miércoles, noviembre 30, 2016

No hay respuesta más honesta que «no sé»



Obra de Mercedes Fariña
Aunque me alisto al lado de Andrés Neuman cuando afirma en sus Barbarismos que la libertad es un concepto que oprime a quien la define, yo durante mucho tiempo he empleado la preciosa definición que desgranó Octavio Paz. El premio Nobel definió este término tan vaporoso y zigzagueante como la capacidad de elegir entre dos monosílabos, sí o no. Los seres humanos nos hemos otorgado dignidad precisamente porque tenemos autonomía para escoger, optar, elegir. Podemos decantarnos por una dirección (sí) o descartarla (no). Esta singularidad pertenece al ámbito de lo más radicalmente humano, es el eje axial de la emancipación de una parte del sino biológico y de la entrada al reino de la ética. No hay nada más elevado que poder escrutar qué opción tomar dentro de un repertorio heterogéneo en el que por supuesto hay que dejar margen al inevitable encontronazo con lo fortuito. Como escribía unas líneas antes, durante mucho tiempo utilicé esta definición de libertad de Octavio Paz, pero hace un par de años me aventuré a agregar un matiz a su enunciado. Varios lustros de estudio buceando en las procelosas aguas del comportamiento humano me han hecho atreverme a incluir un tercer monosílabo acompañado de su negación. La nueva definición de libertad quedaría así: «La libertad consiste en la capacidad de elegir entre dos monosílabos, sí y no, y  la negación de un tercero, no sé».  

Muchas cosas las hacemos sin saber minuciosamente por qué las hacemos, muchas veces optamos por una decisión sin elucidar si es realmente la más propicia. No lo sabemos, intuimos que puede ser, creemos que quizá sí sea la más idónea, pero dudas de una amplitud inabarcable nos impiden afirmarlo o negarlo taxativamente, lo mismo que le ocurre al resto de opciones que barajamos. No es que nuestra capacidad de inferir sea deficiente, es que la vida es muy escurridiza y le incomoda sobremanera que la oprimamos en la lógica binaria del sí o no. Recuerdo una expresión fantástica que le leí a la gran Siri Hustvedt en uno de sus interdisciplinarios ensayos. Explicaba con su prosa literaria que a veces las motivaciones de nuestras acciones son fulminantemente borrosas y hacemos algo «sinqueriendo». Esta expresión es antitética e incomprensible para el pensamiento lógico, pero muchas de nuestras vivencias están protagonizadas por este binomio en el que la afirmación y la negación se funden en una misma entidad que desborda los límites territoriales de la racionalidad. Como hacemos muchas cosas sin poder saber bien por qué las hacemos, resulta muy atrevido emitir juicios sobre el comportamiento ajeno. En proliferantes ocasiones he refutado apreciaciones que he escuchado sobre los demás con argumentos muy sencillos pero infrangibles: «no sé bien por qué yo hago lo que hago como para saber por qué esta persona hace lo que hace», o «tú crees saber por qué esta persona hace lo que hace cuando probablemente ni ella misma lo sepa».  En el colosal Pensar rápido, pensar despacio Daniel Kahneman se apresura a advertirnos de que el mayor error de los seres humanos descansa en la ignorancia que tenemos sobre nuestra propia ignorancia. No sabemos nada de lo que no sabemos, y sabemos muy poco de lo que sabemos. Yo empiezo a tener fundadas sospechas de que el conocimiento de la conducta humana posee tantas excepciones y salvedades que a lo mejor tendríamos que dejar de llamarlo conocimiento.



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viernes, noviembre 25, 2016

Violencia, hablemos de ti



Obra de Duarte Vitoria
Hace unos años tuve que definir el término violencia para unos manuales universitarios. Quería que la definición abarcara globalmente las diferentes ramificaciones de la violencia, que fuera útil para describir con exactitud la totalidad subyugante de la violencia física, la verbal, la modal y la estructural. La tarea no era sencilla porque cada prototipo de violencia posee un paquete de singularidades que dificultan la homogeneidad. Recuerdo que un compañero con el que formaba la dupla para la redacción de los textos me invalidó unas cuantas fórmulas. Siempre nos topábamos con alguna excepción, alguna rendija que hacia que la definición se agrietara por algún lado. Hasta que un día di con la descripción infrangible. Todavía recuerdo la alegría que nos entró cuando agarré uno de mis innumerables cuadernos de apuntes y la leí en voz alta. La testamos con todas las salvedades y excepciones que presenta la enorme casuística y la definición resistió todos los embates. La definición susurra que «violencia es toda acción encaminada a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo». Justo mañana sábado participo en unas Jornadas Nacionales de Mediación hablando del diálogo. Para cerrar el círculo de la definición de violencia añadiré que el diálogo es el ecosistema en el que la palabra educada y pacífica se despliega sobre sí misma ante la presencia de otras palabras con el fin de que dos o más personas puedan llegar a entenderse. El diálogo es el triunfo de la bondad y la inteligencia sobre la fuerza.

Hoy, 25 de noviembre, se celebra el Día contra la violencia de género, una violencia machista que como todas las violencias correlaciona con lo más sombrío del poder. Poder y violencia van de la mano. Nadie utiliza la violencia si no es con afanes instrumentales de poder, incluidos los sádicos. Poder es lograr que una persona se desplace de un punto A a un punto B que beneficia mis intereses.  A veces la persona no desea realizar ese desplazamiento, y entonces se esgrime la fuerza para conseguirlo, que es la manifestación de que uno tiene poco poder sobre esa persona. Quien detenta genuino poder no necesita emplear la tecnología primitiva  y rudimentaria de la coacción física. La violencia machista no surge porque la mujer no se pliegue a las demandas del hombre, surge porque el hombre no respeta las decisiones de la mujer. No hay mayor acto de amor que respetar sin fisuras las decisiones de nuestra pareja aunque perjudiquen nuestros intereses. Cualquier acción que vulnere este principio es un predictor de la carencia de verdadero amor, y probablemente la prueba inequívoca de que lo que sí existe es mucho amor propio, uno de los manantiales más exuberantes de la violencia. Cuando se sabotea la decisión adoptada por el otro, cuando se ningunean sus razones, cuando socarronamente se subestiman con hechos o se relativizan con una risa sardónica los intereses del otro, cuando se amenaza, cuando no se admite que nuestros argumentos puedan ser refutados, cuando uno anticipa que da igual lo que le vayan a decir porque no piensa cambiar de opinión, cuando se grita, cuando se pronuncian palabras destinadas a desangrar la autoestima, cuando se anhela saquear la dignidad, hay violencia. Mucha violencia, aunque no se utilice el arcaísmo de la fuerza.



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martes, noviembre 22, 2016

El rechazo como productor de identidad



Obra de Nigel Cox
A mí me gusta afirmar que mi patria son las personas que he conocido, las conversaciones que he entablado, las relaciones que he mantenido y el amor que han destilado, los discos que he escuchado, las películas que he visto, los libros que he leído, las disciplinas que he estudiado, el edificio sentimental que he construido, las actividades que he desempeñado, los deseos que no he cumplido, los acontecimientos que me han envuelto con su velo de vida y me han singularizado en la persona que soy y no en ninguna otra de los siete mil trescientos cuarenta y nueve millones de ellas que deambulan por el planeta Tierra. Todo lo citado aquí es un permanente productor de identidad que nace del incesante martilleo de experiencias gratas y también por supuesto del saldo negativo de las acerbadas. Resulta paradójico que la identidad individual de cualquiera de nosotros se nutra de estos yacimientos tan hogareños y tentaculares y sin embargo la identidad colectiva recurra a frescos gigantescos tremendamente borrosos. Baudrillard afirma que la identidad de hoy se encuentra en el rechazo, así que para la manutención de los anclajes identitarios de un colectivo basta con sobreexcitar el orgullo de pertenencia e inflamar el odio hacia un tercero. Solo con azuzar el amor y el odio políticos, territoriales, identitarios o religiosos en las direcciones adecuadas se pueden cohesionar mágicamente los afectos tribales. El juego dialéctico necesita localizar un enemigo sobre el que verter el sentimiento de odio y ficcionar unos valores de adherencia que nos eleven sobre nuestro rival, al que por supuesto le atribuimos el deseo de abolirlos. La pócima es muy simple, pero muy eficaz.

Recuerdo una deslumbrante viñeta de El Roto en la que aparecía dibujada una bandera blanca y un texto en el que se podía leer que «las banderas las pinta el diablo». Si damos con un enemigo demonizado hasta la caricatura y flameamos una bandera que exagere superficialmente nuestro ego, obtendremos un correligionario predispuesto al combate. Esta mecánica primitiva nos informa de la sobrecogedora simpleza con la que nos conducimos las personas. Yo siempre recuerdo que el ser humano es un agente que en muchas ocasiones administra su comportamiento desde la racionalidad, pero en otras tantas lo hace desde una irracionalidad que debería ponernos en guardia y hacernos recelar de la inteligencia como capacidad infalible. Al contrario. La inteligencia es muy falible y por eso los seres humanos somos capaces de cualquier cosa si se dan cita las circunstancias apropiadas. En su libro póstumo, Aflorismos, Carlos Castilla del Pino advertía con muy buen criterio que no debemos tener miedo al otro, sino a nosotros mismos. Mi admirado Battiato guarda en su abultado repertorio una canción que incide en esta idea. Se titula Serial killer. Sumariamente afirma en el texto que no debes tenerme miedo porque lleve una pistola en el bolsillo, y un cinturón repleto de balas, y esconda en el pecho unas cuantas granadas, y sujete un cuchillo entre los dientes, debes tenerme miedo porque soy un hombre como tú.  Mi poeta favorito en mi adolescencia acuñó un verso precioso para que la racionalidad levante diques protectores que inhiban parte del tribalismo irracional. A pesar del tiempo transcurrido desde que lo leí por vez primera lo cito aquí sin necesidad de recurrir a mis cuadernos. «Mi patria no se circunscribe a un número concreto de hectáreas de tierra, se halla en el cumplimiento estricto de los Derechos Humanos en cualquier lugar del mundo». Normal que me aprendiera de memoria esta maravillosa loa a la fraternidad.



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miércoles, noviembre 16, 2016

La pobreza agujerea el bolsillo y el cerebro



Obra de Duarte Vitoria
Se suele vincular la pobreza con la incapacidad de establecer unos mínimos elementales para la protección y el cuidado de la existencia material. A pesar de que esta afirmación describe una realidad tremendamente lacerante, es una lectura muy reduccionista. Recuerdo haber escrito en un artículo de prensa de hace dos décadas que la pobreza no solo te agujerea los bolsillos hasta dejártelos vacíos, también te horada con meticulosidad el cerebro. Asociamos la pauperización a la falta de bienestar sensitivo, al hostigamiento de unas condiciones económicas muy endebles, al infierno cotidiano de contar y repensar cada moneda antes de intercambiarla por un bien imprescindible, a la expulsión del consumo como ritual lúdico, a rezar o a encomendarse a algún ente sobrenatural para que ningún imponderable por minúsculo que sea te condene a un impago o te despoje de otro recurso primario, pero nos olvidamos de cursarla también con la corrosiva y gradual pérdida de bienestar psíquico. La ausencia crónica de recursos básicos provoca disturbios en todos los flancos de la experiencia humana. La pobreza material no sólo trae adosadas aflicción, frustración, tristeza o pena (exacerbadas además por un contexto de opulencia y de omnipresentes relatos publicitarios que matrimonian la felicidad con el hiperconsumo), también se lleva por delante las estrategias para que cualquier persona se pueda construir como un sujeto válido. Es en los pobres  (el neolenguaje los denomina con su habitual asepsia sector vulnerable)  donde la dignidad (tener derecho a tener  derechos) pierde su condición utilitaria de mejorarnos a todos y se convierte en una palabra decorativa para embellecer peroratas políticas.

El pasado viernes el Papa celebró  un encuentro en el Vaticano con los sin techo de Europa. Francisco los exhortó a que «no perdáis la capacidad de soñar». Curiosamente eso es lo primero que se pierde cuando la pobreza atropella la vida de cualquier persona. Soñar es la ficción con la que damos forma al futuro para orientar el presente. En la miseria, el despotismo del aquí y ahora pulveriza la idea de porvenir. Nadie vive tan intensamente el alabado carpe diem como una persona acribillada por la pobreza. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del vocabulario la palabra proyecto. La gran aportación de Abraham Maslow no fue estratificar las grandes motivaciones humanas en su célebre pirámide, sino postular la imposibilidad de subir un peldaño de esa pirámide si previamente no se había alcanzado el situado más abajo. Si no se tienen cubiertas las necesidades más primarias, no sólo no se puede acceder a lo emplazado más arriba, es que ni tan siquiera uno fantasea con esa conquista. La pobreza y sus contemporáneos vecinos (la precariedad, la inestabilidad, la incertidumbre, la volubilidad, la revocabilidad arbitraria implantada en el mercado laboral) eliminan la capacidad de construir horizontes vitales en los que proyectar nuestra autorrealización y surtir de sentido nuestra vida. Hace unos días un muy amable y versado lector de La capital del mundo es nosotros me comentó que lo que más le había gustado del libro es cómo se transparentaba que sin un mínimo de recursos es inalcanzable la autonomía de cualquier sujeto. Matizo que una persona autónoma es aquella que elige qué fines desea para ir construyendo su vida. Esta autonomía es lo que nos hace valiosos y diferentes al resto de los animales. Ser pobre no es sólo morirte de hambre o de frío. Pobre es todo ser humano que no puede hacer uso de lo que le hace ser un ser humano.



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jueves, noviembre 10, 2016

Una tristeza de genealogía social



Existe una tristeza muy concreta que merece ser analizada con detenimiento. Se trata de la decepción derivada de las distintas severidades de la competición social, la tristeza que nace del incumplimiento de una expectativa enmarcada en el segmento público. Es el malestar de una pretensión con perspectivas prometedoras que no ha podido incursionar en la realidad. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity la presenta como «una contrariedad que establece un hiato entre las acciones, que no es una mera pausa sino una interiorización que permite volver a ponderar lo querido y lo logrado». La muerte de los macrorrelatos, que limitaban los deseos como una balaustrada, y la pregonada versatilidad de la existencia, que permite ser trazada al antojo de la voluntad personal, han hecho que las expectativas construidas sobre nosotros mismos y nuestra cotización grupal se hayan disparado. También el aprieto de satisfacerlas. El hedonismo consumista que instiga las necesidades ficticias, y el discurso positivo que otorga a nuestra voluntad poderes omnímodos, favorecen que los deseos se liberen peligrosamente y con ellos también las mortificaciones que supone no colmarlos. Durkheim bautizó a esta dilatación inacabable del deseo como «la enfermedad del infinito». Guilles Lipovetsky lo explica muy bien en La sociedad de la decepción: «Cuanto más aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración. Los valores hedonistas, la superoferta, los ideales psicológicos, los ríos de información, todo esto ha dado lugar a un individuo más reflexivo, más exigente, pero también más propenso a sufrir decepciones».  Bajo el patrocinio de la decepción experimentamos que no somos del todo. Un dolor que solo se erradica domesticando los deseos.

Todavía hay que adicionar un elemento tremendamente mórbido que agudiza el sentimiento de tristeza y lo mezcla con el de la culpa y la vergüenza.. El cada vez más arraigado lenguaje primario personaliza el fracaso que supone incumplir las expectativas, limpia de sus cogitaciones toda cuestión de interdependencia y le atribuye al yo la integral responsabilidad de todo lo que le acontece en la textura social. El pensamiento positivo postula que una expectativa se puede alcanzar esgrimiendo la actitud adecuada. Apela a la ley de atracción, a que atraemos lo que estamos pensando continuamente. Este credo y por extensión la literatura de autoayuda pregonan una divisa aparentemente inocua y muy tentadora para todo aquel que es abofeteado por la realidad: «Si te esfuerzas, conseguirás lo que te propones». Basta con darle la vuelta a este tópico indiscutido socialmente y releerlo en sentido negativo para comprobar el sufrimiento que trae en germen: «Si no lo has conseguido, es porque no te has esforzado lo suficiente». Cuando el pensamiento positivo insiste en que si nos esforzamos seremos recompensados, simultáneamente individualiza la culpa y exonera de todo compromiso a los mecanismos sociales. Imputa toda la responsabilidad a cada uno de nosotros y exime de ella al orden político y económico, los dos grandes quicios que sostienen la estructura en la que convivimos como sujetos trabados a otros sujetos. Todo lo negativo que le ocurra a uno se debe a una actitud voluntaria de escasez de motivación y no a la forma de articular el cuerpo social, un argumento propicio para inhibir la empatía social y la reivindicación de justicia. Normal que multitud de personas autocensuren su tristeza. O censuren la de los demás.



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martes, noviembre 08, 2016

Compatibilizar la discrepancia



Obra de Daniel Coves
Quiero poner una lupa de aumento en la afirmación tristemente extendida de que los conflictos se solucionan solos. Si los conflictos tuvieran la capacidad autodeterminadora de eliminar la discrepancia o llevarla a una intersección satisfactoria, no habría tanta bibliografía, ni tanta literatura enfrascada en encontrar fórmulas para poder gestionarlos óptimamente, ni cursos de especialización, ni másteres, ni investigación. Los conflictos no se solucionan solos, como pregonan los que responden ante ellos con la evasión o con maniobras dilatorias, pero paradójicamente sí se agravan solos. Un conflicto severo que no se aborda a tiempo tiende a desplazarse a toda velocidad hacia el lugar en el que inflige más daño. Me atrevería a decir que se trata de un tropismo, una inercia congénita a la idiosincrasia de las fricciones humanas. Cuando alguien percibe un molesto desacuerdo pero no se encamina a su posible organización a través del diálogo, su irresolución suele incubar podredumbre en el aparato sentimental. Se infernaliza la discrepancia. La gestión de un conflicto trata justamente de detener esta propensión. Acercar el conflicto hacia el lugar en el que puede ser regulado y articulado de un modo pacífico. Quizá también solucionado.

Desgraciadamente no siempre podemos elegir el momento adecuado para abordar la gestión de un conflicto. En la literatura de las fricciones se suele recalcar que saber elegir el instante de su regulación es multiplicar exponencialmente su posible solución. La dificultad estriba en que solemos poner encima de la mesa la disensión justo en el momento en que nos secuestra la irascibilidad. Precisamente la característica funcional del enfado es la de suministrarnos elevadas cantidades de energía para enfrentarnos a lo que nos segrega de nuestros deseos. Nadie suele pronunciar palabras bondadosas cuando está irritado, enojado, encolerizado, o rabioso, que son los distintos gradientes de la emoción universal de la ira. En un conflicto las experiencias de exclusión se tornan protagonistas porque cuando intuimos que algo obstruye nuestros intereses aparecen los sentimientos de enfado, tristeza, o miedo, y sus distintas tonalidades emocionales. A pesar de la copiosa casuística, yo no conozco ni un solo caso en el que alguien se haya alegrado ante la llegada de un conflicto.

La ocurrencia de sentimientos de clausura suele interrumpir la actitud empática, que es la única forma que tenemos de internarnos en un campo semántico compartido, que a su vez es el requisito indispensable para la fabricación de consenso. Hay otro obstáculo mayúsculo. La mayoría de los mediadores certifican que entre el setenta y el ochenta por ciento de los conflictos se deben a una mera cuestión de amor propio, o de orgullo, de los actores protagonistas. En esta acepción el orgullo estriba en la terquedad a cambiar un curso de acción por el hecho de que hacerlo demostraría ante el otro aceptar el demérito de no haber elegido en su momento la mejor opción. No tengo ninguna duda de que quien se conduce así lo hace de una manera torpe. Si nuestro interlocutor nos ofrece una evidencia que mejora la nuestra, decantarse por ella delata inteligencia. Se trataría de una muestra en la que se respetaría el diálogo como empresa cooperativa, se consideraría al otro como nuestro colaborador, y se aceptaría el poder transformador de los argumentos.  Acabo de resumir la tríada rectora para compatibilizar cualquier discrepancia.



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miércoles, noviembre 02, 2016

El tamaño de nuestra ignorancia




La andadura vital de cualquiera de nosotros se resume en una pugna encarnizada entre lo que uno pretende y lo que le acontece. Dicho liso y llanamente. Se trataría de la lucha entre el deseo y la realidad. Para acotar  lo que quiero decir definiré ambas magnitudes. Entiendo como deseo el borbotear de una ausencia que anhela hacerse presencia. Para intentar alcanzar ese cometido las personas desplegamos esfuerzo y un complot de competencias afines a lo deseado. Entiendo como realidad la cuota de resistencia que se opone a que culminemos esa conquista. Recuerdo leerle a Benjamín Prado en una de sus novelas que el deseo es justo lo contrario a la realidad. La realidad se dedica a enviudar muchos deseos, sobre todo aquellos que fueron engendrados por un déficit de realidad. Antonio Machado abrevió en un verso antológico toda esta maraña existencial: «Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros». Vuelvo a la terminología con la que inicié este texto. La mayoría de las veces el acontecimiento noquea nuestros propósitos y nos hace tachar parte de lo diagramado. En el ensayo Ética de la hospitalidad, Daniel Innerarity insiste en segregar las acciones controladas de las que acontecen, en diferir entre las cosas que hacemos y las cosas que nos pasan. Esta escisión es primordial para comprender lo incomprensible.

Nuestra vida está plagada de hechos que acontecen sin nuestro consentimiento, pero que sin embargo definen y redondean nuestra biografía. Son microacontecimientos que se filtran poco a poco, o macroacontecimientos con una irradiación cegadora, que nos hacen arribar a estaciones inimaginadas cuando urdimos planes y nos proyectamos. Una de mis frases favoritas alude a este hecho que escapa a nuestro control volitivo: «Si quieres que Dios se parta de la risa, cuéntale tus planes». Aquello que ahora posee un protagonismo nuclear en nuestra vida ocurrió de una manera  aleatoria,  tan contingente que sucedió como pudo perfectamente no haber sucedido. Estos hechos dados nos donan particularidad, una identidad sobrevenida, frente a los hechos creados que nos confieren singularidad, una identidad electiva.  En el espacio intersubjetivo en el que somos existencias ensambladas a otras existencias, y en un mundo articulado por la irrupción permanente de lo incontrolable, las cosas no se pueden evaluar con la simpleza de atribuir a la implicación personal la responsabilidad de todo lo que le ocurra a uno. La ideología del esfuerzo confunde ambas dimensiones al elevar al estatuto de sinonimia voluntad y resultado, y provoca severas contusiones sentimentales en los individuos. Cuando observamos que esa falta de suficiencia impide la domesticación de los acontecimientos, entonces nos sentimos humanos. Es en esa experiencia dramática cuando aceptamos que ignoramos por completo la magnitud de nuestra ignorancia. kant afirmaba que la inteligencia de un ser humano se mide por la cantidad de incertidumbre que puede soportar.  Me atrevo a parafrasearlo. La inteligencia de cualquier persona se mide por la cantidad de ignorancia que es capaz de admitir como parte de su conocimiento.