martes, abril 26, 2016

El egoísmo no es altruista



Obra de Guim Tio
Existe cierta tendencia a descalificar aquellas acciones en las que alguien ayuda a otro tildándolas de egoísmo altruista. Se señala cuando un individuo realiza una acción en la que se beneficia un tercero, pero se moteja de egoísta porque con la excusa de buscar el beneficio ajeno se persigue en realidad la gratificación emocional propia. Como el altruismo es la ayuda desinteresada al otro, esa recompensa sentimental elimina la asepsia de la acción, convirtiéndola en un medio interesado. Ayudar al otro se instrumentaliza para mimar la autoestima a través del reconocimiento. A todos nos encanta tener un concepto valioso de nosotros mismos, y por fortuna ayudar a los demás puntúa alto en el amplio abanico de acciones meritorias. Desacertadamente el egoísmo se ha vinculado con el amor a uno mismo. A mí me parece muy bien que uno piense en sí mismo y se conceda con cierta asiduidad un rato para ver qué ocurre de su piel para adentro. Creo que es saludable y una buena forma de muscular la autonomía entendida como la capacidad de surtirnos de fines que articulen la conducta y la vida. Eso sí, me intranquilizaría que alguien pensase exclusivamente en sí mismo, y consideraría altamente peligroso que alguien pensase exclusivamente en sí mismo en escenarios de interdependencia.

El egoísmo se suele confundir con amor a uno mismo porque de esta conducta hipertrofiada se derivan sentimientos relacionados con el yo como centro geométrico de todas las cosas y con la inteligencia muy mal empleada. Ahí están la vanidad (anhelo insujetable de ser alabado), la soberbia (reclamo vehemente del valor de lo propio y menosprecio de todo lo ajeno) y el orgullo (intransigencia a aceptar el yerro cometido o cualquier propuesta de otro, aunque mejore la nuestra). Parece ser que cuando el yo fija una impestañeable atención en él no conoce el término medio. O se hincha (egocentrismo) o se desinfla (depresión). Resumido este pequeño linaje sentimental podemos definir el egoísmo como el comportamiento en el que una persona subordina el interés común de los demás a sus intereses privados. Precisaré más todavía. Se trataría de la conducta en la que una persona perjudica a las demás a cambio de extraer de esa acción un beneficio personal. En algunos diccionarios el semblante del egoísta aparece como aquel que sacrifica el bienestar de otros al suyo propio. Yo he hecho alguna vez con niños de once y doce años una dinámica que me inventé en la que a través de ilustraciones les proponía un juego de adivinanzas. Tenían que descubrir cuándo una conducta era claramente egoísta y cuándo no, aunque lo pareciera porque uno se centraba en sí mismo. Bastaba con introducir algún matiz en la relación entre nuestros deseos y los de los demás para que a los niños les costase mucho esfuerzo señalar en qué escenario sentimental nos encontrábamos.

En el mal llamado egoísmo altruista laten preguntas muy interesantes que nos depositan en la biología y en la ética, es decir, en el examen simbiótico de la naturaleza y la cultura. ¿Por qué ayudar al otro es un valor al alza, por qué está ubicado en los lugares más altos de la estima del grupo? ¿Es una construcción social o hay universales culturales, es algo relativo o se trata de un estándar intersubjetivo? A mí me parece un tema secundario discernir si tenemos predisposición al egoísmo (como defiende Richard Dawkins en su célebre libro El gen egoísta) o al altruismo. Adelanto que creo que estamos predispuestos a ambas órbitas según el escenario, pero lo que sí me parece fundamental es dilucidar qué conducta nos parece más conveniente para que la convivencia entre todos sea mejor (tarea exclusivamente ética), y después promocionarla con la educación y mimetizarla en nuestro pequeño radio de acción. En los estudios de cooperación se sabe que en muchas ocasiones ayudamos a los demás para activar la reciprocidad tanto directa como indirecta. Ayudar a quien lo necesita es una forma de garantizar que en el futuro nos ayudarán a nosotros si por un aciago casual necesitamos esa misma ayuda, si estamos inermes y desprotegidos en una situación análoga que sólo imaginarla ahora nos provoca un miedo cerval. Cuando alguien se lanza a un río a salvar la vida de un desconocido que se está ahogando, aun a riesgo de perder la suya, se contravienen por completo las leyes de la elección racional.

No es el lugar ni dispongo del espacio para explicarlo pormenorizadamente, lo hice en el ensayo Filosofía de la negociación, pero cada vez intuyo con más nitidez los nexos que hacen que cooperación y ética se acaben yuxtaponiendo sentimental y racionalmente en una misma dimensión. Recuerdo que Tomasello, un estudioso de la cooperación, afirmaba en uno de sus ensayos que nunca se ha visto a dos animales portando un tronco juntos. El altruismo, la compasión, la empatía, la cooperación, la solidaridad, la justicia, la equidad, nacen de aquellos que se saben miembros de la comunidad humana y valoran a los demás con la misma equivalencia que solicitan para sí mismos. Son valores morales y sentimientos que brotan al unísono del ejercicio ético, de esa disciplina que se pregunta sobre cómo nos gustaría ser, y que al preguntárselo no elige a un individuo como sujeto de sus elucubraciones sino a toda la humanidad. El egoísmo cuando se activa abjura de ver y tratar al otro como un equivalente. Todo esto en escenarios ausentes de afecto. Donde hay genuino afecto, la quintaesencia de nuestra condición de seres humanos, el egoísmo tiene vetada la entrada.



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sábado, abril 23, 2016

Leer es dejar de ser borroso (Feliz Día del Libro)


No creo aportar originalidad alguna si afirmo que la lectura está muy mal promocionada. No sé si esta laxitud se debe a que la lectura todavía posee valor estatuario y esta cotización implícita provoca desidia divulgativa. Cada vez que veo algún cartel del Día del Libro y mis ojos sufren sus eslóganes asiento con la cabeza y reitero mi pequeña acusación. La mayoría de los relatos publicitarios que tratan de incitar a la lectura podrían servir para anunciar cualquier entretenimiento banal. Bastaría con cambiar el verbo leer por otro y el estandarizado eslogan mantendría intacto su sentido. El gran error de todos los que promulgan las bondades del libro y la lectura es haberlos supeditado casi en exclusiva al placer o al recreo. Claro que la lectura permite la amenidad, pero también otros logros muchísimo más interesantes y muchísimo más relevantes para la vida de cualquiera de nosotros. Por eso me resulta una visión muy reduccionista emparejarlo con la órbita ludista y olvidarnos de otras recompensas mucho más impactantes. Se invita a leer apelando a cuestiones que yo al menos considero secundarias: leer te facilita viajar sin mover los pies, puedes prácticar idiomas, puedes convertirte momentáneamente en un héroe  o en un villano, puedes suplantar otras vidas, te estimula la capacidad ensoñadora, puedes experimentar empáticamente un surtido de emociones acaso vetadas a tu biografía, pasarás un buen rato, es placentero, entretiene, divierte, distrae, ilustra, aprendes. Resumiendo. Te ofrece lo mismo que un videojuego, una película, una conversación, un paseo, o rellenar un crucigrama. Un eslogan muy utilizado hace unos años recordaba que «leer es un placer». Yo siempre lo refutaba aduciendo que para algunos sí lo será, pero para otros leer puede ser una actividad horripilantemente tediosa. A mí con algunos libros y algunos textos me ocurre. 

Lo he dicho alguna vez en este espacio, pero me sigue maravillando el hecho de que alguien en algún sitio decida ordenar sus ideas, las escriba, las acicale y luego las ponga a disposición de los demás empaquetándolas cuidadosamente en las páginas de un libro. Aunque existe un sinfín de definiciones sobre la experiencia de la lectura, leer no es otra cosa que mantener una charla privada con personas que han tenido la delicadeza de compartir contigo sus mejores ocurrencias. Cualquiera de nosotros abriga la posibilidad de sostener entre sus manos un libro de la mente más preclara de una época y poder hablar tranquilamente con ella, de tú a tú, sin intermediarios, sólo los dos en un lapso concreto y pausado. Lograr algo así es el resultado de una larga e ingeniosa evolución en la que la inteligencia se estrujó a sí misma hasta dar con un recipiente en el que el ser humano pudiera preservar y legar su conocimiento, un forcejeo brutal para impedir la invasión de la desmemoria (el año pasado, tal día como hoy, relaté qué fue sucediendo para pasar de la escritura cuneiforme plasmada en tablas de arcilla al libro electrónico -ver-). Que todos tengamos ahora a nuestra disposición las ideas más luminosas de la historia de la humanidad y podamos granjear amistad con sus autores es un regalo que no se puede mensurar, pero la habituación ha invisibilizado algo tan maravilloso, o lo ha devaluado, o directamente lo ha desdeñado con desafortunadas frases lapidarias. Hay gente que desatiende la lectura argumentando que «leer no me aporta nada» (en algunos casos es así, porque uno no lee lo que está en los libros, sino que se lee a sí mismo a través del libro), que «la sabiduría no está en los libros, sino en la vida» (quien ningunea los libros no puede sentir mucha delectación por el saber), o que «aprendo más con una buena conversación» (como si departir con alguien rivalizara con los libros e impidiera luego sumergirse en la lectura, que además es una conversación profunda, como escribí antes). Son comentarios que no hablan mal de la experiencia de leer, sino de la persona que se justifica de por qué no lee.

Al margen de todo esto, hay todavía otro aspecto más laudatorio de la lectura, su punto neurálgico, y que curiosamente rara vez se resalta en un día como hoy. Como nuestro cerebro opera con códigos lingüísticos, leer es nutrir de palabras el cerebro, alimentarlo con su nutriente natural para que funcione de un modo óptimo. Somos lo que sabemos decir, y lo que no sabemos decir no existe para nosotros, no al menos de un modo inteligible. Desde luego yo sólo sé orquestadamente lo que pienso cuando leo lo que he escrito, o cuando leo lo que han escrito otros. El libro como un lugar atestado de palabras articuladas a través de la sintaxis y de relatos sobre nuestra condición humana ayuda a que el mundo que tenemos delante de nuestros ojos pierda su condición nebulosa y adquiera un contorno. Leer abrillanta la realidad. Leer da nitidez al ser que somos al ayudarnos a expresarnos y entendernos mejor. La lectura se alista a nuestro lado para que seamos menos borrosos. Feliz Día del Libro 2016 a todos y todas.



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jueves, abril 21, 2016

Pensamos con palabras, sentimos con palabras



Obra de David Jon Kassan
Siempre me ha llamado la atención esa máxima que afirma que si alguien no sabe decir lo que siente es porque para él no es diáfano lo que está sintiendo. Para contrarrestar este entumecimiento verbal y sentimental hemos inventado frases hechas. Un lugar común es consignar que «no hay palabras para explicar lo que siento». Se trata de un latiguillo frecuente entre los que ven cómo las palabras miniaturizan el tamaño de sus sentimientos. El fracaso lingüístico ya no es atribuible a uno, que no encuentra la palabra idónea, sino al reduccionista lenguaje, que no ha creado el vocablo nítido para describir la evaluación que se está llevando a cabo. Como una gran parte de los tópicos que plagan las conversaciones coloquiales, estamos delante de una falacia. La mejor herramienta que tenemos los seres humanos a nuestra disposición para explicar la experiencia sentimental es el lenguaje. Sé que hay otros lugares comunes como que una imagen vale más que mil palabras, pero para que esta afirmación sea realmente cierta necesitamos conocer antes varios miles de palabras que nos permitan inteligir con exactitud lo que estamos contemplando. Yo mismo he escrito a menudo que el ejemplo es un discurso que no necesita palabras, pero nosotros sí necesitamos conocer qué palabras queremos ejemplificar.

La construcción de nuestros sentimientos recorre un itinerario cuyo trazado cada vez está más delimitado. Recuerdo un ensayo sobre el mundo emocional en el que el autor lanzaba una pregunta retórica al hipotético lector de su obra para luego contestarse a sí mismo: «¿Quiere modular sus emociones? Muy fácil. Piense en ellas». Las emociones son dispositivos adaptativos ineliminables que nos preparan para encarar cualquier acción futura. La naturaleza nos ha dotado de ellas, pero las emociones al ser pensadas se convierten en sentimientos. En sus célebres ensayos En busca de Spinoza, El error de Descartes, Y el cerebro creó al hombre, Antonio Damasio subraya este recorrido. Muchos investigadores empiezan a entrever que el acontecimiento que somos cualquiera de nosotros no es más que un conglomerado de interacciones que van de la emoción (determinismo genético) a la ética (determinismo racional), y viceversa. Un sentimiento es un balance de cómo nos van las cosas en la siempre movediza realidad. Cuando sentimos algo pero no sabemos nominarlo, tampoco podemos entenderlo. Sólo cuando nombramos los sentimientos sabemos qué carga semántica traen adscrita, qué significa exactamente la evaluación sentimental que acabamos de analizar, qué grado de amistad entabla la realidad con nuestros deseos. Yo he resumido este logro en una frase lapidaria: «si lo dices, es que sabes de que estás hablando». En el muy bien hilvanado y muy asequible ensayo Emociones e inteligencia social, el neurocientífico Ignacio Morgado da una definición imbatible de qué es percibir: «Percibir es atribuir un valor semántico a las sensaciones». Yo lo voy a decir de otro modo más acorde con este artículo:  Percibir es sentimentalizar la emoción. En el proceso cognitivo en el que la emoción se transfigura en sentimiento la palabra ejerce una soberanía absoluta. Más todavía. El poder evocativo de cada palabra que pronunciamos connota nuestra identidad. Nos sentimentaliza.

Los seres humanos somos seres lingüísticos y nuestro cerebro utiliza palabras para convertir lo exterior y lo interior en materia inteligible. Los sofistas defendían que la realidad no es más que el lenguaje que utilizamos para comunicarla y para comunicárnosla a nosotros mismos. Yo he escrito millones de veces que el alma no es otra cosa que la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatando a cada instante lo que hacemos a cada minuto. La combinación reglada de palabras en estructuras con significado es un proceso que alumbra el entramado afectivo que somos. Pensamos con códigos lingüísticos y el mundo es más nítido o más borroso según el volumen de nuestro vocabulario y la forma creativa de combinarlo. Wittgenstein lo expresó sucinta pero maravillosamente: «Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje». En el Diccionario de los sentimientos, Marina comparte una preciosa definición de lo que yo quiero explicar: «Las palabras son hologramas que resumen gigantescas cantidades de información».  Las palabras son hijas de la inteligencia compartida en la creación social y las heredamos de un modo imperceptible. Cuando nacemos ya están aquí y participamos comunalmente de los dinamismos lingüísticos y sus campos semánticos. Al pensar la emoción utilizamos palabras, que no dejan de ser marcos interpretativos de la realidad pasados por el tamiz de nuestro mundo axiológico. De aquí se deriva que las respuestas emocionales pueden articularse al elegir las expresiones verbales idóneas y apartar las inapropiadas.

Estos marcos encarnados en palabras dan forma al sentimiento, o al menos lo redondean para que podamos referirnos a él y lo podamos compartir de un modo inteligible. Se produce así un viaje circular que podríamos llamar el itinerario afectivo. La emoción se manifiesta en el cuerpo a través de marcadores somáticos, pero al ser pensada y atravesada de cognición (que no deja de ser una forma de fabulación del mundo, un apabullante enjambre de palabras) se transforma en sentimiento, y el sentimiento una vez configurado también provoca reacciones en nuestro cuerpo. A mí me sigue provocando boquiabierta perplejidad la capacidad de las palabras para alegrarnos o entristecernos, atemorizarnos o tranquilizarnos, descorazonarnos o  esperanzarnos, empequeñecernos o agigantarnos, irritarnos o balsamizarnos, exultarnos o deprimirnos. No está de más recordar que una palabra enunciada no es otra cosa que un pequeño sonido que encapsula un significado compartido por la comunidad, un trocito incorpóreo de voz y aire que sale por la apertura de los labios, aletea por el entorno y aterriza en unos tímpanos. Este vuelo presentado en bandadas gramaticalmente encadenadas hace que seamos el que somos. Y que nuestras interacciones sean las que son. 



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miércoles, abril 13, 2016

«Lo siento, perdóname»


Obra de Martine Johanna
La disculpa es un acto verbal de una centralidad indiscutida en las interacciones sociales. En una pequeña expresión como «lo siento», «disculpa», o «perdóname», se lexicaliza una gigantesca constelación de deseos. Ahí revolotean semánticamente el deseo de reparar una acción que consideramos errónea o reprobable, el deseo de ser perdonado por quien ha sufrido nuestro daño o nuestra ofensa, el deseo de que nos liberen, el deseo de pertrecharnos de recursos para no repetir una respuesta análoga en una futura situación similar. En el deslumbrante y vertiginoso ensayo El olvido y el perdón de la filósofa Amelia Valcárcel se define el perdón como «una renuncia explícita a castigar al que ha reconocido la deuda contraída». Cuando alguien concede el perdón está afirmando que no reclamará la deuda de la que es acreedor. Esta es la infraestructura más básica de la disculpa, pero no siempre las cosas son tan calmas en el proceloso océano de las relaciones interpersonales. En muchas ocasiones, en vez de decir lo siento cuando nos pillan en falta, o nos descubren un comportamiento muy mejorable, en vez de aplicar un ejercicio de contrición, nos justificamos o contraatacamos señalando a nuestro interlocutor conductas también reprobables. Empieza una virulenta partida de ping pong de agravios. Es una reacción ilógica. Una conducta objetable en el otro no convierte en aceptable la nuestra. Además entraríamos en un peligroso bucle de quejas y contraquejas, una cadena esquismogenética de consecuencias nada gratas (algún día escribiré sobre ellas). El recuerdo de un agravio es repelido por quien lo recibe con el recuerdo de otro, así en un ir y venir de recriminaciones que ensucian la conversación y debilitan tanto los vínculos que pueden llegar a resquebrajarlos.

Aunque errar es de humanos y disculparse de sabios, a veces nos cuesta entonar el mea culpa porque lo juzgamos como un acto de debilidad, y sobre todo  porque al adjudicarnos la autoría de una acción reprobable admitimos nuestra falibilidad, un punto débil que rebaja la puntuación en la auditoría que el otro realiza sobre nuestra conducta o, más grave, sobre una evaluación totalizadora de cómo somos. La gran Deborah Tannen comenta en sus radiografías comunicativas que ese mea culpa «es el equivalente verbal a enarbolar una bandera blanca, símbolo ritual de rendición». Y rendirnos rara vez entra en nuestros planes, salvo que el afecto presida ese escenario. En ocasiones se formulan disculpas que en vez de aceptar la responsabilidad tratan de minimizarla. A mí hace unas semanas alguien, para admitir el incumplimiento de su palabra, me dijo sucintamente «lo siento», pero apostilló un quejumbroso «¿vale?», para abordar al instante otros temas netamente intranscendentes. El interrogativo y desafiante apéndice aclaraba que la disculpa más que un acto sentido era un subterfugio rápido para rehuir el escrutinio recriminatorio. En otras ocasiones se manipula la disculpa como un método de sumisión. Ocurre cuando el oprobiado insiste en exigirla desde una posición de superioridad que convierte al que ha de disculparse en un subordinado dispuesto a padecer la humillación jerárquica, que se produce cuando al perdonado se le restriegan imaginariamente en la cara los laureles de una penosamente entendida victoria. Por último, en este abanico de perdones espurios, nos podemos topar con la actitud pragmática del cínico: «Hago aquello que me procure un beneficio aunque genere a sabiendas daño en otro, luego me disculpo, me condona la deuda contraída, porque de lo contrario le espeto que es un resentido, y pelillos a la mar».  Nada de todo lo escrito en este párrafo tiene que ver con una genuina petición o declaración de perdón.

La disculpa sincera suele ser el preámbulo para un escenario de entendimiento y olvido de las ofensas. Si la violencia engendra violencia, la disculpa engendra disculpa al activar el mecanismo de la reciprocidad directa inserta en nuestra dotación genética. La disculpa opera como un lenitivo tanto para el que la formula como para el que la recibe. Aunque no sabemos muy bien por qué, las palabras poseen poder analgésico sobre nuestro dolor, tanto si lo hemos recibido como si lo hemos cometido. Lógicamente la disculpa ha de ser real y probablemente llegue envuelta en una gasa de tristeza. Si aceptamos ser los progenitores de un daño, no podemos disculparnos sin que la comisura de nuestros labios señale hacia abajo. Disculparse sentidamente se puede compendiar en cuatro pasos bien trabados. Admitir autocríticamente la autoría de la acción específica por la que uno se disculpa, reconocer el mundo del otro que ha sido magullado por nuestra acción, enmendar de alguna forma el daño causado, y prometer alguna iniciativa para que ese hecho y sus consecuencias no se vuelvan a repetir. En Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría trata el tema del perdón como un acto declarativo de liberación personal en el que indefectiblemente  «tenemos que asumir responsabilidad en reparar el daño hecho o en compensar al otro». Amelia Valcárcel enumera los pasos del perdón en un itinerario lineal con cinco paradas bien delimitadas: confesión, arrepentimiento, duelo, reparación y compromiso de no repetir. Si esta arquitectura no se levanta con la disculpa, decir lo siento ante una cuestión grave es rebajar el perdón a mero ardid con el que alguien quiere zanjar la cuestión sin sentirlo lo más mínimo.



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martes, abril 05, 2016

Habla para que te vea



Obra de Anna Bocek
Tanto en cursos como en alguna charla suelo contar una anécdota atribuida a Sócrates. Muchos alumnos que han asistido a mis clases la conocen muy bien porque se me antoja muy preceptiva para el buen funcionamiento de las relaciones personales. El filósofo estaba casado con Jantipa, una mujer con un temperamento especialmente bilioso. Una vez se enzarzaron en una acalorada discusión y la irascible Jantipa agarró un cubo de agua y lo arrojó con furia a  la cara de Sócrates. A pesar del inesperado remojón, Sócrates tuvo la suficiente cintura para quitarle importancia al asunto: «Sabía muy bien que tras los truenos llegaría la lluvia». El relato no aclara si al escuchar estas palabras su mujer se encolerizaría todavía más y acabaría estampándole el cubo. Pero esta no es la anécdota que quiero compartir, sólo es un preámbulo para entender mejor el contexto. Casi siempre Jantipa, en vez de exponer verbalmente los motivos de su enojo, lo ritualizaba hacinándolo en un silencio malhumorado o depositándolo en algún que otro gruñido plagado de animosidad. Su silencio era como la aguja del sismógrafo que empieza a agitarse vaticinando la presencia de un terremoto. Como Sócrates ya estaba acostumbrado, cada vez que volvía a casa y veía a su esposa con el ceño fruncido y los labios apretados le interpelaba: «Habla para que te vea». Dicho de un modo técnico le sugería que por favor desplegara todas las herramientas que se articulan en el lenguaje hablado (léxico, sintaxis, gramática, semántica, prosodia, vocabulario gestual) para entablar un diálogo y evitar así la fosilización del enfado. Como sólo hablando se puede exorcizar el fantasma de la suposición, pero también es el único modo de tomar conciencia de  los frecuentes puntos ciegos de nuestra propia conducta, yo agregué otro posible ruego de Sócrates a su mujer: «Háblame para que yo me vea».

El año pasado conté esta anécdota en una clase del curso de experto en Mediación de la universidad Pablo de Olavide, y días después una alumna la transcribió para publicarla en una semanal columna de prensa. Su transcripción guardaba reivindicaciones feministas. Allí relataba que en esta anécdota la mujer, como siempre, se hallaba confinada en casa y Sócrates por ahí, y que probablemente Jantipa albergaba bastantes razones para estar enfadada y no apetecerle nada departir con su marido. Aquel artículo me hizo recapitular, recodificar los significados y añadir variantes a la anécdota. De repente ya no todo orbitaba en torno a la figura arbitral de Sócrates, sino que su mujer incrementaba su protagonismo, lo que otorgaba al episodio caleidoscópicos focos de observación totalmente novedosos. El inicial «habla para que te vea» podía trocarse por una interpelación en la dirección contraria y en el requerimiento de un recurso comunicativo distinto. Jantipa podría reprocharle a Sócrates: «Pregúntame para verme». Incluso si el diálogo buscaba combatir los ángulos muertos del comportamiento, Jantipa podía tomar la iniciativa e inquirirle a su marido: «Pregúntame para que te veas».

Hablar, dialogar, preguntar, negociar, pactar son verbos insertos indefectiblemente en la experiencia humana compartida. Hasta ahora no hemos encontrado una fórmula más eficaz para la opulencia comunicativa y para el arte de vivir en armonía que dialogar. El diálogo es el ecosistema en el que la palabra se despliega sobre sí misma y se enriquece con la pacífica presencia de otras palabras. Acota una territorialidad de la razón comunicativa vetada por completo a cualquier otro elemento de la comunicación. Gracias al diálogo podemos asimilar la alteridad y la divergencia canjeando argumentos. Gadamer afirma que el entendimiento mutuo nace de la fusión de horizontes, los que se trazan y expanden a medida que se va acumulando experiencia vital, pero, me permito añadir yo, esos horizontes cuajados de información y axiología sólo pueden ser absorbidos inteligiblemente por nuestro interlocutor en la estructura que facilita el diálogo. Hablando no siempre se entiende la gente, como proclama con excesivo optimismo el refranero, pero sin hablar es harto difícil que las personas podamos entendernos. La comprensión es el mayor afrodisíaco del diálogo.



(*) Habla para que te vea. El diálogo como estructura de la razón comunicativa, es también el título de un taller de seis horas que impartiré el sábado 21 de mayo en la Escuela Sevillana de Mediación.



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