martes, noviembre 29, 2022

«El diálogo se torna imposible sin la dimensión del otro»

Obra de Jurij Frei

La filósofa brasileña Marcia Tiburi sostiene que «la violencia aparece cuando el diálogo no entra en escena».  Es una definición próxima a la que despliega Michel Onfray en su Antimanual de Filosofía: «la violencia es la incapacidad de liquidar una querella por medio del lenguaje». Aceptando estas definiciones es fácil adherirse a lo que argumenta el profesor Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima: «lo contrario de la palabra no es el silencio, es la violencia». Sin embargo, si uno demora su análisis y atiende a las posibilidades de la palabra es fácil mostrar desacuerdo con esta afirmación. Lo contrario de la violencia no es la palabra, es la convivencia. Hay palabras muy agresivas que pueden hacer mucho daño a una persona simplemente con su pronunciación. Hace años defendía, y así aparece escrito en artículos y en algún ensayo, que «se peleen las palabras para que no se peleen las personas». Es un axioma que neglige el poder destructor del verbo. Es más que probable que si la palabra verbalizada es una palabra agresiva, sea una mera cuestión de tiempo que las personas se acaben agrediendo, o certificando el deceso de la relación. Solo la palabra educada, considerada, respetuosa con la dignidad de la persona que la recibe es una palabra que elimina la violencia en aras de abrir un espacio compartido pacíficamente. Esa palabra es la palabra hecha diálogo.

Marcia Tiburi define la violencia hermenéutica como la del punto de vista que aplasta al otro, que no lo reconoce. Esta tesis se entenderá mejor si recordamos a la propia filósofa cuando afirma que «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». La vida humana es vida humana porque es vida compartida precisamente con ese otro. Si queremos seguir viviendo agregados, no nos queda más remedio que entendernos y limar las posibles fricciones connaturales a la convivencia. Solo el diálogo posee el monopolio de atenuar el disenso y ampliar el entendimiento mutuo. El diálogo festeja la convergencia, la búsqueda interactiva de voces dispares buscando una razón común. En la redacción de unos manuales para un curso universitario tuve que definir qué es violencia, y lo hice como contraposición a esta experiencia privativa del diálogo. «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». La persona violenta detenta poder, pero se trata de una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene. El genuino poder es el que puede mutar la voluntad  prójima y lo hace desgranando argumentos tan sólidos y bien configurados que la persona interpelada se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence.

Me viene ahora  a la memoria una amiga que se quejaba de que siempre que hablábamos terminaba adscribiéndose a mis argumentos, y no al revés. Un día no se contuvo y me soltó enconada: «¡Siempre ganas tú!». Se acababa de leer El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza y no pude por menos de exclamar: «¡Creo que tendrías que volver a leerlo, o tendría que reescribirlo para explicarme mejor!». En el diálogo no hay vencedores ni vencidos, tampoco convencidos. En el paraninfo de la misma universidad en la que estudié Filosofía Miguel de Unamuno hizo célebre la exclamación «venceréis, pero no convenceréis», que sin embargo considero imprecisa, porque nadie puede convencer a nadie. Cuando en alguna ocasión mi interlocutor me ha dicho que lo he convencido, he negado con la cabeza: «No, no es así. Utilizando alguno de mis argumentos, te has convencido tú solo». Convencerse es un ejercicio exclusivamente personal. Sólo la bondad discursiva está en disposición de que ocurra esta metamorfosis emancipadora en la subjetividad que estamos siendo a cada instante. Concilia el cuidado de escuchar con el deseo de entender. Con ella, el diálogo es posible. Sin ella, la violencia extiende las probabilidades de entrar en escena.

 

(*) Mañana miércoles 30 de noviembre pronunciaré virtualmente la conferencia  La bondad discursiva. Forma parte de la celebración del primer y sexto aniversario de los dos Centros de Mecanismos Alternativos de Solución de Controversias en materia familiar del Poder Judical del Estado de Sinaloa (México). Será a las 11: 00 (hora en México) y las 19:00 (hora en España). Toda la información en el apartado Conferencias.


 
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martes, noviembre 22, 2022

Convertir el conocimiento en práctica de vida

Obra de Valeria Duca

Existen tres conceptos que a veces se administran indistintamente cuando hablamos de aprender: información, conocimiento y sabiduría. La información son datos descontextualizados o con conexiones débiles sobre hechos o circunstancias. No solo no brinda significado por sí misma, sino que cuando hay una hiperinflación informativa genera desorden en el agente receptor, una creciente entropía que atenta contra la genuina finalidad de la propia información. En su libro No-Cosas el filósofo Byung Chul Han es categórico al explicar esta inercia perversa: «A partir de cierto punto, la información no es informativa, es deformativa». Esta realidad es tan novedosa que hemos inventado el término infoxicación para poder designarla. Igual que mucho pensamiento mata la voluntad (dilema del asno de Buridán), la sobrecarga informativa no es que mate el conocimiento, es que impide su nacimiento, que es una forma mucho más sutil de defenestrarlo. El conocimiento es un proceso laborioso en el que la información se interconecta con otra información para constituir un entramado de perspectiva y sentido. Conocer es levantar esquemas de comprensión para organizar la información entrante con información previamente almacenada y ubicarla de tal manera que su relación proporcione significado y contexto.

La sabiduría es el uso del conocimiento para dialogar con la vida y articular una mejor y más confortable habitabilidad en ella. José Antonio Marina desvela el telos de este conocimiento práctico: «conocer para comprender, y comprender para tomar decisiones y actuar». Paradójicamente la inflación informativa que padecemos está provocando una deflación de sabiduría. Poseemos mucha información, y si no la poseemos está depositada en millones de repositorios ubicados a la distancia de un clic, pero disponemos de poco conocimiento, y el conocimiento que albergamos o bien es técnico, o no lo hemos hecho memoria y aprendizaje como para metamorfosearlo en sabiduría. Con Foucault aprendimos que una experiencia es aquello que nos devuelve transformados, tanto por lo acaecido como sobre todo por su impregnación afectiva y cognitiva. Pero la elaboración de experiencia demanda el concurso de un tiempo de calidad (tiempo atento, kainós, frente a tiempo meramente acumulativo, cronos), una pausa y una presteza que permitan la sedimentación de los acontecimientos en nuestra biografía afectiva. Como defiende Javier Martínez Aldanondo, «el aprendizaje es personal, pero no individual». Cuando comparto clases suelo repertir a las alumnas y alumnos que aprender es una exclusividad suya, pero que enseñar es un asunto muy serio que nos atañe a toda la ciudadanía. Tenemos el compromiso de generar tiempos y espacios para proveernos de conocimiento y de prácticas que lo eleven a aprendizaje de vida. Lugares calmos y tiempos pausados para que los pensamientos se toquen y polinicen en pensamientos más sólidos que prologuen sentimientos buenos y acciones mejores.  

Sólo se aprende lo que se ama, como reza el título de uno de los ensayos del neurocientífico Francisco Mora, pero los tiempos de producción (y los cada vez más colonizadores de cualificación) canibalizan la pausa, que es la forma que eligen la reflexión y el análisis  para transformar la enseñanza en experiencia sabia. La celeridad y la sobreabundancia de información, o la colección de estímulos que nominamos experiencias, no dejan que el conocimiento permee lo suficiente como para dejar poso. La prosa desolada de Byung Chul Han sostiene que «hoy corremos detrás de la información sin alcanzar un saber. Tomamos nota de todo sin obtener un conocimiento. Viajamos a todas partes sin adquirir una experiencia. Nos comunicamos continuamente sin participar en una comunidad. Almacenamos grandes cantidades de datos sin recuerdos que conversar. Acumulamos amigos y seguidores sin encontrarnos con el otro. La información crea así una forma de vida sin permanencia y duración». Hace cuatro siglos Baltasar Gracián recalcaba la tragedia que suponía algo así: «De poco sirve que el conocimiento avance si el corazón se queda atrás». Se puede parafrasear: «De poco sirve tanta información si no deviene en algo de conocimiento y un poco de sabiduría»

 


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