martes, junio 26, 2018

«Sin amigos nadie elegiría vivir»



Obra de Michele del Campo
A mí me maravilla que en todas las encuestas sobre los hábitos de ocio que más nos gratifican a las personas siempre alcance el primer puesto quedar con los amigos. Hace tiempo yo reescribí este hecho afirmando que «lo que más nos gusta a los seres humanos es estar con seres humanos». El lenguaje coloquial es contundentemente delator. En muchas ocasiones quedar con los amigos se abrevia bajo el paraguas conceptual de «salir». Es un infinitivo preciosísimo. La primera acepción del verbo salir que recoge el diccionario de la Real Academia es pasar de dentro afuera. Es una definición pulcra y exacta. Desde su literalidad, se puede anunciar que a las personas nos entusiasma salir de nosotros para entrar en otros como nosotros. Cuando las personas quedamos para salir en realidad lo que hacemos es emplazarnos para degustarnos mutuamente. Esa degustación se llama amistad. Epicuro se refería a ella como la sublimación de lo útil. No hay nada más útil que la amistad porque es la cumbre de nuestra naturaleza política, de nuestra condición de existencias entrelazadas, de la coexistencia mudada a convivencia a través del ejercicio intelectivo. Si no pudiéramos salir para entrar en el otro a través de la amistad, viviríamos en la intemperie. Hete aquí la paradoja. El relente no está afuera, está dentro. Los amigos amparan nuestra existencia, aquello que hacemos con la vida que tenemos y que en algún punto comparte afinidad con lo que hacen ellos con la suya.

Suscribo los argumentos que aduce Aristóteles para explicar por qué la amistad es la matriz de la vida. «Es lo más necesario para vivir. Sin amigos nadie elegiría vivir, aunque tuviera todos los demás bienes. La ausencia de amistad y la soledad son realmente lo más terrible puesto que toda la vida y la asociación voluntaria tienen lugar con los amigos». Los seres humanos necesitamos tierra firme en la que pisar, y esa tierra se llama amistad. En su reciente obra La penúltima bondad, el galardonado con el Premio Nacional de Ensayo Josep Maria Esquirol aporta una perspectiva que valida esta idea, solo que en vez de anudarla a la tierra la eleva al cielo: «La amistad es una de las formas de amor al otro, y también de sentirse amado por el otro. Amar y ser amado. Mientras que amar es contribuir a ensanchar el cielo, ser amado es sentirse visitado por el cielo». Me resulta imposible no citar aquí una rockera y preciosa loa al amigo entonada por Luz Casal. El título de esta canción es Un pedazo de cielo. Es difícil describir mejor a un amigo.

La amistad es un afecto que como todo afecto requiere cultivo y cuidado. El afecto nos permite ver diáfanamente al otro por la asombrosa contorsión sentimental de que lo convierte en «otro yo». En el ensayo La razón también tiene sentimientos formulo el afecto como «el nexo que anuda a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas y que se solidifica con muestras de cariño y cordialidad». La contigüidad del afecto es la compasión y la empatía, y considero que la amistad es su pórtico. La empatía no es ponerse en el lugar del otro como erráticamente proclaman los gurús de la gestión del yo, es imaginar cómo nos gustaría que se pusiese en nuestro lugar el otro si nosotros estuviésemos en el suyo, y aplicarlo en nuestro proceder. Es muy fácil llevar a cabo este ejercicio imaginativo si hay amistad. Como nadie puede ser amigo de todo el mundo puesto que no es posible compartir el afecto con aquellos a los que no conocemos, hemos racionalizado ese afecto para sentirlo allí donde sería difícil su comparecencia. Se trata de un sublime ejercicio ético, y por tanto intelectivo. La amistad con el que no tengo amistad la hemos sentimentalizado como fraternidad, tratar amistosamente a aquel con el que no tengo trato lo hemos sentimentalizado como bondad, sentir el dolor de aquel que sin embargo no es mi amigo es compasión. La fraternidad, la bondad y la compasión engendran la idea de la justicia. La ética intenta este expansionismo por el cual salimos del círculo de la amistad pero comportándonos como si estuviésemos dentro de él. Ahora se comprenderá perfectamente por qué Aristóteles anuncia en su Ética que «la justicia es, en efecto, la amistad generalizada». Miles de años después no hemos encontrado nada nuevo ni mejor para humanizar lo humano.

La camaradería y los amigos son pura analgesia contra la ineluctabilidad de las contrariedades con las que tarde o temprano nos encontraremos por la eventualidad biológica de haber nacido. Las tribulaciones de la vida, o su dificultad inherente, se exorcizan con el agua bendita de la amistad, o de la ética, o de la política entendida aristotélicamente, si se comportan y nos comportamos como amigos con aquellos con quienes formamos parte de la familia humana. Incluso podemos ir más lejos todavía y adentrarnos en un territorio mágico. La soledad a la que estamos confinados cada uno de nosotros como subjetividades irreemplazables y corporalidades atomizadas solo se amortigua con los nexos sentimentales que nacen de la compañía de amigos (incluyo aquí a los seres queridos, que si son queridos son tan amigos como los amigos). Compartir la intimidad es una forma de evitar que esa misma intimidad nos corroa cuando somos incapaces de cauterizar las heridas biográficas, dosificar la peligrosa introspección, o dejar de rumiar obsesivamente lo que erosiona nuestra serenidad.  Esta intimidad se comparte con un par de amigos porque sabemos que solo el afecto que nos profesan puede derrocar a la pena que se atrinchera en lo más profundo de nosotros. Pero también necesitamos compartir la intimidad cuando vivimos episodios de bonanza, puesto que la alegría íntima induce a su propia difusión y solo alcanza su completud cuando se comunica a los amigos. A esos amigos los llamamos amigos íntimos. Amigos que nos dejan entrar en ellos para que podamos salir de nosotros y a los que nosotros dejamos entrar en nosotros para que ellos puedan salir de ellos. En este entrar y salir late lo más hermoso de la acción humana.



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martes, junio 19, 2018

La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo

Obra de alex Katz

Dialogamos porque necesitamos converger en puntos de encuentro con las personas con las que convivimos. «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo o es un dios o es un idiota», ponderó Aristóteles en una sentencia que otorga al destino comunitario un papel estelar en la aventura humana. Dialogamos porque somos animales políticos. Si la existencia fuera una experiencia insular en vez de una experiencia al unísono con otras existencias, no sería necesario dialogar. El propio término diálogo no tendría ningún sentido, o sería rotundamente inconcebible. Diálogo proviene del prefijo «día» (adverbio que en griego significa que circula) y «logos» (palabra). El diálogo es la palabra que circula. Pero esa palabra no vaga en una nebulosidad indefinida, no se desliza por territorios desdibujados, transita entre nosotras y nosotros, que es el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de intelección. La inexistencia de un nosotros imposibilitaría el despliegue del diálogo. Por eso defiendo que el diálogo es ante todo una disposición sentimental y política, aunque barajo que ambas proyecciones son lo mismo. Los sentimientos son sedimentaciones políticas y la política es pura organización sentimental. 

La definición más hermosa que he leído de diálogo pertenece a Eugenio D’Ors. Como apunto en el libro El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza, me la encontré en mitad de una serendipia, lo que en mi caso agregó fascinación al hallazgo. La definición es sucinta e imbatible: «El diálogo son las nupcias que mantienen la bondad y la inteligencia». Meses después de publicar este ensayo, me he encontrado con una enunciación de la bondad que enlaza directamente con su irrenunciable participación en el horizonte discursivo. Me parece tan bella que la he incorporado a mis herramientas y ya la he compartido en alguna conferencia. Pertenece a Emilio Lledó y descansa plácidamente en las páginas de su obra Elogio de la infelicidad: «La bondad es el cuidado por la facultad de juzgar y entender». Dicho de un modo más prosaico e instrumental: solo cuando soy cuidadoso con el otro puedo entender al otro. En castellano el verbo cuidar significa amar, pero también querer. Insertando esta nueva acepción en el aserto anterior todo se torna clarividente: solo cuando quiero entender al otro puedo entender al otro. Ese querer entender al otro es pura bondad, que para mí es uno de los sinónimos del diálogo práctico, la palabra que intersecta a dos seres humanos con la clara adherencia afectiva de desear entenderse para mejorarse. De ahí el lema del romanticismo alemán que afirmaba que «solo los amigos se entienden». Para extender su precioso significado lo parafrasearía. «Solo cuando se trata al otro como a un amigo uno puede entenderse con él». Estaríamos llevando a la praxis lo que Aristóteles llamaba «amistad cívica». Esta idea transporta al diálogo a dimensiones que sobrepasan con mucho el monocultivo comunicativo. Más bien se adentran en las vastas tierras del ser que somos y de la civilicidad que anhelamos.

En mi lectura matinal de hoy me encuentro en el ensayo De la dignidad humana de Thomas De Koninck con una cita de Louis Leprince-Ringuet que ratifica esta idea nodal: «El diálogo salva de la violencia, es una relación auténtica: todo aquel que acepta, para sí mismo y para el otro, la prueba del logos, es decir, de la palabra, del discurso y del pensamiento, respeta profundamente la humanidad del otro y, por tanto, la suya propia».  Vuelvo a cederle la palabra a Lledó, que la trata con el amor que se merece una invención tan prodigiosa: «El aire semántico que emiten nuestros labios enlaza con unas abstracciones que nos ponen en contacto con un universo de conceptos inventados por ese animal que habla». La pregunta es pertinente. ¿Con quién habla el animal que habla? La respuesta es pura tautología:  el animal que habla habla con otros animales que también hablan. Dialogar es admitir que el otro que nos habla es un ser humano como yo. La palabra que circula entre nosotros nos enfrenta a la palmaria experiencia de la alteridad, pero también a la muy olvidada de la paridad. Al ser distinto a mi interlocutor necesito dialogar con él para saber quién habita en el ser cuya corporeidad se presenta ante mí, y  puedo entender todo lo que me exprese porque somos iguales en tanto que compartimos la pertenencia a la humanidad.

Recuerdo haberle leído a la interdisciplinaria Siri Husvedt en La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres que «las ideas y las soluciones surgen de las interacciones y los diálogos. Lo de fuera se mueve hacia dentro para que lo de dentro se mueva hacia fuera». Creo que esta descripción sirve como definición de fraternidad. La palabra dialogada permite entrar en el yo del otro y que ese yo entre en mi yo, y lo permite porque por encima de todo lo diferentes que podamos ser somos semejantes en nuestra irrenunciable adscripción humana. Los sistemas alternativos de gestión y resolución de conflictos refrendan esta constatación. Intentan que cada una de las partes vea en la otra la misma condición humana que solicitan para sí, porque de lo contrario el diálogo encalla. La bondad que el diálogo práctico trae implícita dociliza las palabras y las intenciones elegidas por la inteligencia, excluye de su listado aquellos términos que podrían lesionar la humanidad del interlocutor. El insulto, el exabrupto, la imprecación, los términos lacerantes, el maltrato verbal, el silencio como punición, siempre aspiran a restar humanidad al ser humano al que van dirigidos. Sin embargo, la palabra ecológica y educada señala el estatuto de ser humano a aquel que la recibe como sonido semántico en sus tímpanos o la lee en letras a través de sus ojos. Ese diálogo cuajado de inteligencia y bondad permite el prodigio de vernos en el otro porque ese otro es como nosotros aunque simultáneamente difiera. Cuando alcanzamos esta excelencia resulta sencillo tratar a ese otro con la humanidad que reclamamos constitutivamente para nosotros. Lo trataríamos como a un amigo. Se antoja difícil tratar más humanamente a alguien.

 



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martes, junio 12, 2018

Existir es una obra de arte


Obra de Aleah Chapin
Recuerdo que hace unos años soñé con redactar un ensayo en cuyo título se subrayara que ser persona es una tarea. Ortega y Gasset recalcó que «la vida humana consiste siempre en un quehacer, en una tarea para construir la propia vida». Cuando escribí La razón también tiene sentimientos / Los sentimientos también tienen razón tuve muy claro que su subtítulo debería conexar con la acción humana, puesto que toda acción guarda un sustrato afectivo y todo sentimiento está subsumido en un conjunto de acciones.  De ahí que subtitulara este ensayo con el mucho más preciso nombre de El entramado afectivo en el quehacer diario. El quehacer diario es el borboteo de actividades que cada uno elige desde la iniciativa y la inventiva para que su existencia se singularice, se divorcie de una producción seriada en la que los fines los adopta una entidad ajena que propende a la homogeneización y la uniformidad. Si fuera así, si los fines y la prevalencia de unos sobre otros los escogiera un punto focal heterónomo, entonces el ser humano no sería autónomo, no tendría dignidad, no tendría valor, y desde luego no podría ser ético. Victoria Camps asegura que la moral no es un añadido del ser humano, sino ese mismo quehacer. Somos sujetos éticos porque, a pesar de las mediaciones socioculturales y económicas, los episodios contingentes, las limitaciones biológicas y los determinismos inconscientes, podemos elegir. Disponemos de un marco de autonomía en el que nos constituimos en soberanos plenos.

La afectividad humana no albergaría sentido si no existiera el hábitat de la acción. Somos existencias, tenemos una vida que desplegamos con otras existencias en un lugar de encuentro que llamamos mundo (de aquí mi insistencia en reclamar nuestra condición de existencias al unísono, que es como se titula la trilogía a la que he dedicado los últimos años de mi vida). Intentamos acomodar esa vida en acciones, en hechos que nos van volviendo nítidos en nuestra relación intrasubjetiva con nosotros mismos y en la intersubjetiva con los demás. Somos sujetos éticos porque decidimos esas acciones, que a su vez son subsidiarias de los fines que queremos para nuestra existencia. Los fines son las ideas de lo que esperamos de nosotros, son elegidos y  aspiramos a convertirlos en hechos a través de un cómputo de acciones. Por eso la biografía es una tarea autoral. Esa tarea consiste en elegir las decisiones que ejecutamos a  cada momento y que se traducen en acciones y omisiones. La vida no tiene ningún sentido, pero afortunadamente se lo podemos dar convirtiendo nuestra existencia en un proyecto. Cuando ese proyecto se solidifica en un conjunto de acciones, nuestra existencia se yergue en una producción artística en la que nos transformamos a nosotros mismos según el fin elegido.

Ser los autores de nuestra vida es ser los artistas de nuestra vida. Existir se transfigura en una increíble aventura creativa. En su ensayo El arte de la vida, Zygmunt Bauman nos da la clave para entender qué es un artista y aclarar mejor su presencia en la perspectiva vital: «Ser artista significa dar forma a lo que de otro modo no lo tendría». Y añade que «la vida es un arte porque está abierta a lo que hagamos con ella». El diccionario de la Real Academia señala que artista es «la persona que cultiva alguna de las bellas artes», y yo creo que no hay arte más bella que elegir qué quieres hacer con tu existencia y ponerte a modelarla. En el precioso texto De la dignidad del hombre del renacentista Pico de la Mirandola se enfatiza este horizonte con una metáfora similar. El autor pone en boca de una entidad creadora las siguientes palabras dirigidas al animal humano:  «No te he hecho celeste ni terreno, mortal ni inmortal, con el fin de que tú culmines tu propia forma libremente, como un pintor o un escultor». Evoco a Jesús Mosterín en su ensayo Racionalidad y acción humana para pormenorizar un poco más esta idea neurálgica: «La elaboración del plan de vida es una creación artística. El vivir conforme al plan de vida es una ejecución artística». De ahí que él distinga con mucha perspicacia entre ser autores y ser intérpretes de nuestra vida. Muchos son intérpretes, pero no autores. La confección de nuestra vida se produce a través de elecciones esencialmente prospectivas en las que optamos por unas decisiones y sacrificamos otras que van configurándonos como obra de arte. Como no podemos no elegir, elegir hace que ser persona y ser artista sean una misma dimensión. Sartre releyó negativamente esta realidad y la abrevió en que «estamos condenados a ser libres». Le podemos dar un cariz positivo. Podemos proclamar orgullosamente que tenemos el deber de hacernos obra de arte.

Es en el domino político en el que las existencias interseccionan para cubrir sus necesidades y poder dedicarse a establecer fines y las tácticas para conquistarlos. Donde hay necesidad no hay autonomía, lo que equivale a decir que la singularidad artística en la que podemos autoconstituirnos se evaporaría si padecemos el autoritarismo de las necesidades que nos impiden elegir fines. Como solo en escenarios de interdependencia se pueden cubrir esas necesidades, necesitamos la ayuda de los demás para que podamos convertir nuestra vida en una acción creativa. Esa ayuda estriba en el ejercicio de la mutualidad y su encarnación en instituciones. La ética requiere de la política para que podamos fabularnos y apropiamos de fines. Cuando eso ocurre, cada uno de nosotros se está transformando en un artista que intenta aproximarse a ese contenido en el que su existencia colma fines que le hacen sentirse gratificado por existir. Ese momento lo podemos llamar felicidad, o sabiduría, o quizá obra de arte. Sospecho que las tres palabras significan lo mismo.



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martes, junio 05, 2018

Para ser persona hay que ser ciudadano




Obra de Stephen Wrigth
Hace unas semanas escribí que somos los autores de nuestros propósitos, pero somos los coautores de la mayor parte de nuestros resultados. Esta afirmación deja entrever que en la construcción de nuestra biografía concurren muchos agentes. Sin embargo, tendemos a marginarlos en las auditorias íntimas en las que vamos evaluando nuestra instalación en el mundo. La contemporaneidad ha impuesto un macrorrelato que ha despolitizado por completo la reflexión sobre el acontecimiento de existir. Puede resultar decepcionante que en algo tan privativo como nuestra biografía exista la coautoría, pero gracias a ella nuestra existencia está atravesada de fines y no solo de necesidades. En las necesidades no hay fines, y si no hay fines no hay autonomía. Las necesidades afilaron nuestra racionalidad y nos convirtieron en animales políticos, en animales que hablan, en animales sentimentales que estratifican qué sería bueno sentir y qué sería bueno no sentir. Vivir agrupados es un hito evolutivo de primerísimo nivel. Podemos elegir qué queremos para nosotros gracias a que estructuramos marcos de convivencia en los que nuestra existencia borbotea al lado de otras existencias. Podemos optar independientemente merced a que somos interdependientes. Convertimos la convivencia en un juego de suma no cero en el que adoptamos estrategias para que todas las partes satisfagan parcialmente sus necesidades respectivas. En Elogio de la infelicidad Emilio Lledó lo explica con abrumadora claridad: «La carencia de completa autarquía es la expresión suprema de la necesidad de convivir, de ser en otros y con los otros».  

Las necesidades primarias las podemos cubrir gracias a la cohabitación con otras existencias en un entorno intersubjetivo orquestado para ese cometido. Siempre que hablo con alguien de las necesidades a las que estamos uncidos como seres vivos mi interlocutor me interpela afirmando que habría que matizar qué entendemos por necesidades. La respuesta es muy sencilla. Entiendo por necesidad aquello en lo que cualquier persona piensa de manera monotemática a partir de un lapso de tiempo de padecer su ausencia ante el miedo de que su vida se desbarate irreversiblemente o llegue incluso a expirar. Aristóteles definía como necesario «aquello sin lo cual no se puede vivir, por ejemplo, el respirar o la alimentación». Yo lo defino con una mirada más panorámica y más contemporánea: «Una necesidad es aquello cuya satisfacción es tan rutinariamente urgente que si no está estructuralmente colmada impide que un sujeto pueda establecer planes de vida». «La escasez es el origen de la ciudad», escribió Platón. En terminología de Lledó, el carácter menesteroso de nuestra biología fue lo que nos inspiró a «la empresa de construir lo humano». El ser humano que somos cada uno de nosotros es una existencia quebradiza, precaria, frágil, muy muy vulnerable. Humano  proviene de humus, tierra, y significa pequeño, insignificante. En esta explicación descansa por qué los griegos daban mayor prelación a la condición de ciudadano que a la de persona. Era imposible llegar a ser persona (la individualidad que elige qué fines quiere para su vida y que se va desplegando en el conjunto de acciones encaminadas a colmarnos) lejos de la polis. Ser persona sólo era posible desde la condición de ciudadano. De aquí el drama que supone, y que Josep Ramoneda explica con su habitual maestría en Contra la indiferencia, que hayamos perdido paulatinamente la c de ciudadanos en favor de las tres ces que nos señalan como clientes, contribuyentes y comparsas. La conclusión es triste. Cuanto más nos desintegramos como ciudadanos, mayor dificultad para ser personas.

Lo contrario de la libertad es la necesidad. Donde hay necesidad no hay elección, y donde no hay elección no hay autonomía, que es la vitrina de nuestra dignidad. Ser autónomo es elegir por uno mismo con qué fines quiere uno conducir su propia vida. Somos dignos porque podemos elegir, y podemos elegir porque tenemos más o menos satisfechas nuestras necesidades primarias. De aquí se colige algo que los redactores de los Derechos Humanos subrayaron en la redacción de la Carta Magna. Sin la garantía de unos mínimos es imposible que nadie pueda aspirar a unos máximos. Esos mínimos son los treinta artículos de los Derechos Humanos. Los máximos son los contenidos individuales con los que cada uno rellena el contenido de su felicidad, los fines con los que da sentido a su existencia en el mundo de la vida, con los que va convirtiéndose en una expresión de particularidad, una mismidad diferente a todas las demás. Somos una existencia singularizada que limita por todos lados con todas las existencias también singularizadas porque las necesitamos para acceder a una vida digna.  Por eso más que ser existencias adyacentes yo prefiero utilizar la expresión existencias al unísono (así se titula la trilogía a cuya redacción me he dedicado estos últimos años -ver-).  Al ser al unísono queda enfatizada la vinculación afectiva y política irrenunciables para existir. Nuestra existencia tal y como es o cómo nos gustaría que fuese sería inaccesible desde la insularidad o desde la soledad.  El yo no puede expatriarse de los dominios interconectados de la convivencia. La política debería ser una mirada reflexiva y bondadosa sobre cómo articular la organización de las existencias al unísono con el objeto de que todos satisfagamos nuestras necesidades y podamos dedicarnos de este modo a aquellos fines elegidos desde la autonomía. Ser animales políticos es lo que nos permite ser animales éticos.



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