martes, agosto 01, 2017

El diálogo no es posible cuando los sentimientos son los únicos argumentos



Obra de Osamu Obi
La práctica deliberativa es radicalmente humana. Aristóteles lo advirtió al constatar que los dioses no abrigan dudas en sus decisiones y los animales viven bajo el irreversible mandato de un instinto que no admite controversia. Sin embargo, los seres humanos somos autónomos, podemos elegir qué hacer y cómo para convertir en acto lo que cobijamos embrionariamente en potencia. Podemos transportar la posibilidad a la realidad. La propiedad humana más reseñable es la posibilidad, que trae anexada la capacidad creadora. Somos creadores porque somos capaces de ver posibilidades, imaginar lo que no existe para hacerlo existir. El ser humano es un ser que elige y en esta singularidad radica nuestra autonomía. Por eso deliberamos, que es el ejercicio creativo destinado a descubrir y barajar opciones; decidimos, actividad consistente en decantarnos por la opción más idónea a costa de sacrificar todas las demás; y actuamos, que es el instante en que la decisión se troca en impulso volitivo, la posibilidad seleccionada se transborda a la acción. Este proceso no es nada fácil cuando se realiza a título individual, pero su complejidad se ensancha sobremanera cuando entran en juego terceras partes. Si hemos de compartir una decisión con alguien que disiente de la que nos gustaría elegir a nosotros, la deliberación puede llegar a ser larga y sinuosa hasta lograr la hazaña discursiva de compatibilizar la discrepancia. Necesitamos dialogar.

Puede ocurrir que en este proceso deliberativo una de las partes implicadas exponga sus sentimientos como los únicos argumentos que respaldan su decisión. «Son mis sentimientos» es una alocución tristemente usual cuando una persona quiere indicar una postura inamovible, una razón que anuncia la muerte del diálogo porque no se puede interpelar. Los argumentos se pueden refutar, pero los sentimientos que no atentan contra los Derechos Humanos se deben respetar. ¿Quiénes somos cualquiera de nosotros para cuestionar esos sentimientos de alguien que no somos nosotros? Se delibera sobre lo que puede ser de otra manera, pero exigir esta máxima a los sentimientos descritos por una persona denota falta de consideración a la persona, arrogarse una ficticia soberanía sobre ella y una severa profanación a su templo afectivo. Entrar sin permiso en ese rincón sagrado para ponerlo en crisis es una apostasía contra la religión del respeto. En La razón también tiene sentimientos (ver) pormenorizo la construcción sentimental. Se puede resumir en que los sentimientos son imbricados conglomerados  de incidencias emocionales, fisiológicas, cognitivas, axiológicas, desiderativas, biográficas. Desde hace unas décadas las industrias del sé tú mismo han uncido a los sentimientos de una  aureola de autenticidad  que no admite la comparecencia de la duda bajo el muy discutible axioma de que el corazón nunca se equivoca. Con estas condiciones preliminares se antoja difícil entablar diálogo alguno con quien enarbola la infalibilidad de los sentimientos. El diálogo es precisamente lo contrario. Buscar mancomunadamente evidencias mejorables que mermen la falibilidad humana.

Quien trae a colación sus sentimientos en mitad de un proceso argumentativo es porque no quiere abordar un diálogo que requiere la exposición de argumentos, no de sentimientos. Los sentimientos están embebidos de argumentos, pero quien cita en bloque su aparataje sentimental lo suele utilizar a modo de proteccionismo argumentativo. Se puede explicar discursivamente la construcción del sentimiento, pero cuando el sentimiento se anuncia solo nominalmente y sin explicación alguna es una fortaleza inexpugnable para cualquier argumento. Su presencia clausura el diálogo llevándolo a un lugar en el que no es posible dialogar. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innenarity diagnostica que «cuando no se cultiva la argumentación los seres humanos se atrincheran en la única posición que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Nuestros sentimientos no son un principio suficiente para hacer respetar nuestra posición, porque no pueden determinar qué es significativo». Si alguien se amuralla en sus sentimientos como único argumento,  la inteligencia no tendrá argumentos que discriminar, no habrá espacio para construir esa intersección que requiere el diálogo en su función de empresa cooperativa. Solo se puede argumentar con el interlocutor que también desgrana argumentos, y los sentimientos no lo son, aunque paradójicamente, y como escribí antes, estén plagados de ellos de un modo velado. Otra cosa muy diferente es que nuestro interlocutor esgrima los argumentos sobre los que se edifican sus sentimientos. Ahí sí se puede deliberar. Ahí sí se puede llevar a cabo la ejercitación de la palabra que se enreda con otras palabras para encontrar la mejor posibilidad que nos podamos llevar a la realidad. Esa posibilidad elegida y compartida la solemos bautizar como solución.


martes, julio 25, 2017

«Soy responsable de mis palabras, no de lo que los demás interpreten con ellas»



Obra de Javier Arizabalo
El primer axioma de la teoría de la comunicación humana de Paul Watzlawick señala que es imposible no comunicar. Creo que la afirmación es más exacta sin canjeamos el verbo comunicar por el de informar. En la comunicación hay intención de trasvasar información, pero en muchas ocasiones transmitimos información de nosotros mismos a los demás sin necesidad de comunicar nada. Al tener valor como mensaje, cualquier minúscula interacción informa de algo de nosotros, aunque si fuéramos más precisos tendríamos que matizar que más que informarles se informan ellos. En esta trashumancia de información el observador mediatiza lo observado y sesga ineluctablemente cualquier conclusión. En su ensayo sobre conducción de disputas y comunicación Marines Suares cita al psicoterapia Bradfor Keenay para explicar que en vez de datos deberíamos hablar de captos por la sencilla razón de que estamos captando la realidad y construyéndola. En esa construcción interviene el dispositivo emocional, la cognición, todo el aparataje sentimental, la rutinización del sistema de creencias, el capital empírico, la irradiación axiológica, la estratificación de valores éticos y personales, la constelación de deseos, la fuerza palpitante de las expectativas, el componente nada desdeñable de la irracionalidad. Kant ya advirtió la diferencia entre la realidad (el incognoscible noúmeno) y lo observado en ella (el fenómeno). Humberto Maturana expresa parecida bifurcación epistemológica cuando habla de realidad entre paréntesis y realidad sin paréntesis. Por mucha distancia analítica que tomemos, cualquiera de nosotros solo percibe la realidad entre paréntesis. La explicación es muy fácil. El paréntesis somos nosotros.

Si aplicamos esta constatación al proceso comunicativo, tenemos que anunciar que los demás, más que escuchar lo que encapsulamos en nuestras palabras, se dedican a interpretarlas. Nuestra realidad es captada por nuestro interlocutor, pero al captarla, la desedimenta y la amolda a sus esquemas autorreferenciales. En este automatizado proceso, el sujeto convierte en objeto nuestras palabras y las poluciona inconscientemente, las  sesga, las evalúa con el mismo criterio que instala su existencia en el mundo de la vida. Aquí radica la explicación de que cualquier crítica revela más del crítico que de lo criticado. Lo cardinal por tanto en la acción comunicativa no es solo lo que decimos, es sobre todo lo que interpretan quienes nos escuchan. Existen dos tesis de alta nocividad que se propagan alegremente en cursos de comunicación y habilidades sociales que entroncan con lo que yo intento explicar aquí. En la primera se pregona que «no es verdadero lo que dice A, sino lo que entiende B». Es una frase muy llamativa, pero es muy difícil aceptarla como cierta. Hacerlo sería admitir el papel periférico del que habla frente al papel estelar del que escucha. Lo que dice A puede ser un enunciado cuya verdad o falsedad se puede demostrar y, sin embargo, lo que entienda B sea algo por completo desconectado de lo que dijo A. Otra cosa muy distinta es defender que «en una acción comunicativa es importante lo que dice A, pero es muchísimo más importante saber lo que entiende B».

La segunda tesis postula que «cuando B interpreta erróneamente un mensaje de A, la responsabilidad es siempre de A». Es una sentencia inicua que condena al hablante por la acción de alguien que no es él. Aun partiendo de la buena voluntad de B a la hora de interpretar el mensaje de A, si el mensaje se distorsiona en su recepción, la responsabilidad siempre es del distorsionador, no del que emite el mensaje. El principio rector de la acción comunicativa ha de responsabilizar a uno del control de lo que afirma, pero no de lo que entiende el otro cuando la idea migra a sus tímpanos. Somos propietarios exclusivos de nuestras palabras, pero no de las conclusiones que alcancen quienes absorben nuestros argumentos. Dándole la vuelta al célebre aforismo de Shakespeare, prefiero ser esclavo de mis palabras que rey de las interpretaciones que hagan los demás de ellas. Aunque se podría añadir una puntualización. Somos responsables de lo que decimos, pero también de lo que el otro entiende, cuando, pudiéndolo llevar a cabo, desatendemos voluntariamente el necesario hábito discursivo de averiguar si existen unos mínimos de concordancia entre lo afirmado y lo interpretado. A pesar de esta saludable prescripción, resulta ineludible aceptar la existencia de un hiato entre nuestras afirmaciones y el significado que tienen para nuestro interlocutor. Nuestra realidad observada o comunicada es, en su pura totalidad, inextricable para el que la observa o para el que la oye. Solo puede acceder a una estimación. Solo puede captar el fenómeno, pero no el noúmeno del que nos hablaba Kant hace doscientos años.



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