jueves, diciembre 22, 2016

¿Quieres ser feliz? ¡Desea lo que tienes!


Hace poco estuve en un programa de radio hablando del ensayo La capital del mundo es nosotros. En una de las secciones el invitado recomienda un libro. Yo recomendé Las experiencias del deseo con el que Jesús Ferrero obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo de 2009. Se trata de una obra magnífica. En sus páginas se bifurcan las experiencias del deseo en amor y odio, y se subdividen en las muchas variantes del amor a uno mismo y el amor al otro, y en las ramificaciones del odio a uno mismo y el odio a los demás. Conviene recordar aquí que los deseos no son sentimientos, pero su coronación o su insatisfacción provocan una frondosa arborescencia sentimental. Antes de continuar estaría bien definir qué es el deseo. El deseo es la punzante sensación de una carencia y la energía motora puesta a disposición de que esa ausencia se haga presencia. Esta semana he estado leyendo a André Comte-Sponville, un filósofo francés que habla de los trajines humanos y de nuestra afición a intentar ser felices. En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, sino también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. El libro vindica la sabiduría del desesperado, aquel que no espera nada porque está tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego.  Por eso es propia del sabio.

Pero yo no me quería detener aquí, sino en cómo podemos hacer una taxonomía de los sentimientos simplemente observando si deseamos lo que tenemos o lo que no tenemos. Juguemos a las posibilidades. Si deseamos lo que no tenemos podemos sentir la esperanza o la ilusión de tenerlo, o la pena de no tenerlo, o la envidia de que lo tenga otro, o la frustración de haberlo intentado tener, u odio a aquel o a aquello que nos frena alcanzarlo. Saltemos al lado opuesto. Si deseamos la pervivencia de lo que ya tenemos podemos sentir la alegría de tenerlo, o la vanagloria de poseer lo que no poseen otros, o miedo a perderlo, o celos de que otro nos desposea de ello, o tristeza ante esa posibilidad, o egoísmo para no compartirlo y evitar perderlo, o irascibilidad si alguien nos complica la meta de poder seguir teniéndolo, o violencia para recuperarlo si nos lo arrebatan.  Es sorprendente que estas variaciones del deseo eliciten tantos sentimientos tan profundos y tan dispares. 

Vinculado con el deseo, y resulta imposible no citar a Spinoza y su conatus, hace ya unos cuantos años le leí al propio Comte-Sponville una maravillosa definición de en qué consiste disfrutar, que es un sentimiento de alegría que deberíamos fomentar más a menudo. La comparto con todos ustedes. «Disfrutar es desear lo que se tiene». Existe un relato tradicional que explica esta mecánica tan poco practicada. Un sultán es dueño del mundo, pero no se regocija con nada de lo que dispone en ese mundo. Lo tiene todo, pero todo le resulta desabrido. Reclama la ayuda de un sabio para ver cómo puede recuperar el deseo. El erudito escucha atentamente y afirma que cree tener la solución a su problema. Con voz parsimoniosa le prescribe la receta mágica: «Llame mañana mismo a un sicario para que lo mate. En cuanto firme el contrato verá cómo disfruta de todo lo que tiene». Dicho de otra manera. De repente el sultán desearía vehementemente lo que tiene porque toma conciencia de que con su contratada muerte puede dejar de tenerlo y de disfrutarlo en cualquier momento. El sicario le hace «habitar el instante a cada instante», término con el que por cierto he titulado un epígrafe de mi inminente nuevo libro. No recuerdo el nombre del autor, pero todavía tengo clavado el verso que le leí hace muchos años. Lo cito de memoria, así que puede ser algo diferente, aunque su significado es el mismo: «Solo los poetas valoran las cosas antes de que se las lleve la corriente». La torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, pero nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta. Hete aquí el pasaporte para ser infelices, pero también el secreto para que con unos retoques poder ser felices.



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martes, diciembre 20, 2016

Yo y yo se pasan el día charlando


Obra de Guim Tio
Somos lo que nos vamos contando de nosotros mismos a lo largo del tiempo que vivimos. Este hecho tan cotidiano pero tan mágico depara muchas sorpresas. Como nos estamos hablando ininterrumpidamente, nos vamos dibujando con palabras, derrotando a lo amorfo para remitirnos a la concreción de una figura, compitiendo contra lo borroso en favor de lo nítido. Esa figura pretendidamente diáfana y ordenada es un relato más o menos congruente de nuestra instalación en el mundo. Rimbaud se sorprendió mucho de este desdoblamiento que hace que uno se pase el día hablándose a sí mismo. Ojo, se quedó perplejo el jovencísimo poeta que había pasado una estancia en el infierno, no un cualquiera. Todos sabemos que albergamos en nuestro interior un yo, pero lo increíble es que también se hospeda otro yo tan protagonista o más que el primero. Se trata de un yo que escucha atentamente, pero su tarea no concluye en la pasividad del que presta sus oídos con el propósito de que su interlocutor se sienta escuchado y reconocido. Este otro yo es muy activo. Interpela, discrepa, desaprueba, puntualiza, o levanta la mano airado para pedir su turno de réplica al yo al que acaba de escuchar unos argumentos poco convincentes. Rimbaud concentró este estupor en su célebre frase «yo es otro».

En mis clases sobre los aspectos sentimentales en la emergencia del conflicto cuento el asombro que nos produjo a mi mejor amigo y a mí descubrir en un relato corto de Benedetti la antológica expresión «yo y yo». Nos topamos con ella hace veinte años, y todavía hoy la utilizamos hilarantemente cuando nos preguntamos qué tal nos ha ido la semana. Nos desternillamos de risa cuando alguno de los dos contesta: «yo y yo nos hemos llevado bastante bien estos días, o «yo y yo hemos reñido y llevamos un tiempo sin dirigirnos la palabra». Lo he escrito mil o dos o tres mil veces en este espacio, pero vuelvo a anotarlo una vez más. A mí me gusta definir el alma vinculándola con esta aparente disociación. «El alma es la conversación que mantenemos con nosotros mismos a cada instante relatándonos lo que hacemos a cada momento». Lo curioso es que en este relato de nuestra interioridad palpita un yo que habla y un yo que escucha. Más todavía. En un dinamismo sorprendente cambian los papeles según las circunstancias.  Súbitamente el yo que antes escuchaba ahora no para de hablar, y el yo que enhebraba palabras enmudece al comprobar cómo su hermano gemelo le está soltando una severa homilía. Así hasta que en un punto inconcreto se ponen de acuerdo. O no.

A veces la realidad se presenta tan abrasiva que uno de los dos yoes busca coartadas para justificarse, y a la inversa, todo con tal de no tropezar con una disonancia o  con algún aspecto que nos haga sentir mal o nos obligue a abdicar de la maravillosa tranquilidad en la que duerme la posibilidad de ser felices. De este modo tan dualmente narrativo vamos decorando con palabras nuestra vida para intentar que en ese texto novelado no salgamos muy malparados. A algunos se les va la mano en la redacción de la novela y se vuelven soberbios, vanidosos, insoportablemente egocéntricos. Otros se quedan cortos y, en un exceso de introspección no contrastada con el exterior, se transfiguran en seres apocados, amilanados, habitantes de una grisura frente a la que se sienten inermes. La mayoría de las veces la redacción discurre por territorios intermedios, ni por la necedad ni por el derrotismo. Los párrafos de nuestra narración suelen incidir en aspectos en los que unas veces nos elogiamos tímidamente y en otras desenroscamos una exagerada mortificación, aunque ante todo menudean las ocasiones en las que no sucede ni lo uno ni lo otro.

Rosa Montero lo explica muy bien en su fantástico libro La loca de la casa, un ensayo sobre el papel de la imaginación en nuestros recuerdos, pero atribuible también a nuestras vivencias en tiempo real: «Para ser tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos». Podemos agregar más verbos: nos agrandamos, nos miniaturizados, nos secuestramos, nos estupidizamos, nos pavoneamos, nos paralizamos, nos entusiasmamos, nos compungimos, nos deformamos. Todo lo que nos hacemos ocurre en el interior de este relato literario. Entonces es cuando surge la sorpresa. Entre lo que creemos ser y lo que otros creen que somos aparece con toda su enormidad el abismo. O dicho con el título de la recomendable novela de Juan Bonilla: Nadie conoce a nadie.  Normal que sea así. Nadie puede leer en su totalidad la novela que han escrito los demás sobre sí mismos.



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martes, diciembre 13, 2016

¿Una persona mal educada o una persona educada mal?



Obra de Nigel Cox
En mis conferencias suelo bajar la voz y casi susurrar para compartir con el auditorio la idea más relevante que he descubierto en mis veinticinco años de estudio sobre la complejidad humana. Muy gustosamente también la comparto aquí. «El lugar más peligroso del planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal». Es una reflexión que escribí tanto en las páginas como en la contraportada de La capital del mundo es nosotros. Allí especifico que por increíble que parezca ningún servicio de inteligencia de ningún estado ha caído en la cuenta de esta obviedad mientras rastrean por el orbe terrestre qué peligros acechan a sus intereses. En mis exposiciones suelo añadir que existe mucha diferencia entre una persona educada mal y una persona mal educada. Fonéticamente suenan casi igual, pero semánticamente son descripciones muy divergentes. Cuando yo me refiero a alguien como una persona mal educada es para señalar una conducta que no respeta los estándares sociales del buen comportamiento, o en ese instante arroja por el sumidero los mínimos éticos que consideramos imprescindibles para que la vida no sea un sitio análogo a las dificultades de la jungla. Se puede dar la paradoja de que esa persona esté muy bien educada y que sin embargo se haya comportado momentáneamente mal.

Cuando yo hablo de una persona educada mal me refiero a una persona sentimentalmente mal articulada. Su organigrama afectivo está tan mal confeccionado que está subyugada a un permanente analfabetismo sentimental. Ya no es una conducta puntual la que se hace acreedora de una corrección, es su forma estacionaria de sentir la que parte de premisas garrafales para llegar a conclusiones exponencialmente más garrafales todavía. En La inteligencia fracasada, J. A. Marina dibuja una colorida taxonomía de estas nefastas construcciones de índole sentimental y cognitiva. En su ensayo Sin afán de lucro, la filósofa norteamericana Martha Nassbuam explica que la educación nos prepara para tres grandes fines: la ciudadanía, el trabajo, y para darle un sentido a nuestra vida.  La persona educada mal se ha olvidado del primero de los fines, que se puede compendiar en ser capaz de participar de manera constructiva y enriquecedora en la trama social para lograr el florecimiento personal y participar en que los demás logren el suyo. En Lo que nos pasa por dentro Punset lo explica muy  bien: «el mayor dilema en la vida es manejarte con quien tienes a tu lado». Manejarte bien, matizo yo. 

No tengo la menor duda de que sentir mal es conducirte por un esquema de valores en el que no se trata al otro con la misma equivalencia que uno solicita para sí mismo. No se siente que el otro es una duplicación, un equivalente, un semejante, un par. La persona educada mal no percibe la interdependencia, la necesaria colaboración de unos y otros para lograr nuestros propósitos, la necesidad de ser compasivos para entre todos remitir nuestra inherente fragilidad, fungibilidad, vulnerabilidad, finitud. No padecer esta ceguera es primordial para regular nuestros sentimientos y el tamaño de los límites de nuestras acciones, porque la geografía de esos límites siempre está en relación con la existencia de los demás y sus intereses en el espacio compartido. Si los demás desaparecen de mis deliberaciones privadas, los límites también. Frente a los sentimientos prosociales (cooperación,  afecto, amor, compasión, gratitud, admiración, cuidado, vínculos empáticos), en el entramado afectivo de la persona educada mal prevalecen los sentimientos aversivos (soberbia, competencia, pugna, odio, egoísmo, rencor, inequidad, indolencia, uso de la fuerza para resolver conflictos, déficit de nutrición empática, vanidad, envidia, celos). Hace poco le leí a Bauman que la ética es elegir la forma con la que queremos acompañar al otro. La persona educada mal se maneja mal (según la terminología de Punset) y acompaña mal al otro (según la terminología de Bauman). El mayor prescriptor del educado mal es convertir a los seres humanos de su derredor en un medio para sus fines. Cualquier peligro en cualquiera de sus gradaciones y en cualquier lugar del planeta tiene su génesis en este exacto punto.  



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domingo, diciembre 11, 2016

Entrevista en Planeta Biblioteca

Entrevista en Planeta Biblioteca de Radio Universidad de Salamanca. El programa lo conduce Julio Alonso Arévalo, experto en la digitalización de la información. Durante media hora hablamos de la sociabilidad humana recogida en el ensayo La capital del mundo es nosotros y su vinculación con las bibliotecas como centros públicos en los que se facilita el encuentro con el otro.  Se puede escuchar y descargar aquí.




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viernes, diciembre 09, 2016

El derecho a tener Derechos Humanos



Obra de Duarte Vitoria
Mañana es el día en que celebramos la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Yo siempre cuento la anécdota de cómo la Carta Magna estuvo a punto de no firmarse aquel 10 de diciembre de 1948 cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas se reunió en París. Los representantes de los cincuenta y un países  convocados no se ponían de acuerdo para fundamentar la idea de dignidad. Unos querían vincularla con alguna entidad sobrenatural, otros  con alguna de las varias deidades monoteístas que figuran en el catálogo antropológico, los laicos renegaban de la participación divina en estos trajines tan netamente humanos. Al final la idea de dignidad no se fundamentó en nada. He aquí el milagro de esta creación insuperable, la antología de la inteligencia que decidió que poseemos dignidad porque los seres humanos somos valiosos y, frente a cuaquier otro ser vivo de la ecosfera, podemos orientar la vida por fines que van mucho más allá de los dictados por la biología. La dignidad, que no se sostiene en nada, nos sostiene a nosotros. Se produce el bucle creador del que hablaba Vigotsky.  El hombre crea la cultura y la cultura crea al hombre en un proceso inacabable que a cada rotación va pormenorizando ambos vectores. O, dicho desde el prisma neurobiológico y empleando el título de un ensayo de Antonio Damasio, el cerebro creo al hombre, y el hombre fue desarrollando el cerebro y sobre todo utilizando sus mecanismos emocionales y corticales para ponerlo a trabajar en la aventura de humanizarnos.

Los Derechos Humanos orbitan en torno al eje axial de la dignidad. La dignidad es una idea portentosa que a pesar de no tener correlación extramental se transforma en funcional si todos los que participamos en el proyecto mancomunado de humanizarnos la respetamos en nosotros mismos y en los demás.  En los últimos años he comprobado con sorpresa que se habla mucho de dignidad y sin embargo apenas nadie sabe qué es. Su definición es muy sencilla. Toda persona por el hecho de serlo posee el derecho a tener derechos. Existir te hace titular de esa carta de derechos y por supuesto también de sus deberes (mi derecho es el deber de los demás, mi deber es su derecho).  Esos derechos son los inalienables Derechos Humanos. Matizo aquí que tanto los derechos de primera como los de segunda generación, que son yuxtapuestos. Sin los primeros los segundos no tienen validez real, y viceversa, sin derechos sociales y económicos los derechos civiles son papel mojado.

En mis paseos por la capital del mundo (o sea en las presentaciones del libro La capital del mundo es nosotros),  o en alguna de mis conferencias que comparto por ahí, siempre acabo reinvidicando explícita o tangencialmente el cumplimiento de estos Derechos. Como los Derechos Humanos no son obligatorios ni vinculantes, aunque por ahora ningún mandatario ha tenido la procacidad de denigrarlos públicamente en sus discursos, algunos de los asistentes siempre objetan lo quimérico de ponerlos en práctica.  Ante sus dudas a que los Derechos Humanos se puedan cumplir en cualquier persona que habite el planeta Tierra, les pregunto si ellos querrían que se realizaran en la vida de sus hijos, o en la de sus seres queridos, o en la suya. La respuesta siempre es afirmativa. En esta contestación reside la esperanza de un mundo más decente y más acogedor para vivir y degustar la vida. Es palmario que en muchísimos lugares estos Derechos se vulneran, y  en otros tantos se aceptan de una manera parcial, pero parece que hay consenso en que el ser humano tendría una vida más plena y con menos tentativas depredadoras y de subyugación del otro si se cumplieran en su totalidad y en todos los rincones del orbe.  No me quiero extender mucho, pero los Derechos Humanos son el desiderátum de la humanidad. Es decir, la aspiración máxima de un deseo máximo. Este ideal es estrictamente ético. Lo que nos gustaría ser como seres humanos porque todavía no lo somos. En nuestra mano está llegar a serlo. Un primer paso sería tratar al otro con la misma equivalencia que solicitamos para nosotros. A partir de ahí, todo es muy sencillo, si se quiere.



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