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martes, abril 22, 2025

Somos biología y cultura

Obra de Tim Etiel

Los seres humanos somos una hibridación de natura y cultura, una aleación indisoluble de biología y biografía. Nietzsche argüía que la cultura es nuestra  naturaleza segunda. La cultura es la respuesta de la inventiva humana a las limitaciones que nos impone la naturaleza. Comparado con muchos animales, el ser humano es un ser muy restringido. Es débil, no vuela, ni es rápido, no tiene garras, ni mandíbulas potentes, su cuerpo es frágil y muy vulnerable al frío. Sin embargo, su prodigiosa inteligencia creadora ha contrarrestado tanta poquedad. Antonio Damasio sostiene que el cerebro permitió la formidable aventura de hacernos humanos al crear cultura, y esa cultura fue sofisticando la propia naturaleza del cerebro, que a su vez fue atestando de recursos tangibles e intangibles al ser humano. En su fantástico ensayo Como el aire que respiramos, Antonio Monegal eleva la cultura al papel de elemento constituyente del ser que somos. Su radio de operatividad es tan ubicuo que no hay mundo fuera de la cultura. 

A pesar de nuestra marcada condición de seres culturales y por tanto de seres técnicos, no podemos escindirnos de nuestra condición biológica. Basta un pequeño rayo de sol, un día de lluvia, el cambio de tonalidad del horizonte, o que el viento aúlle entre las ramas de los árboles, para que nuestra persona varíe su estado de ánimo, unas emociones usurpen el lugar protagónico a otras, el entramado afectivo se reconfigure al ser afectado en algún punto inconcreto de su orografía. La natura nos ha aprovisionado de emociones, dispositivos predispuestos a alertarnos de las demandas de nuestro alrededor para responderlas de la manera más optima. Como elementos biológicos, las emociones son subsidiarias de los cambios que se operan en la naturaleza. Cuento todo esto porque desde nuestra condición de seres emocionales las estaciones del año ocupan un lugar céntrico en nuestra agenda sentimental. En mi periplo universitario tuve un profesor que cuando nos proponía analizar la obra de un autor nos aconsejaba investigar antes el clima en el que se desenvolvía la vida de ese autor, y en qué época del año había alumbrado sus creaciones. Este profesor sostenía que los trabajos inmateriales estaban mediados por factores naturales. 

En estos días de primavera los campos se vuelven exultantes y rebosantes de vida, todo reverdece y parece estallar como si la naturaleza quisiera desatarse de las costuras invernales. Hay un harto llamativo parentesco entre esta estación y la alegría, el sentimiento que preside nuestras evaluaciones cuando nos encontramos en una situación que favorece nuestros intereses. El dicho popular atestigua que la primavera la sangre altera, pero lo que realmente trastoca es el ánimo brindándole fuerza propulsora. El huésped que habita en las palpitaciones de nuestras sienes se siente más dichoso, minimiza el grosor de las dificultades, rechaza muchas de las tribulaciones que en cualquier otra época del año se autoconceden el derecho de admisión. Los días de primavera se engalanan de una luminosidad todavía soportable a diferencia de la que se ceñirá sobre nosotros en el estío, y esa luz nos surte de arrestos para encarar los siempre acechantes contratiempos. Somos perceptores de la luz que protagoniza el estacionamiento primaveral en contraposición a la temprana oscuridad con la que el invierno se granjea nuestra antipatía. La luz eleva el ánimo hasta un cénit en el que tropezamos con la ilusión de autoafirmamos plenos soberanos de nuestra agencia. 

En primavera la naturaleza renace, que es lo que nos enseña la alegría cada vez que se asoma para que festejemos la dicha de estar vivos. Hay como una reforestación del alma, como sugiere Battiato en la preciosa tonada Despertar en primavera. A nuestro cuerpo le ocurre igual. Nuestra cara y nuestra mirada refulgen, los ojos se abren, los pómulos se ensalzan, se estira la curva carnosa de los labios. Cuando sonreímos tendemos una alfombra roja para que los demás pasen hasta nuestra persona sabiéndose bienvenidos. Hace poco le leí a Josep Maria Esquirol que la sonrisa endulza el aire que respiramos, que es lo que hace la primavera en sus días de esplendor soleado para que olfateemos su advenimiento. La alegría es proferir un sí a la celebración de la vida, igual que los campos parecen gritar afirmativamente su plenitud al llenarse de colorido y vitalidad. La apacibilidad de las tardes primaverales recuerda a las palabras balsámicas que amortiguan el dolor, a la tranquilidad que soñamos como reducto en el que pausarnos y abastecernos de sensatez y distanciamiento, a la paz más que suficiente que supone ser aceptados y queridos por las personas que guardan un valor especial para nuestra persona. Ojalá aprendamos de la naturaleza y sepamos armonizar con ella todo lo que hemos creado. Es la única posibilidad de convertir la experiencia de vivir en el acontecimiento de vivir bien. 


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martes, septiembre 10, 2024

Vuelta a la escuela y al cultivo de la atención

Obra de Tim Eiteil

 

El primer día que imparto clases en Bachillerato comienzo escribiendo en la pizarra una enigmática frase para instar a la reflexión a las alumnas y alumnos.  «El ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». Es una manera de iniciar un juego de interpelaciones, salir de lo que vemos con los ojos y adentrarnos en el nivel reflexivo del pensamiento. La explicación de este aparente jeroglífico es muy sencilla. Los seres humanos somos una entidad biológica empeñada en mejorar nuestro horizonte como entidad ética. No podemos deshabitarnos de los imperativos biológicos de la vida, pero sí podemos escoger cómo vivir o, lo que es lo mismo, cómo tratarnos y cómo tratar a los demás con quienes formamos la experiencia coral de la vida humana, que es humana precisamente por el acontecimiento de ser compartida. En otras ocasiones cambio la críptica frase por una adivinanza que suele tener muy buena acogida y provocar inmediatas indagaciones: «¿Alguien sabe cuál es con creces el lugar más peligroso de todo el Planeta Tierra?» Las alumnas y alumnos enumeran unos cuantos países con regímenes dictatoriales o con un precario Estado de Derecho en el que la vida alberga un valor nulo o muy módico. Entonces les comparto que el lugar más peligroso de todo el Planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal. Luego pormenorizo que una persona educada mal es una persona con un entramado afectivo en el que hay preeminencia de sentimientos de clausura al otro frente a los de apertura. Esa persona articula su comportamiento con desatención, desconsideración, descortesía, iracundia, gelidez, indolencia, irrespeto, desdén, actitud desalmada, proclividad a desplegar gestos que no dudamos en descalificar como inhumanos. Es el ser que no nos gustaría ni ser ni tener cerca. El ser que no presta atención a la otredad con quien la vida lo impele a relacionarse.

Me he aprendido de memoria el precioso párrafo inicial con el que Josep Maria Esquirol inicia su hermoso y apacible ensayo La escuela del alma, y que ahora viene en mi ayuda para recalcar lo que quiero decir: «Hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide casa. Hay escuela porque hay mundo, y el mundo pide atención». Conceder atención al mundo es ante todo concedérsela a las personas que lo habitan con el fin de establecer interacciones afectuosas y justas, pero también vertebrar estructuras y condiciones de posibilidad que propendan a facilitar su emancipación y el despliegue de la dignidad de la que son acreedoras. Hoy es el primer día de clase tras el ínterin estival, la vuelta a la escuela, a ese lugar en el que todos los saberes y los aprendizajes se pueden compendiar en aprender a prestar atención.  De hecho, el propio Esquirol define unas páginas más adelante la praxis del estudio como atención reiterada. La buena noticia para quienes estudian, y también para quienes hacen de la vida una forma de estudiar, es que la belleza es la ofrenda con que la atención es obsequiada. Basta con adquirir una conciencia porosa de nuestros afectos, nuestra vulnerabilidad y nuestra finitud (que no es sino una atención sobre nuestras características constituyentes) para que todo lo que nuestra mirada contempla a su alrededor adquiera belleza y valor. 

En La capital del mundo es nosotros esgrimí una noción lacónica de educación pero que requeriría muchas páginas para explicitar su insondabilidad: «Educar es aprender a admirar lo admirable». Para un cometido filosófico tan complejo necesitamos inexorablemente el concurso de una atención que demanda cultivo y hábito para dar lo mejor de sí. Este ejercicio sostenido con paciencia  y denuedo será gratificado con la recompensa más excelsa de entre todas las posibles: «Felices los que prestan atención, entrenan su espíritu para recibir», que es el aserto con el que Esquirol encabeza el capítulo cuarto de su balsámico ensayo. La atención absorta e ilustrada posee el don de inaugurar la existencia a cada instante, faculta el disfrute de la gigantesca inexplicabilidad de la vida con la que el alma se descorcha a sí misma. Ojalá este curso que empieza hoy colabore a que muchas personas, justo en la edad en que modulan su carácter y van fijando sus puntos cardinales identitarios, se conviertan en personas atentas y puedan celebrar la belleza, el regalo con que la atención agasaja a quienes la practican.

 

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martes, mayo 07, 2024

La utilización del odio

Los clásicos sostenían que el odio une a los semejantes, mientras que el amor une a los diferentes. El odio cohesiona a quienes conforman un nosotros uniforme que se fortalece anatematizando al grupo de los otros. Maillard Chantal afirma que el odio es una forma de la voluntad, una forma de desear, definición que me resulta muy plausible. El odio es el sentimiento que nace de desear infligir un daño al otro, cuya manifestación más exacerbada sería su eliminación física. En la cultura política democrática, el empleo auxiliar del odio es muy tentador porque recluta adeptos sin necesidad de urdir discursos educados y sólidamente argumentados. Frecuentar la inquina política crea fans, que aplauden la marrullería como forma de hacer política, pero implica caer en la simpleza de los lugares comunes del pensamiento. Los tópicos conforman un paisaje yermo de ideas y de posibilidades, no aportan nada que no sean rastrojos discursivos al diálogo público, y por tanto empobrecen la calidad deliberativa de las democracias. El pluralismo sin el cual las democracias languidecen se daña cuando la política se reduce a la expresión descalificativa y al trazo grueso para contentar a los correligionarios.

En La política de las emociones, el politólogo Toni Aira sopesa los sentimientos más nucleares que se utilizan en el ámbito político. Cuando aborda el odio elige a Donald Trump como el más prominente representante de su instrumentalización e instigación para cosechar réditos electorales. Aira es taxativo:  «Algunos autores defienden que este odio puede servir para ganar las elecciones, pero no para gobernar. Coincido con ello, si se refieren a "gobernar" en clave de servicio y de trabajo constructivo para la ciudadanía, para una sociedad, para un país o para un conjunto de ellos. Difiero, en cambio, si por "gobernar" se entiende la ocupación del poder, porque eso, máxime en tiempos de campaña permanente, se puede hacer perfectamente y de forma efectiva con la generación calculada de odio y con una buena identificación de públicos a quienes dirigirlo». Desgraciadamente el trumpismo como forma de instalarse en la esfera política ya no es privativo de Trump. Sus émulos se propagan por doquier.

Si odiar es odiarse, es de una parvularia sencillez atizar el odio en una persona que alberga una vida cuajada de malestares. La filósofa y escritora alemana Carolin Emcke, en su muy recomendable ensayo Contra el odio, aporta una esclarecedora matización para entender por qué el odio prende tan fácilmente en los corazones de las sociedades desencantadas: «El odio es siempre difuso. Con exactitud no se odia bien. La precisión traería consigo la sutileza, la mirada o la escucha atentas; la precisión traería consigo esa diferenciación que reconoce a cada persona como un ser humano con todas sus características e inclinaciones diversas y contradictorias. Sin embargo, una vez limados los bordes y convertidos los individuos, como tales, en algo irreconocible, solo quedan unos colectivos desdibujados como receptores del odio, y entonces se difama, se desprecia, se grita y se alborota a discreción». He aquí la tétrada deshumanizadora que se repite en bucle a lo largo de la historia humana: ignorancia, dogmatismo, miedo, odio.

Una buena noticia entre tanto análisis desalentador. Daniel Innerarity sostiene que el hostigamiento verbal, los elevados índices de conflictividad, la hostilidad gestual, la teatralidad de las ofensas, la ridiculización, el lenguaje vehementemente bélico, la espectacularización del desprecio al adversario, ratifican la solidez de las instituciones. Que los actores políticos recurran a estas tácticas del odio demuestra la estabilidad democrática. En el ensayo La libertad democrática  teoriza que «quien se pasa el día insultando es un mal educado, pero no un violento que utilizará la fuerza para desbancar a sus oponentes». Y agrega: «vivimos en una época en la que hay mucho odio y poca violencia. Conviene no confundir ambas cosas. Este grado de hostilidad intensa que padecemos hoy en nuestras democracias no tiene nada que ver con la violencia armada organizada. El odio no es la antesala de la violencia, sino que puede estar sustituyéndola». Páginas después zanja el asunto: «la opinión pública de las democracias avanzadas se ha convertido en un reñidero donde el odio es compatible con la fortaleza institucional». 

Es sencillo establecer un paralelismo para añadir inteligibilidad a este escenario social. Igual que con las personas que queremos y que nos quieren nos permitimos barbaridades verbales a sabiendas que podrán ser enmendadas sin que la relación quiebre y fenezca, el ecosistema democrático transige con estas trifulcas poco edificantes porque la solidez flexible de las instituciones las absorbe sin consecuencias antidemocráticas. Esta especie de resiliencia institucional no obsta para que el debate público se autoexigiera impregnarse de maneras respetuosas en las que escuchar al otro sea considerado una virtud democrática, y no la concesión de una ventaja al enemigo que la lógica de la competición electoral tildaría de movimiento insensato. Innerarity lo explica maravillosamente bien: «El principal deber político consiste en resistir la facilidad con que confundimos nuestras preferencias ideológicas con una superioridad moral e interpretamos la discrepancia en términos de mala voluntad». Creo que más que un deber político debería elevarse a deber humano. Un principio básico para que el odio no asome con tanta simplicidad.

 
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