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Obra de Sam Weber |
Hace unos días
le leí a Iñaki Piñuel la desasosegante expresión con la que hoy titulo este
texto. El término aparece agazapado en las páginas finales de La dimisión
interior (Pirámide, 2008), un revelador ensayo sobre los riesgos psicosociales
en el trabajo. La tesis defendida es que la dimisión interior es una
desconexión emocional que adoptan las personas, con respecto a sí mismas y a
todo su alrededor, como reacción de autodefensa a un daño crónico en entornos
laborales con alta densidad de toxicidad. El profesor Iñaki Piñuel es un
experto en psicología del trabajo y de las organizaciones, pero sobre todo en
las disfunciones que pueden emanar de estos microuniversos: mobbing o acoso
psicológico (absolutamente recomendable su ensayo dedicado a este tema),
violencia psicológica, o procesos de victimización. Me aventuro a
compartir aquí una definición personal de en qué consiste la violación del
alma. Se trataría de todo proceso por el que una persona despiadada se
dedica con entregada pertinencia a degradar y vejar a otra hasta culminar que
la víctima active su propio autodesprecio y se convierta a sí misma en una zona
desolada. El padre de la microsociología, Irving Goffman, definió la
consideración como tratar al otro con el valor positivo y el amor propio que
toda persona se concede a sí misma. A Kant le preguntaron una vez cómo se
podría salvaguardar la dignidad de las fricciones que concurren en la
convivencia. La respuesta fue antológica. «La dignidad se preserva del roce
diario tratando al otro con la misma equivalencia que reclamamos para
nosotros». La violación del alma es justo lo contrario.
Este proceso de hostigamiento continuado anhela destruir el ánimo, desvalijar
la autoestima, minusvalorar la idea que albergamos de nosotros mismos
(autoconcepto), dañar al ser que habita en nuestras palabras, transformar la
psique de la víctima en una escombrera de ridículos cascotes. El predador
estimula el miedo y los factores estresantes para hacer añicos la eficacia
percibida de su víctima, la sensación de logro, el control, la autonomía, el
sentido de la tarea, la motivación, la capacidad creativa, el pensamiento
crítico, la valoración benévola que uno está obligado a tener de sí mismo (para
toda persona educada bien la autoestima debería ser un deber). Es decir, todo
lo que nos determina como seres provistos de dignidad. Despiadado es aquel que
no tiene piedad, el que no siente como suyo el dolor del otro y por tanto no
sólo no pone límites en infligírselo, sino que incluso puede disfrutar
sádicamente contemplando su propia obra de destrucción, delectarse en la
denodadamente violenta desintegración del otro. Esta violación puede ocurrir en
cualquier ámbito de las interrelaciones humanas, pero el medio ambiente laboral
posee unas singularidades que propician su proliferación y la profundidad de la
agresión. Como la organización social ha vinculado empleo con supervivencia, es
fácil imaginar las relaciones de sumisión y de degradación que pueden florecer
en los entornos labores en un instante en que los empleos escasean todavía más
que siempre (que no el trabajo, que es otra cosa distinta). El microcosmos
laboral puede devenir en lugar idóneo para que no haya demasiadas diferencias
entre el rol de trabajador y el de súbdito. Piñuel bautiza con acierto estos
lugares de acoso como un «gulag laboral». La segunda gran característica de
estos contextos es que el empleo se ha erigido en el mayor proveedor del guion
identitario de un individuo. «¿Qué eres?» es una pregunta comúnmente aceptada como
sustitutiva de «¿en qué trabajas?». Con estas dos peculiaridades, si alguien no
tiene escrúpulos pero sí jerarquía en un entorno de subordinación y a la vez de
producción de identidad, si arrumba la ética a un rincón polvoriento de la
conducta, si convierte al otro en un mero medio para la satisfacción de fines
personales, es relativamente sencillo profanar el alma de un semejante.
Toda esta
depredación se agrava sobremanera por un proceso de culpabilización del violado.
Como se ha implantado la ilusa teoría de que todo lo que jalona nuestra
biografía es responsabilidad individual, de que obtenemos las recompensas o los
castigos de los que se haya hecho acreedora nuestra voluntad, resulta casi un
automatismo asumir la paternidad exclusiva de cualquier situación aciaga. Este
sistema de atribución es muy fértil para que el violado acabe recluido en una
mazmorra de culpa y de devaluación de sí mismo. La víctima es culpable de
sentir lo que siente, de no inmunizarse con toda esa farmacopea mental que
prescribe el pensamiento positivo. El alma es esa ininterrumpida
conversación en la que uno se va contando a cada segundo lo que va haciendo a
cada instante, de tal forma que este soliloquio puede convertirse en
desgarrador si uno cae pendiente abajo por el «masoquismo autopunitivo», en
heladora expresión de Piñuel, cogitaciones autodestructivas en las que la
víctima se convierte en su propio victimario. Este monólogo puede funcionar
como un peligroso riego de aspersión que puede acabar anegando de hiel y
autodesprecio toda la orografía sentimental de la persona. Violar el alma es
irrumpir violentamente en esa conversación, orientarla al lugar donde sea
posible extraer la mayor cantidad de desintegración, donde se levante una pira
destinada a la cremación de la autoestima. No tengo datos, pero si en
condiciones normales el cerebro consume el cuarenta por ciento de nuestra
energía metabólica, estoy casi seguro de que en esos procesos rumiativos de
autocarbonización los índices de consumo pueden duplicarse, o directamente
absorber el total de nuestros recursos energéticos. La imposibilidad de
abandonar el trabajo (o, hablemos con propiedad, de no poder prescindir de los
ingresos que proporciona), de comprobar cómo la realidad ha enladrillado la
salida de emergencia, convierten la situación en un averno. Sólo queda el
absentismo psicológico. La violación del alma provoca la sobrecogedora
evaporación del alma.
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