martes, septiembre 25, 2018

Recuperar el noble significado de la palabra «política»

Tallas de madera del artista Peter Demetz
Vivir y convivir son las dos grandes tareas humanas. Se necesitan recíprocamente. Es inconcebible la vida humana fuera de la comunidad (que sería vida, pero no humana), y es una aporía conceptual la convivencia ausente de seres humanos que le den forma y significación. La articulación crítica de ambas dimensiones, de vivir y convivir, se llama política. El yo que somos cualquiera de nosotros en cualquier situación no puede expatriarse de los dominios de la comunidad. Vivir es un verbo que se cita obsesivamente en las epistemologías individualistas, pero adolece de falta de sentido si no se presupone el de convivir, donde ya aparece la figura de la otredad y los afectos que suscita el vínculo interindividual, el uso de los espacios, la asignación de los recursos, la utilización de los bienes comunes, la redistribución de la riqueza, el concierto de las disparidades, los métodos para gestionar los conflictos inherentes a los intereses incompatibles, las complejas interdependencias que posibilitan la independencia, la constatación aparentemente paradójica de que sin pertenencia a la comunidad y a las redes de reciprocidad que se generan en ella no podemos aspirar a la autonomización ni por tanto a planes de vida. La orquestación de este activismo relacional a través del ejercicio de la deliberación, la negociación y la toma de decisiones se llama politeia, teoría de la polis (ciudad), es decir, política.

Para tamaño desempeño no queda más remedio que reflexionar en torno a qué nos gustaría hacer con el tiempo limitado en el que se configura la tarea de existir y que traté de esquematizar en el artículo de la semana pasada (ver). La pregunta del vivir es la pregunta por la felicidad, pero en nuestra condición de existencias al unísono la pregunta del convivir es la pregunta por la justicia, léase, por las condiciones del marco común para que pueda emanar la felicidad privada. Este ejercicio filosófico y creativo insta a preguntarle al ciudadano que somos qué forma de comunidad permitiría el mejor florecimiento posible de las personas, qué idea de justicia mantiene incólume la ficción ética de la dignidad humana y los derechos y deberes que trae adjuntos, qué sentimientos sería bueno que prevalecieran en las interacciones de la ciudadanía, qué tácticas se pueden desplegar para firmar la autoría de una vida buena y facilitar una vida análoga al otro con el que irreversiblemente me relaciono y cuyo equilibrio necesito para mantener el mío.

Justo hace unas semanas escuché una noticia en mitad de un informativo en el que una mujer contravenía todo lo que acabo de escribir aquí. La traigo a colación porque su argumentación estaba plagada de lugares comunes que tendemos a repetir acríticamente. Esta mujer se quejaba de que la administración no le atendía una necesidad que repercutía en el restaurante que regentaba, cuya resolución sin embargo ya estaba acordada desde hacía tiempo. No comprendía por qué se demoraba lo pactado, más aún cuando ella era políticamente imparcial. Su explicación de la imparcialidad es digna de ser reseñada porque transparenta nuestro extravío ciudadano: «En este restaurante se viene a comer, a beber, a hablar y a estar con los demás. Es un espacio apolítico». Sin saberlo, esta mujer acabada de citar las dos acciones políticas más nucleares a las que podemos aspirar como seres humanos: estar con los demás y hablar con ellos. Para rematar su intervención, nuestra protagonista concluyó con un enunciado tan lapidario como axiomáticamente usual en la demostración orgullosa de la desidentificación política y la dejadez democrática: «Yo no quiero saber nada de política. La política es para quien come de ella». 

Nada más escuchar esta afirmación me acordé de Aristóteles. El estagirita veía claramente que «el ser humano es un animal político por naturaleza». Aducía que vivimos en comunidades políticas porque en ellas podemos cubrir mucho más fácilmente nuestras necesidades, emponderar nuestras capacidades, establecer lazos de amistad para que brote la alegría, la savia que exulta de vida la vida. De ahí que postulara taxativamente que «el ser humano es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo, o es un dios o es un idiota». Los griegos llamaban idiotés a los ciudadanos que no querían participar en política. Les costaba intelegir que un ciudadano desatendiera voluntariamente la deliberación y la construcción o impugnación de decisiones que afectaban nuclearmente al devenir de su vida en tanto que estaba ínsita en el proyecto común de la polis. Veinticuatro siglos después nadie descalifica a los que muestran desafección por la res pública llamándolos idiotas, según la acepción griega. Se autodenominan apolíticos. Cuando yo me encuentro con alguien que autoproclama su apoliticismo le suelo consultar si le interesa o no su vida. Si me responde que sí, le digo que no es el apolítico que dice ser. Si me contesta que no, le vuelvo a preguntar si no le preocupa la vida de sus amigos, de sus vecinos, de sus conciudadanos. Si vuelve a indicar que no, zanjo la conversación.

La política es la reflexión sobre los mínimos comunes y los máximos divisores de nuestra irrecusable condición ciudadana. Los días son muy largos, pero la vida es muy corta, y lo que hagamos en ellos y en ella estará muy condicionado por esta reflexión solidificada en estructuras en las que se inserta nuestra existencia. Demasiada dependencia como para eximirnos de dar nuestra opinión sobre qué consideramos una vida buena y qué condiciones y valores axiológicos creemos preferibles para llevarla a cabo. El propio Aristóteles señaló que el ser humano es el animal que habla con otros animales que también hablan, y esta facultad persigue ante todo la posibilidad de sopesar qué es lo justo y lo injusto. La agrupación humana en ciudades no nació para vivir, sino para vivir bien, lo que a su vez exige edificación de sueños comunes, inventiva política, estiramiento imaginativo de las posibilidades, fabulación ética, discusión, confrontación de argumentos, polinización de ideas, bondad dialógica o diálogo práctico (que es el que yo vindico en mi último ensayo) en torno a qué es vivir bien y cómo puede llegar hasta allí la sociedad civil. Estamos en el núcleo de la acción política que sin embargo los representantes electos sortean con cuestiones periféricas, reactivas y subordinadas a una instantaneidad que les aporte réditos en la sempiterna competición por el voto. En las páginas de Política para perplejos, Daniel Innerarity expresa esta paulatina declinación de funciones: «La capacidad configuradora de la política retrocede de manera preocupante en relación con sus propias aspiraciones y con la función pública que se le asigna. (...) La renuncia al proyecto de configuración política de la sociedad -que ha tenido su expresión ideológica en el presupuesto neoliberal de una autorregulación de los mercados- supondría una dejación de responsabilidad y no se corresponde en absoluto con los valores de una sociedad bien ordenada». 

Ese pensar la vida en común para alcanzar una vida buena o un vivir bien se despolitizó incrementalmente y se delegó en la ciencia económica de sesgo neoliberal. La maximización del beneficio privado colisionando con la que persiguen los demás agentes económicos es el principio rector de la vida en común, una racionalidad instrumental basada en el autointerés, la atomización, la competición y la explotación, y exenta de los móviles de la vida humana compartida y de lo que consideramos que debería portar una persona para no acusarla de no tener corazón: los afectos, los cuidados, la protección, el reconocimiento mutuo, los sentimientos de apertura al otro, la valoración ética, la equidad, la cooperación, la propia autorreflexividad compartida sobre qué vida queremos y cómo queremos vivirla. Se trata de una política económica escindida de todas las valoraciones salvo la del fin lucrativo, un valor frente al cual prácticamente ningún otro valor entra en competencia. Innenarity lamenta que los políticos hayan devenido en meros administradores y recuerda que «los indicadores económicos no hacen innecesaria la discusión acerca de qué consideramos una buena sociedad». Resulta muy llamativo que las ciencias progresen a una celeridad vertiginosa, pero la política viva recluida en una estanqueidad que parece congénita. Norbert Bilbeny también rotula esta descompensación al inicio de La revolución en la ética: «la aceleración de las cosas corre más veloz en la pista del conocimiento del mundo que en la de su gobierno». En el ensayo Inventar el futuro, los profesores de sociología Nick Srnicek y Alex Williams acuñan un término maravilloso que yo ya he utilizado en algún artículo: política folk. La política folk sería el ecosistema en el que no se investiga en torno a cómo organizar la convivencia de un modo más justo, ni se ofrece espacio a la imaginación para escudriñar modos más plausibles de ennoblecer la aventura humana, ni se mueve la atención para apenas nada que no sea la partidización comunicativa y frustrar sañudamente cualquier propuesta proveniente de las siglas rivales para lograr adhesiones traducidas en músculo electoral. Ojalá el folclore político cada vez nos interese menos y la política cada vez nos interese más.



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martes, septiembre 18, 2018

La tarea de existir


Obra de Mónica Castanys
Existir es una tarea que nos tendrá ocupados toda la vida. Precisamente el hecho de ser una tarea que requiere la omnipresencia de nuestra atención la ha convertido en una obviedad que como todas las obviedades mayúsculas se invisibilizan para la mirada ocular y para la intelectiva. Esta tarea consiste en dar forma a la vida con la que nos encontramos de una manera inopinada. No es una tarea cualquiera, sino que es la que hace que seamos el que somos. Es la tarea que al hacerla nos hace, y al hacernos, la hacemos. Sintéticamente podemos decir que es la tarea que condecora todas las tareas. Algo tan involuntario como que nos nazcan (uno no nace, a uno le nacen) acarrea una responsabilidad que desemboca en acciones prácticas. Nos dan algo que no hemos pedido, y ahora somos nosotros los que debemos arrostrar con ello. Nadie solicita nuestra aquiescencia para existir, nadie se detiene a interrogarnos si queremos ahora una vida o mejor lo dejamos para otro momento. No nos lo preguntan porque no pueden preguntárnoslo. Si la capacidad de elegir es la vitrina de la vida humana y en ella descansan las ficciones más poderosas construidas por su imaginación ética, se prescinde de ella para el lance más cardinal que experimentaremos a lo largo de la vida.

Nacer es el acontecimiento que permite la llegada de todos los demás acontecimientos. Nacer es la posibilidad que posibilita todas las posibilidades, incluida la de la muerte, el evento biológico cuya posibilidad imposibilita todas las anteriores posibilidades, y que cuando se haga acto nos expulsará del mundo. Somos seres obsolescentes, pero sobre todo somos seres que incorporan la idea de finitud al ejercicio deliberativo. Morir es un episodio natural, pero la mortalidad es una operación cultural. En las luminosas páginas de La resistencia íntima, el profesor Esquirol nos recuerda que «vemos que la vida del sí mismo que somos es una recta que lleva de lo desconocido a lo desconocido». Ninguna idea nuclear sobre los trajines humanos se debería librar de la conciencia de finitud para que la reflexividad no quede escamoteada. Sentirse tiempo limitado es una experiencia radical que confiere sentido a la obligatoriedad de elegir. Hay que decantarse por unos fines en menoscabo de otros puesto que no hay tiempo para todo. El nacimiento nos inaugura y la muerte nos clausura. Baltasar Gracián se quejaba tanto de lo uno como de lo otro: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, no deberíamos morir». Es fácil parafrasear al escritor jesuita y orientar su aserto en dirección a la alegría, que es el sentimiento con el que decimos sí a la vida: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, deberíamos vivir bien».

Vivimos una realidad anfibia. Somos sujetos pacientes porque se nos da una vida, pero somos sujetos agentes porque somos nosotros quienes tenemos que dirimir imaginativamente qué hacer con ella. El pesimismo vitriólico de Emil Cioran señaló esta peculiaridad en su primer ensayo cuyo título explicita qué piensa de este asunto tan relevante: Del inconveniente de haber nacido. Me viene a la memoria uno de los aforismos incluido en sus páginas: «No haber nacido, de sólo pensarlo, ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!». Algunos autores catalogan la circunstancia de la natividad como deyección. Hemos sido arrojados a una existencia y ahora tenemos que hacer algo con esta eventualidad. Antes de existir no había nada que hacer y ahora sin embargo existir nos obliga a una multiplicidad de quehaceres. A ese cómputo de tareas las llamamos vivir. Vivir es un verbo y por tanto implica acción. Vivir es existir, la acción en la que hago algo con la existencia que tengo en un tracto de tiempo que llamamos vida. Lo que hago con la existencia con la que me he encontrado de un modo contingente me hace ser.

Somos una subjetividad corpórea y movediza que va mutando las preferencias y contrapreferencias en las que se autoconfigura según el medio ambiente en el que radique y las vicisitudes con las que colisione. Heidegger desmenuzaba con su habitual cripticismo que el ente que somos siempre está en una situación, y esa situación, que hace que el ente difiera en función de la situación, es el ser ahí. A ese ser ahí lo llamó Dasein. Ortega advirtió que «la vida es el dinamismo dramático entre el mundo y yo». Un mundo que me encuentro hecho, añado yo, aunque en perpetua metamorfosis, igual que el yo que cae en él y en él se va determinando con sus actos volitivos. A medida que vamos instalándonos en el mundo con nuestras decisiones, acciones y omisiones también vamos configurando el mundo en que nos instalamos con ellas. Cedo la palabra a George Steiner para que esclarezca qué mundo nos encontramos al nacer. En Nostalgia de lo absoluto admite que «en lo más profundo de su ser y de su historia, el ser humano es un compuesto dividido de elementos biológica y socioculturamente adquiridos. Es la interacción entre las constricciones biológicas, por una parte, y las variables socioculturales, por otra, lo que determina nuestra condición. Esta interacción es en todo punto dinámica porque el entorno, cuando choca con la biología humana, es modificado por las actividades sociales y culturales del hombre».

Como las acciones se realizan en el enmarañamiento de la vida que compartimos con otras alteridades a las que les ocurre exactamente lo mismo que a nosotros, esas tareas también se pueden nominar como convivir. Convivir es existir al lado de otras existencias tan atareadas como nosotros en hacer algo con la existencia. Su quehacer y el nuestro hacen la vida humana. Como la vida humana es un proyecto interdependiente, lo que ellas hagan con su existencia repercute directamente en lo que yo hago con la mía, y a la inversa. No estamos los unos al lado de los otros como meras subjetividades adosadas. No somos existencias insulares o existencias adyacentes. Todos somos existencias al unísono. La dependencia no es la antítesis de la autonomía como insisten en recordarnos erróneamente los discursos inspirados en la inflación patológica del yo y en la devaluación de la fraternidad política. Estamos inmersos en el mismo proyecto, participamos de la misma aventura, navegamos en el mismo barco, y es así porque estamos confinados en la incapacitación de nuestro propio florecimiento lejos de una comunidad y en la imposibilidad de una felicidad autárquica que nos configura como sujetos sociales. Juntos aspiramos a ser el ser humano que creemos que sería bueno ser gracias a una imaginación creativa que reflexiona y utiliza las posibilidades que le brinda la realidad y las adecua a los afectos y a los propósitos. Aspiramos a ello porque creemos que así existir sería una tarea más confortable. Sería ese vivir bien al que me refería cuando líneas atrás parafraseé a Baltasar Gracián. El vivir que convierte al nacer en una suerte.



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