martes, julio 23, 2024

Dos personas no se entienden si una de ellas no quiere

Obra de Eva Navarro

Hace unos días me escribió un amable lector para felicitarme por el Espacio Suma NO Cero. Acto seguido me comentó dos cuestiones relacionadas con un artículo que había publicado acerca de la naturaleza del diálogo. La primera objeción era que «la capacidad de modificar la voluntad ajena que tiene el discurso argumentativo no siempre se consigue». Estoy totalmente de acuerdo. Cuando escribí El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza, me tocó desromantizar el diálogo (me refiero a lo que en las páginas de este ensayo conceptualizo como diálogo sin diálogo) y explicar que no necesariamente la inteligencia vence a la fuerza, pero sí cabe ponderar qué elementos comparecieron cuando ese deseado triunfo sucedió en un determinado momento, y el libro trataba de desentrañarlos. A mí me gusta ofrecer la contraimagen de esa formulación popular que nos recuerda que dos no riñen si uno no quiere: dos personas no se entienden si una de ellas no quiere entender.  Da igual qué argumentos se desgranen, la calidad de las ideas que se tracen en la conversación, o cuántos recursos lingüísticos y epistémicos se movilicen, porque la experiencia compartida del diálogo no requiere únicamente habilidades discursivas, necesita ante todo la disposición ética de sus participantes. Cuando dos personas desean entenderse acaban entendiéndose. Ese deseo suele ser casi siempre anterior al propio diálogo y a la alfabetización discursiva que se presupone a quien participa en él. El diálogo solo es posible gracias a dimensiones anteriores al diálogo.

Para que dos personas armonicen sus discrepancias, ambas han de ser cuidadosas en el entender y juzgar a su interlocutor. Han de ser solícitas, cordiales, amables, mostrar concordia discursiva. No hablo de competencias comunicativas, sino de comportamiento ético. Es muy fácil constatar que cuanto mayor es la cercanía afectiva entre quienes dialogan, mayor es la intensidad ética y más sencillo el entendimiento. Para poder entablar un diálogo digno de llamarse así es fundamental que quienes se adentren en su engranaje compartan y cumplan unas normas discursivas básicas, pero también éticas. De lo contrario el diálogo no puede alzarse a la categoría de diálogo. Solo se puede entender a alguien si ponemos nuestra atención a su disposición, a las múltiples batallas interiores que lo constituyen y que probablemente ignoramos, del mismo modo que desconocerá las nuestras. En la experiencia dialógica no hay cabida para el insulto, la mala educación, la deshonestidad, la treta manipuladora, la enunciación que irrespeta, el ímpetu de lacerar y ridiculizar,  la atribución de mala voluntad a la desavenencia, la selección de léxico destinado a condensar lo hiriente para despedazar el corazón ajeno, la satisfacción de dejar maltrecho el sagrado adentro del interlocutor trayendo a colación información íntima pero extemporánea. Esta es la diferencia sustancial entre hablar y dialogar. En el diálogo tratamos a la otra parte con el mismo valor positivo y el mismo amor que solicitamos para nuestra persona.  La belleza asoma cuando tratamos a los demás con el cuidado que todo lo valioso se merece. Embellecer  nuestros actos sea acaso el propósito más elevado que podamos acometer, y el diálogo es un fabuloso coadyuvante.

La segunda objeción era la siguiente. «Lo segundo es que, aunque sea con argumentos sólidos y sin engaños, también se puede objetar que no todo el mundo tiene la misma facilidad de palabra y que quien domina el discurso tiene ventaja».  Si partimos de la disposición ética anterior, es muy fácil replicar esta afirmación. Si una persona alberga habilidad para verbalizar posibles soluciones, la ventaja no es unilateral, es conjunta, recae en las personas que participan en la búsqueda de los argumentos más convenientes para todas ellas. Se dialoga para pacificar, fortalecer y mejorar el espacio intersubjetivo a través de la exposición de argumentos, cuya porosidad y plasticidad conviene recalcar, porque merced a estas cualidades nuestros argumentos pueden reconfigurarse al ser concernidos por otros argumentos. Recuerdo que en una ocasión una amiga mía me reprochó que cuando hablábamos solía acabar adhiriéndose a mis argumentos, y no al revés, lo que resumió en un enojado «siempre me acabas ganando». Me eché a reír y le contesté que en el diálogo no hay contendientes y por lo tanto no hay lugar para la dialéctica de vencedores y vencidos. El diálogo es un espacio y un tiempo de corresponsabilidad en los que ni se vence ni se convence a nadie. Una persona se convence a sí misma a través de la polinización de los argumentos que se ponen en común. Los argumentos elegidos son momentánemente los más idóneos para los fines que mancomunadamente se persiguen, pero puede ocurrir que en el decurso de la relación aparezcan nuevos argumentos que superen esa idoneidad. La dignidad de la que somos titulares centellea cuando una persona se autoconvence a sí misma, al margen de dónde procedan los argumentos que acaban de modificar la constitución del ser que es. Es una metamorfosis que me maravilla cada vez que la observo en mí y en quienes dialogan conmigo.

 

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martes, julio 16, 2024

Crear contextos para poder decir no

Obra de Tim Eitel

Los Derechos Humanos son los requisitos mínimos que deben cumplirse en la vida de toda persona para que pueda vivir con sus necesidades básicas satisfechas. Hay que recordar que los Derechos Humanos se redactaron tras la aterradora y sanguinolenta Segunda Guerra Mundial. La contienda fue una experiencia tan monstruosa que sus redactores ponderaron que sin la garantía de esos mínimos que conforman sus treinta artículos la vida en común encontraría muchos obstáculos para desplegarse de forma pacífica. Cuando se habla de necesidades básicas solemos pensar en necesidades materiales como el alimento y el refugio, pero los seres humanos también estamos acuciados por necesidades básicas de índole inmaterial. Necesitamos arraigo o sentimiento de comunidad, coherencia interna o la conciencia de la eficacia percibida, sentido o propósito con el que dar narrativa legítima a lo que hacemos. José Antonio Marina resume tanto unas necesidades como las otras en tres poderosos deseos basales. Los seres humanos anhelamos bienestar tanto físico como psíquico, ampliación de posibilidades y vinculación social. Las personas precisamos el cuidado de nuestro cuerpo, la tranquilidad de nuestra vida conjugada con el cosquilleo de su amplificación, y finalmente nos encanta cultivar adhesiones afectivas con las otredades que queremos y que nos quieren para construir espacios y horizontes relacionales en los que nos desarrollamos y nos sentimos colmados.

Sin las necesidades materiales no se puede sobrevivir, pero sin las inmateriales no se puede vivir bien. Muchas zozobras y muchos desasosiegos que proliferan actualmente tienen su origen en la incapacidad de poder cubrir satisfactoriamente estas necesidades inmateriales. La proliferación de consultas de psicología, de consumo de farmacopea destinada a apaciguarnos, o incluso la exacerbada publicación de literatura de autoayuda, confirman que no estamos a gusto con nuestras vidas, o con las formas de organizar la vida en común, cuya primera gran damnificada es la propia existencia. Ocurre que para sufragar lo material resulta harto difícil no desatender lo inmaterial, y a la inversa, si ponemos atención y denuedo en lo inmaterial encontramos serios escollos para cubrir establemente lo material. Si saldamos unas necesidades, es en menoscabo de las otras. Es un círculo vicioso que no solo complica la armonía y el equilibrio vitales, sino que instiga a que unas necesidades y otras rivalicen entre sí dañándonos con esas dolencias del alma que erróneamente nominamos como problemas de salud mental. Ante esta estructura que provoca cansancio, abatimiento, tedio y sinsentido crónicos han surgido movimientos como la Gran Dimisión o la Gran Renuncia, personas que dicen no a las ofertas laborales sabiendo que decir sí acarrea la inaccesibilidad a las necesidades inmateriales, y por lo tanto vivir una vida afligida por esas lacerantes ausencias. Estas personas no son solo refractarias a un ecosistema cronófago, son ante todo adalides de una vida buena que solo es factible desde la apropiación de tiempo.  

Gabriel García Márquez escribió que lo más estelar que había aprendido después de cumplir los cuarenta años era a decir no. En la gestión de la comunicación se alaba la asertividad, expresar la disconformidad de una manera respetuosa, pero en el contexto socioeconómico se intenta cancelar la posibilidad no ya de mostrar discrepancia, sino de tan siquiera pensarla.  Decir no es una forma de impugnación, un rechazo a lo que se nos propone, o la negativa a perpetuar lo existente con nuestra colaboración. Probablemente el caso más célebre de persona entrenada en rehusar lo que le proponen es el de Baterbably, el personaje de Herman Melville, que ante cualquier sugerencia contestaba con un insumiso aunque edulcorado «preferiría no hacerlo». Tener esta opción a nuestro alcance nos conferiría el estatuto de personas netamente libres. Podemos definir la libertad como la posibilidad puesta al alcance de nuestra voluntad de decir no a aquello que nos segrega de lo que consideramos valioso para nuestra persona. Precisamente la precarización de la vida no es solo tener ingresos exiguos e intermitentes, es suprimir la palabra no del vocabulario para generar relaciones de subalternidad y dominación. Desde este prisma es muy sencillo definir violencia como no poder decir no a algo que consideramos injusto, o que atenta contra los intereses legítimos y plausibles de nuestra persona. Por supuesto que tenemos que adquirir magisterio discursivo y habilidades comunicativas para aprender a decir no, como se promulga tan a menudo en la educación formal, pero esa pedagogía solo será eficiente si simultáneamente construimos contextos donde se pueda decir no sin que las necesidades básicas se vean seriamente comprometidas. La Declaración Universal llama dignidad a esta protección.


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martes, julio 09, 2024

El silencio de las personas auténticas

Obra de Richard Learoyd

En el ensayo Aprendívoros. El cultivo de la curiosidad leo la siguiente reflexión del filósofo Santiago Beruete.  «La pregunta crucial aquí es cómo mantenerse cuerdo en un mundo de locos». Al instante se responde a sí mismo: «Si uno lo medita con cuidado, la respuesta solo puede ser viviendo con autenticidad, consecuentemente, algo mucho más fácil de decir que de hacer». Quizá tropiece en la sesgada mitificación del ayer, pero hace unos decenios todo lo asociado con la autenticidad abrigaba un enorme protagonismo en el escrutinio que se le aplicaba a la evaluación de las personas. La vida oscilaba entre la gama de los polos de la autenticidad y la inautenticidad. Se apelaba a lo auténtico sobre todo para poner en entredicho a aquellas personas que no lo eran (que te tildaran de inauténtico era el mayor oprobio que te podían infligir), lo que respalda la tesis de que nuestro léxico acumula más palabras para describir lo negativo que para indicar experiencias gratas. ¿Y en qué consiste la autenticidad? Sigamos leyendo a Beruete. «Hubo un tiempo no tan lejano en que un aura romántica rodeaba la palabra autenticidad. Las personas aspiraban a ser honestas consigo mismas y con las otras y a vivir sin dobleces ni engaños. Pero en nuestra época parecemos más interesados en guardar las apariencias que en buscar la verdad. La imagen que ofrecemos nos importa más que saber quiénes somos. Y eso que quien no se conoce a sí mismo se condena a ser un impostor. El calificativo auténtico ha caído en desuso o expresa solo una vaga añoranza de una fe que hemos perdido. Parece cosa de otro tiempo que las personas prediquen con el ejemplo y sientan la necesidad de que sus hechos se correspondan con sus palabras».

Podemos sintetizar que la persona auténtica no tiene dobleces, no finge, no utiliza los ardides propios del mal llamado buenismo (y de nuevo relampaguean las expresiones negativas). Habita en las palabras que pronuncia y en las acciones que esas palabras prologan. Se rige por los principios de honestidad y coherencia. En un mundo donde la conectividad y la mensajería instantáneas permiten revocar compromisos en el último instante, que una persona haga lo que dice y lo que dice que va a hacer lo acabe haciendo en los plazos comprometidos raya la categoría de persona extraordinaria. Que ser congruente devenga elogio desentraña de forma bastante elocuente la idiosincrasia de los tiempos. 

La ensayista y muy crítica con el pensamiento positivo, Barbara Ehrinreich, afirma que en la cultura capitalista el yo se ha cosificado y convertido en una suerte de mercancía que requiere mantenimiento constante. Se ha transformado en una marca. La propia Ehrenreich comenta que «hoy damos por sentado que dentro del yo que mostramos ante los demás hay otro yo, más auténtico». Quizá ese otro yo sea más auténtico, pero probablemente menos valioso para los estándares del mercado, de ahí su ocultación o su fingimiento. Obviamente la persona auténtica no es una marca que se publicita como una mercancía para que los demás le otorguen valor.  Auténtica es aquella persona que es el ser que es y que no hace nada para parecer el ser que no es. La persona inauténtica desahucia al ser que es para hospedar allí al ser que le gustaría a otras personas que fuera, intenta satisfacer las expectativas de los demás desarraigándose de las propias, se mimetiza con el entorno para obtener ventajas o para pasar inadvertida y no perderlas. A veces el ser se troca no por el parecer, sino por el tener, y como bien explicó Erich Fromm, todo lo que demanda el tener se lleva por delante al ser.

¿Por qué la persona auténtica no sucumbe al canto de estas sirenas del parecer y del tener? Una posible explicación es que la persona auténtica es aquella que no solo sabe bien que como humano proviene del suelo (humus significa suelo, y el sufijo anus, procedencia), sino que se instala en el mundo elevando esta certeza a principio rector. Este conocimiento lo desposee de importancia y por extensión le frena cualquier tentación asociada a las múltiples formas de la vanidad y la teatralización en el escenario social. André Comte-Sponville postula que nadie ha pedido ser (es decir, nadie ha pedido nacer ni nadie ha sido consultado para mostrar aquiescencia o rechazo a esa posibilidad) porque nadie podría pagar una deuda así. La vida no es una deuda, es un don, y la persona auténtica lo sabe y lo disfruta. La persona auténtica vive en el más acá con la plenitud que le confiere saberse mortal, una mismidad que dejará de existir en un momento dado y que precisamente por esa condición de finitud encuentra bello y apasionante mucho de lo que le ofrece la existencia. Aceptar la permanente posibilidad de su disolución es un incentivo que le alienta a vivir la cotidianidad como una celebración en la que es el ser que es. 

Curiosamente las personas consideradas auténticas no saben que lo son, porque la autenticidad solo se la perciben los demás. Esta particularidad hace que quien se afirma auténtico grita su inautenticidad, quien presume de serlo no puede serlo, quien se vanagloria de autenticidad devela su falta. Ninguna persona auténtica se autocalifica auténtica porque entonces dejaría de serlo. La persona auténtica sabe perfectamente todo lo mucho que no es, al margen de lo mucho que sea, y por eso se sabe pequeña y se mantiene la mayoría de las veces inteligentemente callada. Sabe que el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, y que todo lo relacionado con lo ético entra más rápidamente por los ojos que por los oídos. Con un lenguaje muy abstruso y alambicado, Martin Heidegger distinguía entre ser auténtico y habladuría, un hablar por hablar tendente a la reproducción del discurso estandarizado. Quizá callarse sea de lo más auténtico en un mundo plagado de ruido. Solo quien tiene algo que decir se calla. Quien no tiene nada que decir no necesita callarse. Simplemente no habla o no para de hablar.

 
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lunes, julio 08, 2024

«Solemos poner en cuestión la bondad porque la releemos de manera privada y parcial»

 

Entrevista publicada originalmente en Cultura Inquieta (11.Julio.2024) 

Redacción y fotografía realizadas por Eimi Gond


José Miguel Valle es filósofo, docente e investigador independiente. Su campo de reflexión son las interacciones humanas. Es autor de varios ensayos sobre «el animal que habla cuando habla con otros animales que también hablan». Cada martes se puede leer un nuevo artículo en su blog Espacio Suma NO Cero. La insólita historia ocurrida con uno de esos artículos es la base del recién publicado libro La bondad es el punto más elevado de la inteligencia (Alvarellos Editora). Conversamos con él acerca de este ensayo y las ideas principales que aborda. 


Buenas, José Miguel, un gusto volver a coincidir. Esta vez hablamos sobre tu nuevo libro acerca de la bondad, ¿Cómo surgió la idea de escribir un ensayo sobre este tema?

Es un placer volver a coincidir, Eimi. La intrahistoria de este libro tiene su origen hace unas temporadas cuando escribí y publiqué en mi blog el artículo La bondad es el punto más elevado de la inteligencia. En menos de una semana el artículo recibió más de un millón de visitas, una cifra estrafosférica en comparación con el resto de textos. En aquellos días el artículo se compartió y se reprodujo por un sinfín de lugares, a la vez que muchas personas contactaron conmigo para expresarme el disfrute de su lectura o para compartir ideas personales suscitadas por el texto. Este fenómeno viral me dejó tan perplejo e intrigado que comencé a interrogarme qué podía haberlo ocasionado, y por qué.

 ¿Podría ser que la bondad nos atrae en sí misma?

He comprobado que cada vez que se comparte en las pantallas algo asociado a la bondad la gente presta muchísima atención. Es un tema que interpela y moviliza. En el caso de mi artículo, creo que el hecho de emparejar la bondad con la inteligencia tuvo mucho que ver con su viralización. En el ensayo explico cómo ambas dimensiones acaban convergiendo en un mismo punto. También juego con la hipótesis de que parte del atractivo del texto pudo recaer en que desligué la bondad de cualquier credo religioso, y la simplifiqué hasta la tautología: como todo lo que consiste en hacer, para actuar bondadosamente basta con poner en práctica la bondad.


 Leo que «la bondad es la acción más inteligente de entre todas las que podemos elegir».

Sostengo que la bondad y todos sus correlatos tanto éticos como sentimentales son la maximización de la racionalidad, que es una manera de nominar a la inteligencia cooperadora en marcos de interdependencia. Hay que remarcar que ninguna persona existe al margen de las demás, que su existencia es el resultado del ensamblaje con otras existencias. Nuestra persona es una posición y a la vez una intersección. Necesitaría más tiempo para explicarme, pero creo que en el libro desgrano suficientes argumentos que apuntalan que actuar con bondad es una praxis netamente inteligente. Para afirmar algo así de tajante parto de que todas y todos somos seres afectivos, vulnerables y mortales, lo que exige altura de miras para urdir estrategias de cuidado sobre lo común y de atención mutua.

Cuando el artículo se publicó aquí en Cultura Inquieta, se repitió el fenómeno viral.

Un tiempo después de la viralización vivida en el bog, Cultura Inquieta contactó conmigo para publicar “La bondad es el punto más elevado de la inteligencia”. Las cifras volvieron a dispararse, el texto vivió una segunda viralización. Retomé la investigación de por qué a las personas nos seduce tanto todo lo relacionado con la bondad. Por los muchos comentarios que compartieron conmigo quienes leyeron el artículo, algunos de los cuales aparecen ahora en el libro, una posible respuesta que encontré es que estamos ávidos de bondad, es decir, estamos exhaustos de un modelo de vida tecnofrenético obsesionado con la productividad y la rentabilidad monetaria, y muy desatento con lo humano. Aspiramos a otras maneras más sensatas y más disfrutables de organizar la existencia. En el capítulo final abordo ideas, sobre todo qué formas de sentir y vincularnos favorecen que nos tratemos de un modo más bondadoso, más atento, más afín a la dignidad de la que toda persona es titular.

He leído que «hacer el bien sienta bien», y escribes que esta afimación tendría que abrir todos los informativos.

Quien actúa bondadosamente recibe la gratificación inserta en el despliegue de la propia acción. Es maravilloso comprobar que cuando colaboramos al bienestar y el bienser de los demás nos sentimos reconfortados. Cuando nos sentimos bien propendemos a repetir la acción, lo que nos hace sentirnos todavía mejor, incentivo que alienta volverla a repetir. He aquí la estructura de un hábito, palabra clave en el vocabulario ético, y una forma de que la alegría nos regale esa energía sin la cual es díficil emprender ningún propósito elevado.

 Si es así, entonces ¿por qué nos cuesta tanto ser bondadosos?

La pregunta que me formulas la plantearon numerosas personas lectoras los días en que el artículo se propagó por la metrópolis digital. De hecho, tanto la pregunta como algunas de las respuestas están recogidas en el libro. Solemos poner en cuestión la bondad porque la releemos de manera privada y parcial, es decir, como un coste personal que quizá no nos dispense reembolso alguno, pero es un criterio poco afortunado porque nos cierra los ojos a la visión colectiva, que es el epicentro de la bondad.

 ¿Quizá por eso defiendes que «la expresión política de la bondad es la justicia»?

Actuar y pensar bondadosamente desemboca en una idea de justicia que tiene en cuenta a los demás como entidades valiosas. De este modo, la bondad se desromantiza y se politiza, es decir, opera en el espacio y las necesidades compartidas. Esa es la noción de bondad que defiendo en el libro, la que no se detiene en el círculo de proximidad y vindica lo justo en cualquiera de los círculos humanos.

El libro consta de tres capítulos, los dos primeros son como una crónica, pero el tercero es pura reflexión.

Dediqué mucho tiempo a hibridar el relato de no ficción con el ensayo. No quería que el libro fuera ni lo uno ni lo otro. Moverme por esas zonas fronterizas y zizagueantes no fue sencillo, pero estoy muy contento con el resultado final de ese juego literario.

En ese último capítulo te dedicas a explicar pormenorizadamente una serie de conceptos sin los cuales no es posible hablar de la bondad.

Pensar es aportar esclarecimiento sobre abstracciones que más temprano que tarde dan lugar a acciones, y para ello es imprescindible detallar. Sin matices el ejercicio filosófico no podría existir. El último capítulo es una loa a las palabras que nos humanizan, y sobre todo una reivindicación a no proferirlas en vano para que no devengan en pronunciamientos sin capacidad movilizadora.

Algo que quieras añadir para terminar.

Cuando pronuncio conferencias o imparto cursos compruebo que tenemos mucha desorientación sobre nuestras propias posibilidades afectivas y políticas. Si tuviera que sintetizar el contenido de este libro diría que es una invitación a imaginar posibilidades, otras maneras de articular algo tan fascinante como el acontecimiento interdependiente de existir. Necesitamos que prendan sentimientos buenos en nuestro interior para llegar a ser ciudadanía justa en el exterior.

Muchas gracias.

Gracias a ti y a Cultura Inquieta.

 

El libro La bondad es el punto más elevado de la inteligencia se puede adquirir en cualquier librería, y también en la tienda de la editorial Alvarellos. Se puede acceder haciendo clic aquí

 
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«Necesitamos fines en un mundo sobresaturado de medios».
«La pedagogía de la pandemia es colosal».