martes, noviembre 28, 2023

Vulnerabilidad y precariedad

Obra de John Wentz

En muchas ocasiones utilizamos como sinónimos vulnerabilidad y precariedad. La vulnerabilidad humana es ontológica, pero la precariedad es política. Somos vulnerables (de vulnus, herida) porque somos susceptibles de ser heridos en cualquier momento por aquello que nos circunda. En su ensayo Vulnerabilidad, Miquel Seguró recoge que «vulnus implica que nuestra situación sea vulnerabilis, que encarnemos la predisposición de que nos sucedan cosas». La conciencia de nuestra vulnerabilidad nos instó a urdir estrategias colectivas para aminorarla. Sin embargo, la precariedad no pertenece a hechos de la naturaleza, sino a los opcionales de la cartografía política. El filósofo italiano Diego Fasuro explica en su ensayo Historia y conciencia del precariado cómo la precarización irrumpe en la existencia humana: «la precariedad no la eligen los individuos, sino que viene dictada por la producción. Transforma las biografías en una secuencia ininterrumpida de posibles reinicios, lo que provoca que la vida se esfume en las posibilidades aplazadas y en los proyectos incumplidos a la espera de una estabilización (sentimental, profesional, existencial) que se postergará permanentemente». La precarización comporta la descomposición de horizonte que otear, la ausencia de proyecto en el que inscribirse, el debilitamiento de los vínculos afectivos que no encuentran ni tiempos ni espacios en los que cultivarse y florecer. En la vida precaria no hay posibilidades de planes de vida. Creo que es una buena definición de pobreza. La pobreza es la imposibilidad de hacer posible las posibilidades a las que nos hace acreedoras nuestra dignidad.

La precariedad no es vulnerabilidad, pero convierte en vulnerables a las personas que la padecen, cuyo número crece exponencialmente al compás de una economía que, desgajada de la política, ambiciona que las personas no tengan cubiertas las necesidades consustanciales a existir. Esta circunstancia facilita la devaluación salarial y a la vez convierte la necesidad humana en un yacimiento ubérrimo para el extractivismo monetario. Resulta curioso cómo en el paradigma neoliberal la preocupación por los derechos civiles es directamente proporcional a la desatención por los derechos sociales y económicos. Diego Fasuro sostiene que en el precariado coexisten la libertad jurídica con una esclavitud económica disimulada por el contrato libre de trabajo. La discontinuidad laboral, la intermitencia contractual, los itinerarios profesionales fragmentados y sincopados, la flexibilidad, la movilidad, la inestabilidad, la infrarremuneración, la servidumbre, la ausencia de vínculos, el desarraigo, la competición exacerbada, la incertidumbre, la inseguridad material, son los atributos con los que la precariedad inerva la vida y la pauperiza tanto material como inmaterialmente. La persona queda rebajada a persona invertebrada, en la redonda expresión con la que Lola López Mudéjar tituló su potente trabajo Invulnerables e invertebrados. La persona no tiene columna que la sostenga.

Toda estructura arbitraria necesita narrativas morales que oculten cualquier atisbo de arbitrariedad. El neoliberalismo focaliza su relato en una subjetividad ficticiamente autárquica escindida de todo proyecto comunitario. Su principio rector es la exacerbación atomizada de la voluntad individual como punto de partida y punto de llegada. Arbitra la realidad desde un yo tan preocupado de sí mismo que neglige la obviedad de estar rodeado de otros yoes similares y de un cosmos sociopolítico y económico tan protagonista en su trayectoria como su propia voluntad. Se desdeña la interdependencia y por tanto la reflexión en torno a una vida más digna y significativa para todas las personas. Su escenario es disyuntivo en vez de copulativo, es competitivo en vez de cooperativo, es distributivo en vez de integrativo. Es el tú o yo de la salvación individual en vez del nosotros del apoyo mutuo y la redención social. Esta entronización del yo o esta dilución del nosotros como existencias al unísono omite que toda alegría individual se apoya en un marco de alegría política o colectiva. Toda ética de máximos (la elección personal de los contenidos que desembocan en una vida significativa y brindada de sentido) requiere de una ética de mínimos (un entorno de justicia y equidad económica para facilitar el despliegue de esa elección). El credo neoliberal y su jerga gerencial se fijan hiperbólicamente en el primer horizonte, pero desestiman el segundo, cuando sin este segundo el primero deviene entelequia. De esta desatención crónica surge el cada vez más agravado malestar democrático. También sus cada vez más peligrosas consecuencias.


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martes, noviembre 21, 2023

El amor no duele, duele el maltrato

Obra de James Coates

Hace unos años la Junta de Andalucía lanzó una campaña con el locuaz título de El amor no duele. Trataba de sensibilizar y prevenir sobre diferentes narraciones románticas que veladamente propagan y perpetúan la violencia de género. Me gustó mucho el título, que contravenía uno de los ensayos con los que la sagaz socióloga Eva Illouz calibraba este tema, Por qué nos duele el amor. Es un título muy llamativo para un libro, pero creo que erróneo. El dolor no emerge por el amor, sino por su ausencia, o por una mala articulación que desemboca en el cenagoso delta del desamor. Ahí el sufrimiento puede llegar a ser lacerantemente indecible por la muy humana razón de que el amor teje enmarañados vínculos con lo más integral del ser en que nos estamos constituyendo a cada instante. El amor no duele  impugnaba acuñaciones del lenguaje coloquial. Su propósito era desmitificar el relato amoroso y deslindarlo de cuatro lugares comunes de ínfima calidad argumentativa, aunque con efectos primarios y secundarios muy poderosos en los imaginarios y subsecuentemente en las biografías de las personas cuando traban relaciones sentimentales. Pasemos a verlos en vísperas del 25N, el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las mujeres, violencia que en muchos casos se parasita en estos mitos.

Cuando una relación entra en crisis, o está a punto de fenecer, una de las partes intenta persuadir a la otra parte declamando hipérboles como «no puedo vivir sin ti» (con la que la cultura de masas ha titulado millares de canciones), la sentimentalidad vacua de «te necesito tanto como te quiero», o la archiconocida exageración «sin ti no soy nada». Es muy fácil refutar la hipérbole escondida en estos tropos. Frente a la explicación chantajista de que «sin ti no soy nada», sería mucho más honesto admitir la franqueza ética de que «contigo soy más». Devaluarnos para mantener intacto el vínculo puede ser efectivo en el corto plazo, pero de consecuencias nefastas en el largo. Frente al melifluo y tremendista «no puedo vivir sin ti», sería bastante más cabal afirmar que «puedo vivir sin ti, pero prefiero contigo». La licencia descriptiva «te necesito tanto como te quiero» se revela insensata cuando caemos en la cuenta de lo temerario y hasta profundamente neoliberal que supone la igualación de las necesidades y los deseos. Habría mayor sobriedad y mayor cautela en la declaración «no te necesito, pero te quiero». Parecen enunciados de corte similar, pero son diametralmente antagónicos. En todos ellos se enfatiza  el fomento de la autonomía de la persona, pero no para señalar al amor como su detractor acérrimo, sino para evidenciar que la configuración de un binomio sentimental debería ser una de las mayores antologías de la libertad.

Otro mito que desbarataba la campaña era la vinculación de los celos con la hipertrofia del amor. Existe la peligrosa creencia de que cuanto más celosa es una persona más enamorada se encuentra. Según el canon del amor romántico «los celos son la demostración de amor». Es un argumento tan manido como intelectualmente paupérrimo. Los celos son el miedo que nos invade a ser desposeídos de aquello a lo que conferimos valor, y en el orbe amoroso es el miedo a que el afecto que nos dispensan vire hacia otra persona. Los celos no transparentan amor, sino que se erigen en indicador de las tremendas dudas sobre él, y en muchas ocasiones son el subterfugio para dar salida a derivas de dominación y sojuzgamiento. El tercer mito de la campaña era el que anuncia que «el amor todo lo puede», imputación muchas veces pretextada para sabotear el autorrespeto y el valor positivo que todas las personas nos debemos a nosotras mismas. De nuevo la refutación de esta tesis es sencilla. El amor no es un sentimiento, es un deseo que activa muchos sentimientos en el marco de un profundo sistema de motivaciones. Ese deseo se puede desvanecer si encuentra dificultades severas, o uno de los miembros advierte que su pareja no hace nada por soslayarlas. Se podría trazar una fácil objeción señalando que «el amor no lo puede todo, pero el irrespeto no solo es motivo para acabar con él, sino la prueba de su inexistencia». 

El último mito, idóneo para disculpar la barbarización del comportamiento, para el horror de legitimar la instrumentalización del daño infligido, o para decaer las precauciones que ciertos indicios deberían pulsar, es el que propone que «quien bien te quiere te hará llorar». Es una aseveración insidiosa que se replica sin ningún esfuerzo discursivo, porque el amor genuino vela justo por lo contrario: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le perjudiquen o que le hagan llorar por contravenir sus propósitos». Estos mitos atestiguan que somos seres narrativos domiciliados en ideas. Las ideas se enclavijan en nuestros pensamientos. Nuestros pensamientos inducen nuestros sentimientos y nuestras acciones, y a la inversa, siempre en procesos sistémicos sin principio ni final con enorme impacto en la maleabilidad de nuestros planes de vida. Pensarnos bien para narrarnos bien es un paso insoslayable para sentir bien. Y por ahora sentir bien es la única forma de acceso a una vida buena.

 
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martes, noviembre 14, 2023

Cuidar el entender y el juzgar al otro

Obra de James Coates

Para resolver un conflicto es condición insoslayable pensar en los intereses de la parte con la que tenemos el conflicto, y luego urdir conjuntamente maneras de satisfacerlos. Es indiferente si el conflicto se da a escala doméstica o  a escala interestatal. Los conflictos se cronifican cuando una parte aspira a satisfacer sus propósitos negligiendo, minusvalorando o ignorando los de la otra. Eliminar del escenario mental los intereses de la contraparte, bien por considerarlos inaceptables, bien por desdeñarlos directamente, es uno de los motivos por el que las unidades políticas se declaran la guerra. Después de años de estudio de estos escenarios antagónicos me resulta inaudita la ceguera que se activa en los seres humanos cuando esos mismos seres humanos se enfadan y devienen entidades abrasivas. El enfado es una emoción primaria, también un sentimiento cuando se interna en el plano del discernimiento y la valoración, y cuando nos enojamos dejamos de contemplar la interdependencia, que es el origen de los conflictos, pero a su vez es la base de la vida humana. Ignorar al otro con el que discrepamos sobre algo común es una torpeza y una temeridad. Hay que admitir que del mismo modo que aspiramos a satisfacer nuestros intereses, a la contraparte le ocurrirá lo mismo. Por increíble que parezca, muchas veces no captamos esta necesidad de reciprocidad. Normal que los problemas se enquisten.

Para resolver un conflicto se necesita una mirada bondadosa que reconozca al otro. Es la bondad discursiva que he definido en otras ocasiones, la predisposición cordial a querer resolver un problema con el diálogo erigido en única herramienta validada para su resolución. Una vez más hay que hacer hincapié en que no es lo mismo terminar un problema que resolverlo. Muchos problemas se terminan sin haberse solucionado, adquiriendo un estado de latencia en el que de súbito pueden volver a erupcionar. La filósofa brasileña Marcia Tiburi sostiene que «la violencia aparece cuando el diálogo no entra en escena». Nadie que no asume como objeto de consideración los intereses de la contraparte con la que alberga un conflicto se atiene a dialogar. Tiburi define la violencia hermenéutica como la del punto de vista que aplasta al otro, que no lo reconoce como subjetividad autónoma y autolegisladora de sus fines (algo que es muy transparente en la violencia de género). Esta tesis se entenderá mejor si recordamos a la propia filósofa cuando afirma que «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». La vida humana es vida humana porque es vida compartida precisamente con ese otro. Si queremos seguir viviendo agregados, no nos queda más remedio que limar las posibles fricciones connaturales a la convivencia a través del cuidado en el entender y en el juzgar. 

No podemos aspirar a una vida sin discrepancias porque estaríamos anulando la desbordante diversidad humana, la maravillosa polifonía de voces, la ingente pluralidad de miradas, las valoraciones dispares que dan cromatismo y fulgor al evento de existir. Nietzsche sostenía que «no existen los hechos, existen las interpretaciones». Ortega afirmaba que «cada vida es un punto de vista sobre el universo». Si queremos convivir, no nos queda más remedio que aceptar la divergencia primero, y armonizarla después. Solo el diálogo posee el monopolio de atenuar el disenso y ampliar el entendimiento mutuo. El diálogo festeja la interacción de voces disímiles buscando una razón común. La palabra considerada y respetuosa sirve para resolver conflictos, pero también para evitarlos. La paz positiva, en contraposición a la negativa (solución del conflicto), es el cultivo de afectos y disposiciones sentimentales para que emerjan contextos amables y justos. Cuando las circunstancias contextuales son buenas, el comportamiento mejora notablemente. Cuidar las circunstancias es cuidarnos. Y cuidarnos es cuidar el diálogo, la bondad y la inteligencia presidiendo el encuentro con el otro.

 
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