martes, enero 26, 2021

Sin transformación no hay educación

Obra de Solly Smook

El pasado domingo 24 de enero se celebró el Día de la Educación.  Es un día instituido por la ONU desde 2019.  La semana pasada comencé a festejar su celebración planteándoles a mis alumnas y alumnos una pregunta en cuya respuesta se pueden encontrar muchos indicios para concretar de qué hablamos cuando hablamos de educación. «¿Alguien sabría indicar cuál es el lugar más peligroso de todo el planeta Tierra?». Enseguida empezaron a enumerar prejuiciosamente ciudades y países. De sus labios salieron nombres como Siria, Bogotá, México, Medellín, Irak, Afganistán, Río de Janeiro. Les dije que ese sitio no era geográfico. Ante su encogimiento de hombros anuncié que «el lugar más peligroso del Planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal». Luego traté de explicar la distinción entre una persona mal educada y otra educada mal. Fonéticamente ambos sintagmas suenan igual, pero semánticamente son descripciones muy divergentes. En esta diferencia se puede encapsular el sentido de la educación. Cuando nos referimos a una persona mal educada lo hacemos para señalar un comportamiento irrespetuoso con la conducta cívica, o que en ese preciso instante sortea los mínimos éticos que consideramos irrevocables para que la vida compartida sea una experiencia grata. Sin embargo, una persona educada mal es aquella que padece analfabetismo sentimental. Hace dos años pronuncié en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña una conferencia cuyo título anticipaba de forma muy explícita qué entiendo por educación: «Educación, una ética del sentir bien». Una persona educada mal es un persona que siente mal. En su entramado afectivo hay una mayor prevalencia de valores y sentimientos que entorpecen sobremanera la convivencia que de aquellos otros que la hacen más amable y justa. En una persona educada mal hay déficit de capital cognitivo y afectivo para elaborar sentido comunitario y trasladarlo a una acción inteligente que beneficie lo personal, pero también lo público.

«La educación consiste en que los alumnos aprendan cuanto antes a competir por un puesto de trabajo». Esta definición la pronunció un Ministro de Educación del gobierno de España cuando ostentaba el cargo. Es literal porque me provocó tal perplejidad que la transcribí inmediatamente en uno de mis cuadernos. Curiosamente, y con ligeras variaciones léxicas, es la misma idea que desgranaron mis alumnas cuando les pregunté para qué estudiaban. Aunque ninguno de los alumnos citó la palabra empleabilidad, todas sus respuestas se referían a ella. Nos hemos obsesionado tanto con la titulación para acceder a un mercado laboral rendido a la productividad que hemos arrinconado los saberes que podrían hacernos mejores personas. Esta es la conclusión a la que llega Martha Nussbaum en su ensayo Sin fines de lucro.  Los saberes técnicos han colonizado el campo educativo, aunque los saberes supuestamente prácticos tampoco inducen ilustración emancipadora en el alumnado. Marina Garcés se refiere a estas disciplinas como Humanidades Zero: «Como los refrescos actuales, acompañan nuestro ocio con un simulacro de dulce frescor». 

A veces se confunde educación con sumisión, adoctrinamiento, docilización, domesticación, subordinación, adiestramiento,  sumisión, pero diferenciarlos es muy sencillo. Frente a estos procesos de jibarización y gregarismo, la educación siempre aspira a la amplificación del agente. La educación como proceso transformador ocurre sobre todo allí donde aparentemente no hay atisbos educativos. Con nuestros gestos transmitimos permanentemente mundo valorativo que deja incisiones en el aprendizaje y en la construcción de imaginarios. Es una tarea y una responsabilidad que nos atañe a todas y todos. La educación sirve para ensanchar el punto de vista, para contextualizar y comprender, para fugarse de  las jaulas cognitivas que tanto agradan a los lugares comunes, para entrenar los hábitos afectivos que confieren relevancia a la interdependencia y el cuidado, para dudar, para tomar conciencia del tamaño de nuestra ignorancia, para huir del dogmatismo, para exigir explicaciones discursivas ante decisiones que nos afectan, para aprender a resolver pacíficamente las fricciones que suscita vivir una vida superpuesta con otras vidas, para crearnos una subjetividad valiosa que sepa deliberar, para construir espacios políticos más equitativos, para aceptar deberes cívicos colectivos sin los cuales es harto difícil incoar procesos de autonomía personal, para el continuo de hacernos personas que saben eligir cabalmente para ellas y para la comunidad. Baltasar Gracián constató hace ya varios siglos que no sirve de nada que el conocimiento avance, si el corazón se queda atrás. Una persona educada bien es aquella que concede a los demás como mínimo la misma dignidad y el mismo valor positivo que solicita para sí, eleva esta máxima a condición con la que autodeterminar su vida, y la exige a las instituciones a través de la expresión política.

     

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martes, enero 19, 2021

Resolver conflictos sin hacernos daño

Obra de Petra Kaindel

Este próximo jueves 21 se celebra el Día Europeo de la Mediación. Por esta razón esta semana se están realizando diferentes actos con el fin de divulgar y visibilizar este inteligente modo de articular los conflictos. Aunque es usual citar la mediación como un método alternativo, cada vez son más las voces que reclaman su condición de método cotidiano para limar fricciones y hallar soluciones. No nos damos mucha cuenta de ello, pero la gran mayoría de nuestros conflictos los resolvemos hablando de un modo educado y pacífico, y cuando no es así, y consideramos que se lesionan derechos cardinales, recurrimos a la justicia. La vía judicial es la genuina alternativa, no los métodos tradicionales, entre otros la mediación. Cuando escribí El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo tuve que explicar en alguna entrevista que en las páginas del libro analizaba los diferentes procedimientos que hemos inventado los seres humanos para armonizar nuestras discrepancias sin hacernos daño. Es muy fácil terminar un conflicto provocando damnificados. Resulta más laborioso solucionarlo sin que nadie sufra o quede lastimado en el proceso.

Algunos autores señalan que el momento inaugural de la civilización ocurrió cuando por vez primera uno de nuestros ancestros en vez de atacar con la punta afilada de un sílex a otro congénere le profirió un insulto. Apartó de la interacción el uso de la fuerza y empleó la palabra, aunque probablemente se tratara de una interjección soez y repleta de inquina. Utilizar la palabra para orquestar nuestros conflictos es un salto evolutivo de primer nivel. Hablando no siempre se entiende la gente, como insiste el dicho popular, pero si no hablamos se antoja difícil poder entendernos. Recuerdo que una vez pronuncié una conferencia en la facultad de Educación de Santiago de Compostela. Estaba en la tarima preparándolo todo cuando se acercó la encargada de la logística a preguntarme muy amablemente si en mi intervención utilizaría algún tipo de tecnología. Le dije que sí. Haría uso de una tecnología milenaria. Me preguntó muy sorprendida a qué tecnología me refería. Le respondí que iba a hablar. Hablar es una sofisticadísima tecnología que permite que las personas nos comuniquemos, pero sobre todo permite que las personas podamos aspirar a comprendernos. Solo hablando podemos compartir con nuestro interlocutor qué está ocurriendo en el entramado afectivo que nos constituye como personas únicas e incanjeables. La mediación es el método que cuida este hablar en el que ya está ínsito el escuchar. La misión mediadora consiste en que los implicados hablen entre ellos, pero no de cualquier modo, sino a través de una palabra educada, considerada, higiénica. Esa palabra y el ecosistema donde florece se llama diálogo. 

La definición más hermosa de diálogo se la leí a Eugenio D’Ors hace ya muchos años. A pesar de investigar sobre este tema sin parar no he encontrado ninguna otra que logre sobrepasar su belleza y su precisión. El diálogo es el hijo nacido de las nupcias entre la inteligencia y la bondad. La inteligencia nos ayuda a encontrar evidencias compartidas con nuestro interlocutor, la bondad a querer encontrarlas. Cuando dos personas acuden a una mediación quizá no dispongan de buenas ideas para compatibilizar la discrepancia, pero sentarse a hablar permite presuponer que albergan un mínimo de bondad para ponerse a buscarlas. El mayor valor de la mediación reside en la utilización del diálogo como única vía posible para que las partes se den a sí mismas soluciones. Es un proceso de gestión y transformación discursiva que requiere cooperación para generar convicción y convicción para comprometerse con el acuerdo alcanzado conjuntamente. Es una aportación que poco tiene que ver con la descongestión de la vía judicial, la reducción de costes emocionales, o la preservación de la privacidad. Todo esto deviene anecdótico si lo comparamos con lo que quiero contar a continuación. Pido atención máxima. La mediación trata a los actores en conflicto como seres dotados de dignidad, permite que sean ellos los que construyan opciones y elijan aquellas que consideren más idóneas para culminar la satisfacción mutua. Frente a la aceptación de una resolución jurídica, la mediación es la fórmula que se nos ha ocurrido para, con la participación de un tercero neutral, imparcial e indecisor, alcanzar una solución nacida de la cooperación entre los afectados por una situación de incompatibilidad de intereses. La autonomía de los participantes es la protagonista absoluta.  En la mediación la dignidad se hace acción. Feliz día de la Mediación a todas y todos. 


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