martes, julio 27, 2021

Las personas sin rostro y sin nombre

Obra de Maria Svarboba

En el ensayo Las cosas como son y otras fantasías (Anagrama, 2020), de Pau Luque, me topo con una reflexión que manuscribo en mi cuaderno de apuntes. Un amigo israelí del autor le cuenta su experiencia en las contiendas que participó estando en el ejército, «cómo silban las balas que te pasan cerca, cómo aprendes a observar y a ser observado, cómo el otro es cada vez más otro porque nunca tiene cara». La conclusión es desoladora, pero muy instructiva para entender economía del comportamiento: «La vida de la gente sin cara no te importa». Es inevitable evocar aquí a Levinas y su planteamiento del rostro. El rostro es el antónimo del dato. Cuando vemos el rostro de una persona, esa persona deja de ser un dato, una etiqueta o un gélido número para ser alguien cuyos ojos develan vida y biografía humanas. Levinas sostiene que «nosotros llamamos rostro al modo en el cual se presenta el otro, que supera la idea del otro en mí». Gracias a la presencia corpórea del rostro la alteridad se libera de lo etéreo y conceptual y aterriza en un cuerpo que aloja las posibilidades de la experiencia humana. El otro sigue siendo una otredad, pero una otredad que nos iguala. El rostro nos descubre semejantes. Al no vernos diferentes se disipa la indiferencia.

Hace unas semanas finalicé la lectura de Biografía de la inhumanidad de José Antonio Marina. Una de las conclusiones que extraje de sus páginas es lo fácil que resulta cometer inhumanidades simplemente modificando la narrativa que inspira nuestra conducta. Basta con despersonalizar al otro, convertirlo en una árida abstracción, atribuirle maldad, confiscarle cualquier atributo que lo humanice. Queda así justificada cualquier acción destinada a infligir dolor, sufrimiento o provocar la muerte. La historia de la humanidad es pródiga en ejemplos sanguinolentos que calcan esta lógica. El ser sin rostro formaría parte de un grupo que por mera oposición denominamos Ellos, la antítesis de Nosotros. Huelga decir que Ellos son siempre los bárbaros, los incivilizados, los malos, lo que por una simple maniquea maniobra argumentativa convierte a los miembros de Nosotros en civilizados, respetuosos y buenos. Un ejercicio muy útil para comprender y mejorar la convivencia es averiguar qué ficciones se narran ciertos individuos para que consideren a las personas que habitan esa abstracción llamada Ellos acreedoras de daño. Con un Ellos estigmatizado y abstracto es fácil despeñarse por la pendiente de la infamia. Marina afirma que para conducirnos con inhumanidad es suficiente con pervertir los sentimientos, derribar los parapetos morales y disponer de instituciones que legitimen conductas envenenadas. La inducción de odio es muy sencilla cuando a las personas las estereotipamos con categorizaciones grandilocuentes y por tanto imprecisas e injustas. Basta con etiquetarlas prejuiciosamente de un modo negativo y repulsivo para que los miembros de la entidad abstracta se conviertan en seres negativos y repulsivos.

Los sentimientos de clausura, con el odio en su cénit, son mucho más contenidos y temperados cuando nos relacionamos con personas a las que proveemos de rasgos identitarios y cotidianidades biográficas, cuando su fragilidad y su vulnerabilidad se empotran en nuestros ojos y nos susurran que son idénticas a las nuestras. La abstracción no moviliza ni la compasión ni la bondad. La personalización, sí. En las tribus arcaicas se acostumbraba a no poner nombre a las criaturas antes de nacer. Como la mortalidad infantil era muy elevada, había que esperar hasta que la vida de la criatura no corriera peligro. El motivo era simple, pero funcional. Si la criatura tenía nombre, el dolor si luego moría era más intenso y longevo. También lo era el tiempo que requería el olvido para ejecutar su labor de borrado. El nombre permitía que la criatura pasara de ser nadie a ser alguien, disolvía todo lo abstracto para definirse y concretarse. La personalización, y el trato iterado en el que se despliega, favorecen los sentimientos más hermosos que albergamos los seres humanos. Una de las consignas bélicas repetida entre los soldados de la Gran Guerra era no mirar jamás a los ojos del enemigo. El contacto ocular rebajaba las posibilidades de dispararle. Los prejuicios, el racismo, la homofobia, los fundamentalismos, los fanatismos, los patriotismos, operan con seres sin rostro y sin nombre. «Y la vida de la gente sin cara no te importa».


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martes, julio 20, 2021

Tres obsolescencias programadas

Obra de P. Wool y B. Bernard

La obsolescencia programada es la calculada programación del fin de ciclo de vida útil de un producto. Se trata de una maniobra consistente en otorgar a los productos una longevidad concreta. Una vez rebasado ese segmento artificial de tiempo el producto fallará y en su capitulación se tornará inservible al margen del trato dispensado. El producto lleva codificada en su corazón una fecha de caducidad para que cuando llegue ese fatídico momento la falibilidad colonice sus funciones y lo degradade en inútil. Será completamente periférico que quien lo haya utilizado fuera esmerado con él, pusiera domesticado mimo y lo amurallase de cuidados para sortear averías y deterioros. La muerte operativa le advendrá el día fijado por su fabricante. Esta es la obsolescencia planificada técnicamente, una martingala económica de la producción para que se reemplace el producto finiquitado por otro nuevo y los procesos de consumo eludan la ralentización y la temible parálisis. Ninguna firma puede aspirar a incrementar la calidad del producto entendida como mayor ciclo de vida o como perennidad. Esta hipotética conquista daría como resultado una producción excendentaria unida a la detención y decrecimiento de las ventas, lo que supondría un apocalipsis en la optimización de la cuenta de resultados. No es que la eficacia lucrativa se anteponga a la calidad, es que la calidad es enemiga frontal del lucro. 

La obsolescencia programada técnica ratifica que el sistema productivo en la mayoría de sus manufacturas no satisface necesidades humanas, sino que ha creado una gigantesca industria de la persuasión afanada en crear y alentar nuevas necesidades para satisfacer al sistema productivo, y por extensión al sistema financiero. Si esta obsolescencia es técnica, la segunda obsolescencia programada es cognitiva. Radica en considerar inadecuado un objeto que sin embargo funciona perfectamente, o mantiene intacta su capacidad de operar para el cometido por el que fue adquirido. Toda la panoplia de objetos de la telefonía móvil o de la utilería digital es icónica para entender esta obsolescencia. También la relacionada con la industria textil. Los objetos están nuevos, pero el sujeto los considera anticuados, impropios, repletos de extemporaneidad. La devaluación del capital simbólico del producto devalúa meritocráticamente también al sujeto y provoca una desazón que empuja a renovar el fondo de armario o a pertrecharse de una versión mejorada de un smartphone o de cualquier otro dispositivo tecnológico. El relato mediático y los atractores publicitarios logran que no sea el objeto sino el sujeto el que considere inservible la relación objetual, y que el producto sea sustituido por otro más acorde a los dictados de la mercadotecnia y los estándares sociales. A pesar de mostrar un aspecto saludable y mantener incólume su operacionabilidad, el sujeto ve en el objeto una impronta desdibujada y caduca. Esta segunda obsolescencia programada no se aplica en el corazón de los objetos, sino en el centro de los imaginarios que inducen y normalizan los hábitos y las decisiones de los sujetos.

En el ensayo Los cuerpos rotos, su autor, Enric Puig Punyet, cita una tercera obsolescencia programada. Es mucho más sutil y sibilina. La denomina obsolescencia programada por transferencia. «Se basa en la capacidad inyectada a un cuerpo de transferir su función a otro cuerpo de distinta especie». A través de la parametrización de la experiencia humana, se transfieren los datos para su futura automatización por entidades no humanas. El autor pone un ejemplo para que lo entendamos bien. Alguien entra a trabajar en el servicio de atención al cliente de una red social. Un programa informático exige que después de cada llamada se indiquen detalles como el grado de exactitud de la respuesta del cliente, palabras clave de la conversación, tono de voz, etc. Un mes después esta persona es despedida. La atención al cliente que llevaba un grupo de personas es sustituida por un bot inteligente. La conclusión es desoladora. Muchos empleos susceptibles de ser digitalizados llevan en sí mismos su propio despido, he aquí donde radica su obsolescencia programada. Se contratan empleados con el fin de parametrizar sus tareas y, una vez cosechado un ingente volumen de datos, ser sustituidos por la inteligencia artificial de una máquina nutrida de algoritmos comportamentales e identitarios con capacidad pronosticadora. La tecnología transforma a estas personas no en desempleadas, sino en inempleables. Estas obsolescencias programadas infiltradas en la agenda humana infectan a los sujetos en su relación con otros sujetos. La deshumanización se puede definir canónicamente como tratar a los sujetos como objetos canjeables o desechables. Al reificar las relaciones le aplicamos a las personas la misma obsolescencia programada que a las cosas. Se interrumpen gravemente componentes afectivos de primer orden para la fertilidad de las interacciones personales: la sedimentación de confianza, la aparición de sentimientos  buenos y la práctica de cooperación recíproca auspiciada por situaciones y vivencias iteradas. Y se alimenta un mal endémico. No dar tiempo a lo que para existir necesita tiempo.

 

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martes, julio 13, 2021

Ganar dinero, esa es la pobre cuestión

En uno de los centros educativos en los que he recalado este curso me sorprendió mucho cómo alumnas y alumnos muy jóvenes estaban absolutamente abducidos con el dinero. Esta portentosa invención humana ideada para canjear bienes y servicios monopolizaba el grueso de sus expectativas. Su máxima aspiración vital se reducía a, según sus propias palabras, «ganar dinero», y para recalcarlo apostillaban que todo lo demás, pero sobre todo colocaban enconado énfasis en lo vinculado a la cultura y el aprendizaje, no les importaba lo más mínimo. Validaban esta desafección afirmando que lo que estudiaban no les servía para nada. «Ganar dinero» es una expresión que cuando sale de ciertos labios resulta ligeramente hilarante o dolorosamente ingenua, porque presupone recaudarlo en cantidades glotonas y voluminosas, hecho de una extraordinaria infrecuencia entre quienes no gozan de apellidos compuestos ni poseen un orondo capital relacional. Probablemente a lo que se referían mis estudiantes era a obtener ingresos periódicos a través de un empleo. Recuerdo utilizar tiempo lectivo expropiado al enconsertado currículo para explicarles que trabajo y empleo difieren, y que podía ocurrir que alguien se pasase el día trabajando sin que por ello dispusiera de un empleo. El empleo, que a su vez no siempre concuerda con el oficio, es esa cosa tan escasa en la que a cambio de una retribución el animal humano entrega simultaneados la casi totalidad de su tiempo de vida y cierta maña para fungir una tarea, muchas veces ajena a sus intereses o incluso irrespetuosa con su ideario ético y político. A pesar de introducir matices y ambivalencias en el rico diálogo que sobrevolaba el aula, el alumnado se enrocaba en que el dinero es lo más importante en la vida. Algún chico incluso llegó a rotundizar que era lo único importante.

Hay tantas cosas inaccesibles al intercambio monetario que me provoca una miscelánea de rubor y compunción escuchar una afirmación tan lapidaria. Cuando les decía esto, los chicos y las chicas interpelados me alentaban a que les listara esas cosas que según mi veredicto están blindadas al intervencionismo del dinero. No recuerdo con literalidad todo lo que les enumeré, pero mientras mis dedos transitan por el teclado de mi computadora pienso en el afecto y su enorme peso evaluativo en los balances biográficos, en el cariño cotidiano que impulsa a saltar de la cama o a bunkerizarse entre las sábanas si no lo hay por ningún lado, en el amor como matriz de los cuidados sin los cuales la vida no sería vida, en las amistades que nos abrillantan y nos devuelven amplificados, en el improrrogable autoconocimiento de la dignidad, en el para mí cardinal sentimiento de la admiración sin el cual es fácil acartonarse y jibarizarse, en el buen gobierno y en la sensata clasificación de los siempre problemáticos deseos, en la modulación de un carácter que no importune a cada instante la convivencia, en la capacidad de resignificar la mirada y disfrutar de lo contemplado tanto en las afueras como en los adentros de nuestro mundo, en la labranza de una sensibilidad ética, en la verbalización que coopere en exteriorizar y compartir con confindentes redentores nuestras tinieblas pero también nuestros lugares soleados, en la configuración cabal de sentido para que existir sea un acontecimiento que despierte un asombro renovado, en la dotación de autonomía para saber optar por lo mejor y esquivar lo destructivo, en las estrategias de pensamiento crítico y emancipador, en la destreza afectiva de narrarnos de tal manera que en cada palabra que nos merodee produzcamos alegría, o analgesia para almohadillar los irrevocables contratiempos con los que nos toparemos antes o después, en el necesario autorrespeto y su frontal enemistad con la servidumbre y las opresiones, en el empirismo de que sin el concurso de los demás no podríamos aspirar a ningún propósito significativo y por tanto en la necesidad de posicionamiento político. 

Nada de todo lo enumerado en el párrafo anterior se puede comprar con dinero. Da igual si se atesoran cantidades mareantes o tu nombre centellea desde la azotea de la lista Forbes. La utilidad de lo inútil, por citar el celebérrimo título del precioso ensayo de Nuccio Ordine, no pertenece a lo venable ni viene adjuntado como ganancia en el hipotético caso de obtener triunfo monetario en la vida. Kant escribió que lo que tiene dignidad no tiene precio. El dinero es imprescindible en el ámbito de la necesidad, pero se torna periférico cuando lo primario está cubierto, cuando podemos brincar del reino de lo necesario al reino de los fines, que es donde reposa nuestro auténtica condición de sujetos valiosos. Lo que hipotéticamente no sirve para nada es precisamente lo que más nos sirve cuando los bienes básicos dejan de ser una preocupación. Una comunidad humana avanzada es la que aspira a colocar en los lugares de honor lo que el credo económico moteja como innecesario, indicador irrefutable de que lo básico está claramente superado gracias a un buen arbitraje político y social. Una comunidad acaba tenebrosamente empobrecida si a sus miembros solo los motiva el afán de lucro.  

 

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