Obra de Guim Tió |
Aristóteles afirmaba que la
educación consiste en educar deseos, modelarlos, pautarlos, lograr que obedezcan a nuestros proyectos. Todos
los males que asolan el mundo se producen por una pésima administración del
deseo, el conatus, según la jerga de Spinoza. Pascal quiso refrendar esto mismo pero de un modo que despertara la sonrisa: «Todas las desgracias del ser humano ocurren por su incapacidad de quedarse quieto en una habitación». El deseo nos lo impide y por eso educarlo es prioritario en cualquier movilización con aspiraciones serias. La subjetiva estratificación de los deseos tiende a olvidar nuestra insoslayable
condición de existencias al unísono, existencias que comparten lugares, propósitos
y recursos. El impulso del deseo privado puede deteriorar muy fácilmente ese
espacio público donde nuestra vida intersecciona con otras vidas. Victoria Camps explica esta falla en El gobierno de las emociones: «Ponerse límites es cada vez más difícil porque falta el sentido de lo
colectivo y de la vida en común, que es lo que justifica los límites». Prescribía Aristóteles que las virtudes éticas sólo se
pueden adquirir a través del hábito. Dicho en lenguaje llano. Es en la acción
costumbrista donde la ética se aprende, se adquiere y se publicita sin necesidad de recurrir ni a estratagemas publicitarias ni a discursos moralizantes. Al ser existencias vinculadas en un paisaje reticular, todos somos
ejemplo de todos, y por lo tanto a todos nos compete ser ejemplares. La
ejemplaridad es aquella conducta que asumida críticamente por todos nos mejora a todos. Más todavía. Puesto que nuestra condición de animales políticos hace que todo lo personal incida en lo público, los demás tienen derecho a exigir que nuestra conducta sea ejemplar, pero también a aceptar el deber de que nosotros podamos exigirles lo mismo. Un mecanismo así recibe el nombre de círculo virtuoso. Es un nombre maravillosamente elocuente.
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