pensamiento positivo culpabiliza al que no recicla la tristeza en una palanca de motivación. Entristecerse no es anómalo ni constitutivo de analfabetismo emocional. No entristecerse nunca, sí. Es una anomalía y una torpeza. Es como hacer pellas el día en que en clase se explica lo más interesante de la asignatura.



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martes, diciembre 01, 2015

Admirar lo admirable

Los semblantes y el deseo, de Juan Genovés
Una de las definiciones de educación que me resultan más interesantes pertenece a Platón. Es una definición muy sencilla y muy lacónica: «La educación consiste en enseñar a desear lo deseable». Su brevedad dona contundencia y belleza al adagio, pero nos obliga a la ardua, y sospecho que larga, labor detectivesca de desentrañar qué es lo deseable. Ese es el territorio que trata de desbrozar la ética, encontrar aquellos valores que nos mejoren a todos y que además nos hagan sentirnos contentos y orgullosos por haberlos encontrado y aplicado a nuestra conducta. Lo interesante de la afirmación es que Platón alude a la fuerza centrífuga del deseo, es decir, que la educación ha de promocionar la desobediencia de los deseos que sintamos momentáneamente en aras de no obstruir aquellos otros que nos hemos comprometido a alcanzar encarnándolos en un propósito de más empaque anudado a  lo deseable. Recuerdo que con motivo de un texto para un libro parafraseé la sólida sentencia platónica: «La educación  no es otra cosa que aprender a admirar lo admirable». Aprender es una tarea que nos compete exclusivamente a nosotros mismos (los demás solo nos pueden enseñar), y desear lo deseable es atrapar lo admirable para que nos multiplique en nuestra condición de seres que anhelamos ensanchar el mundo que habita en el interior de nuestro cerebro. Lo admirable es todo lo que la comunidad señala como valioso y se reconoce así y se aplaude y se divulga con la intención de que sea reproducido en la conducta de sus miembros. He aquí la centralidad del ejemplo en la comunidad reticular de la que formamos indefectible parte. El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, siempre y cuando sepamos qué palabras quiere ejemplificar, y su impacto en la sociabilidad es más profundo y eficaz que todos los libros de texto juntos.

Lo valioso vincula con la axiología, con los valores, con eso tan rutinario que consiste en valorar primero y elegir después. Admirar lo admirable trae anexada una consecuencia que sólo se puede catalogar de genial. La admiración lleva intrínsecamente una palanca motivadora que impele a reproducir lo admirado, copiar lo que provoca el reconocimiento, mimetizar aquello que, al considerarlo valioso, ha captado nuestra atención y nuestras ansias de emulación. No confundir con idolatría, que es una admiración hiperbólica muchas veces basada en un mérito de valor accesorio. Supongo que es algo frecuente, pero a mí me ha ocurrido que a medida que he acumulado años en mi biografía cada vez idolatro menos y cada vez admiro más. Asombrarse por lo aparentemente ordinario y sencillo, dedicarse a la perplejidad, permitir que la mirada se suicide contemplando cómo lo increíble se instala en lo cotidiano, comprobar a cada instante la condición creadora de la inteligencia humana,  observar la maravillosa convivencia de personas que no tienen nada que ver unas con otras, el soberbio milagro que es compartir espacios y propósitos entre gente que posee preocupaciones tan dispares, habernos dado la condición de existencias al unísono para que vivamos mejor que si estuviéramos desagregadas. Contemplar la belleza que somos capaces de reproducir a través del arte, los artefactos que la tecnología inventa para satisfacer el bienestar, los relatos para explicarnos a nosotros mismos a través de los distintos lenguajes, la gratitud que supone que nuestros antepasados más brillantes nos hayan legado su conocimiento para que lo podamos utilizar ahora, la infinita suerte de sentir afecto por las personas cercanas y afecto ético por las lejanas (y que a los demás les ocurra lo mismo con nosotros), la proeza humana de habernos desatado de una cuota del determinismo biológico y ahora poder elegir con qué fines construir nuestra vida, la insuperable hasta el momento idea de levantar una ficción como la dignidad para modelarnos como sujetos y autorregular nuestro comportamiento para elevarlo. Todo lo aquí listado son aspectos admirables que la cotidianidad invisibiliza y que la educación debería enfatizar. Aprender a admirar lo admirable es lograr que nuestra atención se pose más a menudo sobre todas estas creaciones para sentimentalizar dos aspectos nucleares. Lo alucinante que es todo lo que cada vez nos cuesta más sentir como alucinante. Lo precario que es el equilibrio de lo alucinante y por tanto nuestro deber de cuidarlo.



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